martes, 2 de octubre de 2012
Chávez: la raíz y el hombre
Amo a Venezuela y su gente, por eso la pienso y convierto en visiones y tanteos, en palabras. Advierto que no soy sociólogo o historiador, tampoco pretendo hacerme pasar por tales - dar gato por liebre- aunque, por momentos, interprete sucesos y personas, puestos en situación histórica. Aún en esas circunstancias, no dejaré de ser nada más que uno que mira y da testimonio. Contemplo y hablo.
Soy un escritor, un hombre que piensa, una conciencia que critica y no “la conciencia crítica”. Todo cuanto diga será nada más que recuerdos, apreciaciones, que pueden o no coincidir con las de los especialistas o con la de algunos compatriotas, pero pretenden ser coherentes y fieles.
Me responsabilizo. Se que la libertad exige tal precio.
Soy uno que ama, aunque hay amores que matan, según dice el refrán común. Intentaré amar sin matar.
Este es el país que yo conocí. Llegué a Caracas, por vez primera, en septiembre de 1991, a más de un año del Caracazo, que ya sabemos fue una respuesta desorganizada y sin liderazgo visible de una clase popular explotada hasta el hartazgo, pero que hizo visible su despertar, anticipándose a la indignación, tan de hoy día, únicamente que mediante un revuelva que fue la expresión más clara de la actualización y refundación de su bicentenaria vocación de lucha.
Viví en el país, y lo he visitado en innumerables ocasiones durante más de veinte años. He escrito acerca de los palpables signos de desorden, descomposición social y caos en la Venezuela de la IV República.
La burguesía media-alta, antes de 1998, añoraba a otro Marcos Pérez Jiménez, o a cualquier dictador que pudiera devolverles la gloria perdida. Comenzaba a descubrir que, como clase, estaba desapareciendo, que perdía cada vez mayores porciones de la torta y que necesitaba hacer algo sino quería entrar en la categoría de los extintos.
Ese hacer, ese actuar, parecían trasferirlo a los “pata en el suelo”, con la secreta intensión de que, una vez obtenidos los cambios, poderlos manipular a su antojo y usurparles los resultados, o, en última instancia, darle a los militares la misión de hacer lo que no podían o querían, con la esperanza de que, una vez tomaran el poder, se retiraran a los cuarteles o implementaran un régimen al estilo de la dictadura cívico-militar de Augusto Pinochet en el Chile de 1973.
La burguesía media, en general, sin guáramo, reconocía que había perdido potencia, empuje, estaba llena de complejos, pues sabía que no tenía fuerza transformadora acumulada ni capital social fresco que ofrecer. Todo lo había perdido en su estéril combate con la oligarquía – dueña y señora del poder-, tratando de rellenar la brecha entre ambas, vertiendo en ella, no su capacidad y potencia revolucionaria o conocimientos y habilidades, sino un conjunto de cachivaches programados para morir, comprados con tarjetas de crédito, por lo que se conformó con la adopción de una cultura sifrina, es decir, la de la Sifrinita de Caurimare, aquel popular personaje de telenovela que tan bien los retrata como grupo: ridículos, ostentosos, vulgares, amigos del plástico y la chatarra, lectores de best seller y no consumidores de Cultura; títeres por vocación cuando pretendían ser actores; en fin, se conformaron con la condición de nuevos ricos, solo que ahora dependientes y venidos a menos, pues su nivel adquisitivo cada vez se hacia más precario.
La clase media venezolana me recordaba a la nobleza española del Siglo de Oro, claro está, que a los de cuna y no de fortuna, los Grandes de España que no tenían ni una perra en el canuto, pero preferían aliarse a los pícaros o ser victima de ellos, antes que poner las manos en cualquier obra.
Ya sabemos que a la burguesía le cuesta trabajo hacer cosas con las manos, ella se siente llamada a dirigir, controlar y reproducir su capital, más deja al sudor ajeno la obtención de la plusvalía, que es su fuente, su manadero. Esta versión venezolana de la clase media no es uniforme, como en todo lo humano. Hay también, ¿por qué negarlo?, un sector de la burguesía media profesional y del empresariado que se empeñó en avanzar contra corriente, apostando por el trabajo y la reproducción del capital, aunque pronto se convirtieran en victimas de un sistema de depredador que rechaza la existencia de productores y productos reales.
Por aquellos años yo sentía, percibía, y claro que esto es muy subjetivo, una tendencia mayoritaria a crecer dependiendo de la economía de servicio y del petróleo, con la consabida estimulación a la importación y el consumismo, antes que dirigida hacia la exportación diversificada y la racionalidad, que equilibrara la balanza comercial y solidificara la macroeconomía, haciendo posible políticas más humanas y justas de distribución de la riqueza.
Por otro lado, esta misma clase, o sus sectores más sanos y patriotas, estimulaban a la reafirmación de la venezolanidad. En esta posición le acompañaba la mayoría. Solo que recuerdo que la campaña mediática por la reafirmación nacionalista se centraba en la promoción del hábito de consumir arepas, jugar dominó, bolas criollas, arpa, cuatro, maracas y concursos de belleza, estos últimos introducidos y controlados por cubanos emigrados a partir de 1959, muy relacionados con los sectores más conservadores del llamado “exilio tradicional” de Miami.
En algunos lugares, como en Barquisimeto, Estado Lara, vi la recuperación de auténticos valores como la tradición del garrote tocuyano –arte marcial criolla-, la música venezolana de concierto o la promoción de los relatos orales nacidos del pueblo y sus portadores activos, como José Humberto Castillo, El Caimán de Sanare; o en la capital del país la obra del Maestro José A. Abreu en el sistema de orquestas sinfónicas y la narración patriótica desde Rajatabla; o los teatros experimentales y juveniles extendidos por todo el país.
Yo intuía que la burguesía media quería cambios, que los necesitaba para sobrevivir a la avalancha neoliberal, pero sabía que, como clase, temían que la “medicina” podría salírseles de control e incorporar el “daño colateral” de la transformación de una reforma en revolución. Tal cosa tenían que evitarla. Por eso, algunos sectores, celebraron el alzamiento cívico-militar del 4 de febrero de 1992. Hugo Rafael Chávez Frías podía ser el nuevo Marcos Pérez Jiménez en su imaginario. Escogieron mirar a sus sueños y necesidades, renunciando a la realidad. El militar amotinado les dio un aviso que ellos decidieron ignorar: ¡Por ahora!
Ese fue un movimiento breve, de raíces profundas. Chávez le advirtió al pueblo que era nada más que el comienzo, un gesto de anticipación, mostró que no se trataba de una escaramuza de militares descontentos o ambiciosos y que su proyecto no se conformaba con la toma del poder sino que haría temblar al país hasta “la oscura raíz del grito”.
Los sectores populares tuvieron oídos para oír, y ojos para ver. La burguesía vanidosa prefirió narcotizarse e intentar alianzas y compra-ventas. Recuerdo a un ilustrado ancianito que pretendió confundir al comandante, tratando que este, ya en el poder, reafirmara en sus sueños a los sectores de poder económico y se convirtiera en un presidente más, que tratara a su pueblo como carneros o como papagayos de feria. El resultado ya se sabe, el pobre señor optó por mover los hilos en las sombras, discretamente, pues el militar, ahora civil y primer mandatario, sacó su fibra bolivariana y lo mandó a paseo.
Nunca entendí, ni aún hoy, como es posible confundirse de manera tan radical. Hugo Rafael Chávez Frías tiene la virtud de la transparencia. Frente a él, ni siquiera hay que esforzarse en la interpretación de entrelineas, pues no las tiene. Todo en Chávez es claro, hasta en sus excesos y errores, desmesuras y destemplanzas. El presidente es, y lo demás, puras palabras. Es raíz y hombre. Es.
La derecha ve como flaquezas sus puntos invulnerables, la izquierda se desconcierta, pues no está totalmente preparada para entender la cultura popular y el “alma llanera”. El comandante es un salto histórico y una singularidad en las fuerzas progresistas y revolucionarias. Es la anticipación de lo que vendrá.
En estos días Vadell Hermanos Editores ha publicado uno de los documentos más significativos e importantes para entender el “fenómeno Chávez”, uno de esos libros-pórtico, que no debían interesarnos únicamente por lo rara de su propuesta sino porque contiene las claves para entender una realidad y un universo que le supera, que salta de sus páginas y penetra todos los terrenos posibles hasta proporcionarnos una visión de un país, un líder, un pueblo y una realidad concreta.
Si leemos Cuentos del arañero, compilado por los periodistas Orlando Oramas León y Jorge Legañoa Alonso, como una biografía novelada, un libro de memorias o una antología de relatos orales, puede que nos resulte conmovedor y simpático, hasta que sea una experiencia estética imborrable, pero estaremos renunciando a saborear otras porciones tan sustanciosas como estás.
La derecha política, que puede balancearse entre la chabacanería ignorante, el discurso académico inentendible o el reduccionismo, y la izquierda, tan amiga de la retórica clásica o el discurso de barricada, se desconciertan ante el presidente Chávez, que sin dejar de ser un estratega, un pensador, un organizador y un líder, exhibe una obra múltiple en sus recursos y resulta estar en consonancia con el alma de su patria.
El presidente de la República Bolivariana de Venezuela no esconde su humanidad, sino que hace evidente sus raíces, sus horcones fundacionales: la Familia, el Ejército (cuerpo y escuela de lealtades y sacrificios), y la Cultura Popular (tanto material como espiritual, la venezolanidad); todo imbricado de tal manera que entendemos la sustancia de su actuar y sus proyecciones de futuro, sin distorsiones, es decir, directamente, a través de su discurso, de su manera de ser y de estar, de su conducta no verbal, pudiéndose entender de inmediato el ligamen entre el líder y sus bases, entre el proyecto que se gesta en las alturas del poder y el que se viene forjando entre la gente común.
Este proceso de unidad e intercambio ha pasado por diferentes etapas, e incluso ha superado la prueba de fuego de la guerra mediática, paros empresariales, golpe de estado, saboteo parlamentario, desconocimiento de resultados electorales o derrota en las urnas, “güarimba”, abstención, ineficiencias, corrupción, deserciones, conspiraciones, traiciones, asesinatos, importación de paramilitares, la mentira y el doble rasero, así como el intento de sembrar la imagen de un presidente vulgar, autocrático y egocéntrico.
A partir de las más de trescientas emisiones de Aló, Presidente, programa radiotelevisivo en el que Hugo Chávez se comunicaba con la población, estos dos periodistas cubanos fueron descubriendo y entresacando pasajes, fragmentos, en los que el mandatario se refería a su vida personal, y, sorprendentemente, en ellos uno puede descubrir que su trayectoria es la de un ciudadano común, solo que este participa como protagonista en episodios excepcionales de la historia del país, entre otras razones, por su condición y origen de clase, pero evidentemente porque está dotado de una sensibilidad excepcional para leer y vivenciar su historia y la Historia.
En Cuentos del arañero uno puede entender a la Venezuela de los últimos cincuenta años, nada más que siguiendo la vida de este ser humano, nacido en los llanos barinenses, que aprendió a hurgar en sus raíces y encontró modos para que esos lazos se extendieran más allá de su pequeño espacio-tiempo y se imbricaran en la historia bolivariana, que es el relato más fiel de la independencia y la conformación del espíritu de aquella nación.
Este libro, que también se puede encontrar en su versión electrónica en el sitio Cubadebate, constituye un tratado de sabiduría y gracia popular, un resumen de las raíces y la personalidad del llanero y del venezolano, un testimonio, de primera mano, de un hombre que se supo construirse a sí mismo, sabiendo que ese era el modo primero de hacer patria.
Dice Jesús de Nazaret, tan admirado y querido por el presidente, que “de la grandeza del corazón habla la lengua”, y como lo que hoy se lee, en su momento fue dicho y escuchado, podríamos afirmar, sin exageraciones ni extravagancias, que por Hugo Chávez y su grandeza hablan estas palabras. En ellas encontramos además el carácter constructor y revolucionario de la fe cristiana encarnada en las personas y los pueblos, hacemos un paseo por sus “poderes creadores”, o descubrimos una escuela otra para formar hombres de bien que no renuncia a exagerar sobre el tamaño de los caimanes y las culebras, que tiene la manía de rellenar las historias, o vemos a un hombre que se conduele del dolor donde quiera que este brote, o que es capaz de ir formando y forjando almas en medio de un cuerpo castrense a punto de morir, recuperándolo en su verdadera dimensión y papel dentro del concierto nacional, o lo palpamos devolviendo a la paternidad su papel forjador y su capacidad de dar y recibir amor, desde la ternura y la varonía.
Largo sería el comentario si seguimos cada una de los derroteros que nos anuncia y propone Cuentos del arañero. Sirva esta aproximación, mínima, para incitar a su lectura y reafirmar la validez de los saberes populares cuando estos se encarnan en un proyecto de vida encaminado, por elección y vocación, al bien común.
El presidente Hugo Rafael Chávez Frías no necesita de la enfermedad y la muerte para levantar devociones y seguimiento, él fue educado por su pueblo y le regresa su sabiduría y su sabor multiplicados; por eso no nos descubre la empanada, ni la cachapa, ni la arepa, ni el agua de papelón, ni la araña o el dulce de lechoza, no nos pone en la mesa una ayaca de mentiras o hace sonar el joropo para atraer ingenuos y adormecer a los borrachitos en tiempos de elecciones, o se dispone a batir el barro con fines espurios, pues él ya conoce su medida.
Chávez cree en los mismos poderes en los que creía Aquiles Nazoa, que habitan en las casitas de cartón de Alí Primera, o cree en los que entonan cantos de ordeño en la sabana, cuyo cielo exagera el azul, el rojo y el dorado hasta humillar al verde, escondiendo a los misteriosos babos y a los juguetones chigüires, y que acaricia la panza de las bestias y la polaina de los centauros. Él sabe de la paciencia con la que se preña un país hasta verlo convertido en patria bonita.
¡Salud arañero! Bienvenido a la fiesta de la Palabra.
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viernes, 31 de agosto de 2012
Bajo el Árbol de Taparas III
Llueve, afuera llueve, y recuerdo
una tarde caraqueña, junto a Emilio Jorge Rodríguez y Daniel García, mis compañeros de
aventura, caminando por La Candelaria, en medio de una llovizna pertinaz. Éramos
llevados por Mirna, nuestra culta y generosa guía. Mujer que ama a su ciudad y la conoce. También la
sufre. Vemos gentes por todas partes, en el apuro por librarse de la lluvia,
pero no espantados por un acto de violencia, tan comunes en la primer y sucesivas
Caracas que he ido viviendo y reconocido.
Algunas
pensarán que no me pareció agresiva la ciudad porque no me agredieron, y eso
puede ser, también puede ser; pero algo ha cambiado, ahora es una ciudad más
incluyente, más de sus gentes y para ellas. Me gusta pensar que esta urbe en
los próximos años será un modelo de convivencia, un santuario para seres humano diversos y armónicos.
Confieso
que había olvidado que cosa era ser feliz, y allí volví a sentir la felicidad a
chorros, la simple felicidad de despertar y estar vivo. No ocurrió nada
excepcional, nada de esas cosas que reconocemos como motivos para sentirla. Fui
yo, y eso bastó. Me sentí querido, respetado, tomado en cuenta, sentí que me
escuchaban personas a las que era útil y placentera mi palabra. Sólo estábamos
Caracas, la nueva, y yo.
Uno
de los motivos más intensos para esta percepción nació de mi contacto con las
gentes del Barrio 23 de Ene ro, de
mala fama y peor estampa durante mucho tiempo. Ahora empieza a renovarse, y al
conocer su gente hasta yo me remocé.
Aquella
es una comunidad
rebelde, auténtica, constructora y especialmente conciente de su ser, una
colectividad que desde siempre decidió vivir para si. Ideada por la megalomanía
constructiva del último de los tiranos públicos venezolanos, fue ocupada, y
trasformada por su gente. Allí se movieron las luchas guerrilleras de los años
sesenta y las luchas urbanas y obreras que prepararon, que están en la raíz,
del Caracazo contra el neoliberalismo, del
alzamiento del 4 de Febrero y después de la revolución bolivariana, empoderada
desde 1998 hasta hoy, resistiendo güarimbas, golpe de estado, acoso mediático y
quinta columna interna.
En
la Venezuela del Pacto de Punto Fijo, la post-pérezjimenista, la derecha
internacional y sus lideres norteamericanos ensayaron la teoría de la seguridad
nacional, el neoliberalismo en economía, la guerra mediática, el
neocolonialismo político y un lento, cuidadoso y aplastante proyecto de
criminalización de la protesta social, entre otras muchas barbaries, sólo que
en medio de una democracia formal, con elecciones y alternancia de partidos en
el poder. En la Venezuela entre 1958 y 1998 hubo una dictadura tras bambalinas
que en el escenario exhibía el glamour de la meritocracia y el surgimiento de la
cultura “sifrina” y consumista,
aderezada con el mal gusto y la pompa de unos nuevos ricos capaces de
vender su alma a Satanás con tal de mantenerse en el poder. El pueblo y su
miseria se veían porque los cerros crecían y cercaban el valle, pero con no mirarlos
tenían.
Recuerdo
como los políticos en época de campaña electoral repartían antiparasitarios,
cual golosinas, creando una cultura de la necesidad de quitarse periódicamente esos
bichos, como si los pobres fuéramos perros incapaces de contarle nuestros
síntomas a un médico y este ponernos el tratamiento adecuado; además de que no
imaginaron nunca que terminaríamos enterándonos que no existe aún un
antiparasitario universal capaz de matar a tirios y a troyanos indistintamente,
es decir, uno que eliminara a los
cientos de parásitos que nos infestan o que el origen de nuestros males radica
en la pobreza, que es la fuente de donde
mana la enfermedad y la violencia, y no, como nos quisieron hacer creer, que
todo sucedía porque éramos sucios y agresivos por naturaleza, o al menos por
mala administración y peor entrenamiento para dirigir nuestros destinos. Tengo
viva la imagen de un niño de Lara que lloraba pus o la de una mujer que
sangraba durante seis meses sin parar y que aún le faltan otros seis para ser
operada en un hospital público, pues tal era el tamaño de la lista de espera.
Muchos
eran los males que se fueron acumulando y le dieron presión a la caldera social
que terminó explotando en el Caracazo del 89, el mismo que le dio un soberano
puntapié al “inefable” Carlos Andrés
Pérez, de infeliz memoria en la política, pues tiene el
indeseable mérito de haber sido el último de los tiranos ocultos que infestaron
la 4ta. República; pues al presidente
Rafael Caldera, que si bien fue uno de los autores del pacto que le dio origen,
hay que reconocerle el mérito de no haber cedido a la tentación de no reconocer
el triunfo popular en las elecciones que llevaron al Palacio de Miraflores a
Hugo Chávez. El 23 de Ene ro estuvo
en epicentro de esas luchas, y todavía hoy mantiene viva sus células más
combatidas.
Decir
que allí no hay choros y malandros, acumulación de violencia y desorden, es una
manipulación y una mentira, como lo es generalizar y singularizar como
corrupción total a una comunidad viva e intensa. De ella estaremos hablando la
semana próxima, pues posee el árbol de taparas que fue mi paraguas y fuente, el
responsables de mis ojos nuevos.
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Bajo el Árbol de Taparas II
Llegar a Caracas el 22 de junio
fue una odisea; y no exagero. Lestrigones, sirenas, cíclopes y hasta ciertas
amazonas, contemporáneas y urbanas, eso
sí, se presentaron puntuales, más no el avión. Transcurrieron doce horas entre
que el pájaro de lata saliera de La Habana y llegara a su destino. Más valió la pena. Finalmente
estaba allí y a las tres de la mañana la ciudad parecía, a lo lejos, un enorme
árbol de Navidad o más bien de dolor, sufriente, una cruz centellante; pues
detrás de cada bombilla del cerro hay una casa pobre, con sus historias de
penurias y desamparo, que el tiempo
bolivariano ha empezado a cambiar, para bien. Ya se ven las nuevas casas y
a lo lejos flotan despaciosos los vagones de los teleféricos que comunican el
valle con las alturas, siempre populosas y populares.
Atravesar
los “boquerones” e ir reconociendo los sitios y los olores fue lo mismo. Mi
memoria tiene mucho de pansensorial. Recuerdo en ocasiones una textura, otra un
sabor, otra una referencia, una cita erudita, un paisaje… o todas las cosas
juntas. No tengo una especialización o una preferencia sensorial, aprovecho y
disfruto cada estímulo venga de donde venga o sea quien sea. Soy del símbolo y
de la idea. Soy
humano.
Creía
haber olvidado a Venezuela, pero estaba en mí, más que como recuerdos como
segunda patria. Hasta ese momento no sabía que ella era mi casa, o mejor, la
casa de mi madre.
Hay
cosas que no tienen explicación o las tienen todas a un mismo tiempo. Eso
parece ser lo que ocurrió. Me esperaba una cubana gentil y un chofer portugués,
con el que después hiciera otros viajes, y fuimos directo al hotel que ahora se
llama Alba Caracas, y que antes conociera con nombre de cadena gringa. Suerte
que es propiedad del estado venezolano, pues podía encontrarme una sorpresa idéntica
a la que recibí en la SINA habanera, cuando un prepotente e infantil
funcionario me acuso de mentiroso y de otras lindezas para justificar la
decisión de negarme la entrada a los Estados Unidos, país al que no podría
llamar con los mismos adjetivos con los que nombro a Cuba, a Venezuela y a la
noche.
Desde
que vi al país me sentí amado. Y esa es una sensación inconfundible. Quizás sea
la llave que me abrió los ojos y el corazón.
Al
amanecer, los primeros contactos oficiales, y una corrección del rumbo y las
expectativas. Creía que trabajaría con profesionales, especialistas en la
recolección de relatos orales, más aquella era una verdad a medias. Impartiría
talleres de Teoría de la Oralidad a promotores culturales, líderes
comunitarios, escritores, fotógrafos, y gente de otras profesiones o sin ellas,
pero siempre en entornos populares. Después del primer temblor, acepté el reto.
Tendría que ascender al alma y a la inteligencia de la gente sencilla; tendría
que respetarlos, impartiendo absolutamente todos los contenidos que había
planificado, sólo que haciéndome entender, y para ello debería renunciar al
adorno y lo fútil para centrarme en lo esencial.
Muchos
dicen que hay que hacer que el pueblo suba, cuando más bien lo que debemos
hacer es ascender a sus cumbres.
Esta
visión desde regiones transparentes e
intensas, esta de sentarme, con mis instrumentos callados, a escuchar a la
gente sencilla, es la clave que me hizo comprender el por qué Caracas es hoy
una ciudad otra, más amable.
No
negaré que la seguridad ciudadana sigue siendo un problema a resolver en
plenitud o que hay cierto desorden urbano, que va desde esa manía de conducir
los vehículos a fuerza de colocar el morro por delante, aunque se violente el
derecho de vía del otro y hasta el sentido común, o que vuelan desde los
edificios cuanta materia sea posible lanzar, o que la mugre se acumule en un
entorno tan vital como la Esquina del Chorro. A pesar de esas sombras, no se
puede negar que Caracas hoy es una ciudad en construcción, que tiene un proyecto y un futuro,
sedimentado en los últimos trece años de gobierno popular. Ella reafirma su
hidalguía en la misma medida en que su gente se empodera, se organiza y actúa.
Amo
la ciudad y sus gentes, las que conocí en las oficinas del Centro Nacional del
Libro – organismo que promovió mi viaje-, o en los barrios populares como el 23
de Ene ro, La Pastora y Antímano, y
hasta las que no conozco y viven en el norte, el sur, el oeste y hasta en el
este.
Amo
a esa ciudad y si me siguen en los sucesivos relatos terminarán amándola; sólo
que no porque yo la ame, sino porque ella se lo merece.
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Bajo el Árbol de las Taparas I
En 1991, a través de la Unión
de Narradores Orales de Venezuela (UNOES), llegué a Santiago de León de Caracas.
Tuve miedo, mucho miedo. El periódico El
Nacional reseñaba la muerte de una niña en el céntrico Boulevard de Sabana
Grande cuando un malandro, al arrebatarle una cadena – que imitaba al oro, más
no era-, terminó disparatándole en la frente, en medio de la multitud y el
bullicio meridiano de una de las arterias comerciales más concurridas. Para
entonces la ciudad de Simón Bolívar era la más peligrosa de America Latina.
Por
suerte estuve sólo unas horas allí.
Regresando
de Barquisimeto, urbe centrooccidental muy recoleta y pintoresca, me fui a
vivir a la
urbanización Las Mercedes , que aún sigue siendo un sitio
donde vive gente de alta solvencia, y a cada momento el sueño me lo interrumpía
un tiroteo; idéntico al que presenciara una noche, cuando Iván Curiel, el
esposo de mi tía Concha, insistiera en mostrarme el Panteón Nacional. Justo
frente a ese sitio, sagrado para cualquier nuestroamericano
de bien, de un lado la
Policía Metropolitana y del otro una orquesta de choros, se disputaban la zona.
Esas
impresiones iniciales se repitieron por años. No llevo cuenta de las veces que
he estado en aquella, que siempre fue una ciudad sucia y hostil. Subir desde
Parque Central, por la
Avenida México , cruzar el Parque Carabobo, donde está el
Ministerio Público, es decir la Fiscalía, y llegar hasta las Torres del Silencio era
una aventura similar a la de un
explorador del siglo XV que penetrara en territorios habitados por caníbales. A
veces una pequeña curva, un tramo mínimo de calle, podía hacer la diferencia
entre la vida y la
muerte. Salir del antiguo Caracas Hilton, por su amplio
corredor externo, y cruzar hasta el residencial Anáuco, por la placita que
queda frente al Museo de Arte Contemporáneo, era un acto de temeridad sólo
comparable con atreverse a entrar en la jaula de un león hambriento. En ese
tramo cualquier cosa sucedía. Uno no podía ni siquiera ir tranquilo y
confiado hasta La Candelaria, barrio
hermoso, y visitar, en la iglesia del
mismo nombre, la tumba de José Gregorio Hernández , o
atravesar la Avenida
Baralt , cruzar por debajo Puente Llaguno, para llegar hasta
la zona colonial y rendir homenaje al santo venezolano en el sitio donde
falleciera, atropellado por el único automóvil que circulaba entonces por Caracas,
antes de convertirse en la colmena humeante que es hoy.
A
Caracas le tuve miedo siempre, era una ciudad que no se me rendía y que yo no
lograba amar. Más algo pasó esta vez.
En
sucesivas entregas intentaré contarles de los misterios y hermosuras de una
ciudad otra a la que amo, y no sólo porque fue fundada por un Lozada, que según
se cuenta en la mitología familiar, fue quien introdujo mi apellido en esta isla , cuando hizo puerto en Santiago de Cuba , y se
dedicó a reparar sus naves y a cumplir con
el mandato bíblico de “crecer y multiplicarse”, para después zarpar a Tierra
Firme.
Hay
que tener paciencia, porque he aprendido que ustedes, mis queridos lectores en
la Red, prefieren la brevedad y la síntesis. Así que no encontrando otro modo de ser
“mínimo”, me decido por ir contando las historias en brevísimas partes. ¡Que
así sea, y nos encontraremos en cualquier esquina de Caracas! Me gusta la
Esquina del Chorro o la de Pajaritos, pero esa es harina de otro costal.
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El monte: resumen de historias
1.
No
pudiendo consignar todo lo que escuchó y oteó la Cabrera en su obra magna
intentaremos ir reproduciendo, pasito a paso, algunas de las historias de El Monte ,
porque - ya lo sabemos- en ellas están las esencias y los saberes de esos
pueblos ágrafos que emplearon una lógica simbólica como instrumento de cohesión
y de saber, y que a través de ellas, la autora logra construir uno de sus
textos más resonantes, cuyos ecos están hoy por estudiar a profundidad.
Aunque
fundamentalmente nos centraremos en los relatos sagrados, comenzaremos hoy
consignando dos sucesos que, aunque tienen que ver con lo religioso, la autora
nos lo presenta desde el humor, cosa tan poco frecuente en la cultura europea,
donde sólo ríe el pueblo o el diablo y la corte de pecadores, y a los
intelectuales y los santos les toca el
fardo de lo trágico, tornándose este muchas veces melodramático o ciertamente envarado. El pensamiento africano
es de otro orden, como sucede con las culturas amerindias, donde ciertamente la
risa, el humor, lo celebratorio, juegan un papel central, y por lo tanto sagrado.
Las
historias serán tomadas directamente de la edición de 1989 de la Editorial Letras
Cubanas , así que la paginación corresponde a ella.
Hablando
de la “posesión”, de la “bajada del santo”, cuenta la Cabrera sobre María G:
“… que se hallaba en la
habitación de una casa de huéspedes, recién llegada de pueblo. No conocía a
nadie en La Habana. No
se hubiera atrevido a andar sola por las calles de la ciudad. El marido salió
a comprar cigarros en algún café cercano, y al volver no la encontró. En su corta
ausencia, María, por primera vez, había “caído en santo”, y el santo la había
llevado a un toque en honor de la virgen de Regla – Yemayá-, su orisha, en una
casa distante de la
posada. Una hora después, un negrito llegó a avisarle a su
marido “de parte de Yemayá”, que fuese a buscar a su mujer a un tambor que
estaba celebrando en la
calle de Figuras , adonde la santa “subida” la había llevado.”
pág. 45
Unas
páginas más abajo, en la 54, aparece está simpática escena digna de La
Tremenda Corte , pero cuyos protagonistas son además de
policías, santeros y orishas:
“ “La guardia entró en una casa
de santo. Yeya Menocal – santera
famosa por el año 1890-, con Yemayá; Charito, con Oyá, y otra morena que
montaba Changó. La pareja cargó con todos los santos subidos para el precinto.
Y allá fueron todos, jaraneando en su habla, sin darle ninguna importancia…
¡Cómo que eran santos de verdad! La primera que entró en el precinto, entró
bailando. Era el teniente Francisco Pacheco. Yemayá, bailando y saludando,
“!Okuó yumá!”Les preguntaban sus nombres: “!Yánsa jekuá jei! ¡Alafia kisieco!!
Enseguida los dejaron en paz.” ¡Qué se larguen de aquí estos morenos!! ¡Lákue
lákua boni!” – dijo Yemayá, dando las gracias. Y el teniente Pacheco: “! Está
bien, está bien; no te entiendo, pero acábate de ir! ¡Pronto, ahuequen todos el
ala!”
En
las próximas semanas nos iremos aproximando a otros territorios, a otras formas
del relato, por lo que prometemos desde ya una sigilosa y desproporcionada
aventura.
2.
Una
de las personas a las que ella logró aproximarse, y que le contaron mucho de lo
que se dice en su manigua, es “nuestra buena Omí-Tomí”. Ella será quien cuenta
el relato que copiaremos a continuación:
“Pronto
salió embarazada y en mala hora. Nadie ignora que el niño que nace con diente
será brujo; que los que van a ser zahoríes lloran en el vientre de su madre, y
que de este don se les priva callándolos. La criatura que ella llevaba en las
entrañas lloró a los finales del embarazo estando presente su amiga y vecina, y
esta la calló; volvió a llorar y, de nuevo, imperiosamente, le impuso silencio.
Pero Omí-Tomí ni siquiera sabía que un zahorí lloraba en el claustro materno,
ni que toda mujer embarazada debe tomar ciertas precauciones para que no se
malogre la criatura: ella, que era hija legítima de Yemayá – de la mayor de las
Yemayá, de Olukun-, hubiera debido ceñirse el vientre con una faja azul y siete
reales de plata. Le faltó también, a la hora del parto, por olvido intencional
de la vecina, la estampa o la cabeza modelada en cera de San Ramón Nonato – un
Obbatalá que ayuda a las parturientas, blancas o negras, ricas o pobres, y de
la que nunca se prescindía, ni se prescinde, todavía entre las gentes del
pueblo, en los partos laboriosos. (Se reza la oración, se vuelve la estampa al
revés y se le enciende una vela, o bien se les pone a San Ramón sobre el
vientre.) Y a propósito de San Ramón… Un gobernador de la isla , el general Martínez Campos, de grata memoria,
estuvo a punto de hacerle la competencia a este santo convirtiéndose en nuevo
protector de las parturientas. A una mujer que difícilmente daría a luz una
noche, le trajeron por equivocación un retrato de este general. La mujer pudo expulsar
la criatura casi inmediatamente después de tener la imagen milagrosa sobre el
vientre. Descubierto el error, pasado aquel momento angustioso, se consideró,
con muy buen juicio, en vista de un resultado tan rápido y satisfactorio, que
tan útil en estos trances podía ser Martínez Campos como San Ramón Nonato; y el
retrato del gobernador hizo con éxito las veces de santo partero en muchos
casos, solicitado por cuantos se enteraron de su virtud. Acabó en poder de una
recibidora que lo llevaba con ella a dondequiera que prestaba sus servicios.”
Pág. 59
Esta
sola historia vale por un tratado sobre teoría de la Oralidad y es capaz de
generar varios textos de etnología y folclore. Pero esa es harina de otro
costal.
3.
Aquí
vamos reproducir una fabula que los santeros suelen narrar sobre “los beneficios que reportan en los
hogares” la presencia de animales:
“Un
hombre, padre de numerosa familia, era dueño de muchos animales que convivían
dentro de la casa con él y sus hijos. Como no es raro que suceda entre ciertos
individuos, y más de lo que ordinariamente se supone, este hombre entendía
perfectamente el lenguaje de sus animales. Por esto, al enfermar gravemente su
mujer, mientras todos los de la familia desesperaban de salvarla y ya daban a
sus llantos rienda suelta, nuestro buen hombre permanecía tan tranquilo como de
costumbre. Había oído al gato decirle al perro: - - La mujer de nuestro amo
está muy mala y va a morir. Dejémonos de retozos y correrías. No me muerdas,
porque no pienso arañarte.
Y
oyó al kikirikí, interviniendo en el diálogo, responderles lanzando una
carcajada: Bah, la mujer del amo, por muy mal que se encuentre, de esta no
morirá. No hay que ser cobardes y defenderla cuando venga Ikú…
Todos
los animales le temen a la Ikú; su visita –porque son clarividentes- les
horripila. Al cabo de unos días, durante los cuales la enferma empeoraba
gradualmente, la muerte, en efecto, llegó a buscarla. Al verla penetrar en la
casa bajo el aspecto de un esqueleto, todos los animales empavorecieron; pero,
cada uno en su idioma, expresó su terror en el tono más estridente. La Ikú,
adelantando un pie, vaciló, aturdida por aquella algarabía. El kikirikí,
atrevido y lleno de coraje, mientras los demás animales retrocedían sin cesar
en sus alaridos, salió a su encuentro y saltó decididamente sobre ella. En sus
revuelos, dejó prendida una pluma entre las coyunturas del brazo del esqueleto,
que al ver aquella cosa extraña que brotaba de sus huesos, se asustó y echó a
correr puertas afuera huyendo, no del kikirikí, cada vez más envalentonado,
sino de la pluma que la seguía en su fuga, y de la que, por más que corría, no
atinaba a librarse, en su azoramiento”.
Aunque
esta visita a El Monte no pretende
entrar en asuntos exegéticos o hacer una edición anotada y comentada del libro,
quisiera hacerles notar que en el relato, ya cubanísimo, se nota la huella de
nuestro imaginario, pues Ikú, en el mundo yoruba es macho, y aquí aparece según
la imagen europea, en la que la Muerte es mujer y calavera, tal como la asumimos
nosotros hasta hoy, por mucha ciencia y conciencia que nos arrope y
cobije. Ver y creer.
4.
La Cabrera cuenta una historia
que le narró Oddeddei:
“Un día que regañaba a una mujer
que había arrojado de la casa, a escobazos, a una gallina, le oí relatar esta
historia, que tenía por verdadera, y que sin duda hizo impresión en su oyente:
- Fue una mujer a la plaza a
comprar un pollo: “Quiero un pollo barato. ¿Real y medio? ¡Es muy caro! – y
después de mucho regatear, le dieron un pollito chiquito. “vaya, llévelo en un
real…” Lo compró. Tenía un patio grande. Pero como el pollo era demasiado
chiquito y flaco, lo despreció y lo echó fuera, al placer, donde había muchos
matojos. No se ocupó más de él. Por ahí anduvo pedio el pollito, picando esta
yerbita y esta otra, comiendo los bichitos que hallaba, y con el tiempo y su
buena estrella, se volvió gallina gorda y conoció gallo. Y puso huevos, y sacó
tres pollos, y un día que venía la gallina, ufana con sus tres pollones, la
mujer la vio. “!caramba, si esa gallina es mía!” – y fue a echarle mano, pero
la gallina se escapó. Mandó a su hija a que la recogiese y la gallina se pone a
hablar. La niña va donde su madre y le dice: “Yo no cojo a esa gallina. Esta
hablando como negra vieja” Va la madre, se acerca, y le dice a la gallina: “!
Siga su camino, atrevida!”.
“Figúrese usté! La mujer manda a
buscar al babalawo. El babalawo fue al placer, y ahora la gallina saca un
canto (que no anoté), y el babalawo lo
oye y le dice a la mujer: “La gallina me explicó que cuando usté la compró,
venía contenta a su casa para ayudarla, pero usté la botó: que nunca salió del
placer para echarle ni un grano de maíz. Que ahora ella tiene hijos, que está
feliz en el placer, que no quiere nada de usté y que se va con sus hijos.”
“La mujer dijo: “Esa es la pura
verdad. Pero es que estaba muy flaca y muy chiquita” – Y la gallina le
contestó: “ Esa no es una razón. Cuando usté va a la plaza y quiere gallina
gorda, páguela. Si no, cómprela flaca y engórdela.”
“En África nunca se bota un animal.
Usté se atrae con eso la desgracia: y déjese de darle más escobazos a esa
gallina, que le dará que sentir…”. Pág. 73
La semana que viene les
presentaré otra versión de esta misma historia, pues la base de la oralidad son
las versiones, en ella está su fundamento y su sobrevivencia. Más que hablar de
tradiciones, cuando se trata de lo oral, es mejor apelar al concepto de
versión, que es un vivo y actuante, que no tiene esa consistencia pétrea,
rígida, que entraña el concepto de Tradición.
5.
En
algunos pasajes de El Monte Lydia Cabrera nos permite reír con
verdadera gozo.
En
los encuentros con sus informantes estos no sólo contaban historias sagradas
sino que sucesos hilarantes o incluso las primeras podían tener algún elemento
cómico. Vaya por esta vez un ejemplo:
“La
procedencia de esta historia podría no merecernos mucha confianza. A quien me
la contó, le oí narrar una vez, en una de las tertulias de Omí.-Tomí y de
Oddedei, que siendo cocinero de un antiguo título habanero, perdió su bien remunerado
empleo por haber confeccionado tan de prisa un pastel de pollo, que al partirlo
su amo, el marqués, que tenía invitados a su mesa aquella noche, el pollo salió
vivo, piando, alteando y volcando las copas de agua y de vino, asustando mucho
a las señoras que se hallaban presentes, “que no sabían si desmayarse de
sorpresa”. Dos de las viejas, asiduas a estas tertulias que animaba Calazán, se
indignaron. “! Eso es mentira!: “¿Mentira? Retire esa palabra… ¡Yo nunca digo
una mentira, en mi vida!” Y a ese tenor, la discusión se avinagró seriamente;
tuve que contener la risa y hacerles a las viejas unas señas suplicantes de que
se callasen. Yo, al menos, fingí que no dudaba de su veracidad.” (Pág. 81)
Visto
este fragmento podemos entrar a señalarles otra de las artistas importantes de
la obra de la Cabrera: en ella no sólo se encuentran joyas del saber de las
religiones afrocubanas, sino que de la oralidad cubana. Esta historia que
citamos aquí nos adentra en un tipo de cuento y de cuentero popular, el llamado
cuento del yo mentiroso, tan común en
toda Iberoamérica, en el que por excepción, pues el cuentero popular
generalmente cuenta en tercera persona, se asume el punto de vista del narrador protagonista, que cuenta en
primera persona, y la historia asume los ropajes de la anécdota; recurso que
hace crecer el efecto hilarante al aparecer un elemento fantástico como tomado
de la realidad. El
cuentero se asume como protagonista y a través de la exageración y el ridículo
llega hasta el reino de lo cómico, arrastrando hasta él también a su público.
La semana
próxima este mismo informante de nuestra autora, dando un giro a su relato, nos
presentará un cuento de aparecidos. Así que los esperamos.
6.
Veamos que aparece en la página
81 de la edición de El Monte de 1989
realizada por la
Editorial Letras Cubanas :
“
Pues bien, cuenta este viejo, y si se piensa una vez más en la
autopersuación del negro, puede haber sido cierto – y si non é vero é ben trovato-, que una comadre suya vivía en un
solar que se llamaba de los Aparecidos, porque en cuanto anochecía, se veían
allí muchos fantasmas y se oían muchos ruidos. La comadre “era aficionada a
hablarles a los muertos”, y una noche que, urgida por una necesidad
inaplazable, tuvo que ir al fondo del patio, de regreso a su habitación oyó una
voz que le dijo así: “A ver si me das algo”, “ Hombre, sí, yo te daré algo si
tú también te comprometes a darme algo a mí –contestó la negra-. Treinta
misas gregorianas, porque estoy en pena.” “Bien; dando y dando.” “ Pues busca
ahí, debajo de esa losa floja, lo prometido”.
La negra levantó una losa que
halló, desprendida, próxima a sus pies, y encontró real y medio y un poco de
ceniza. No sintiéndose obligada a pagarle las misas de San Gregorio, por tan
pícaro proceder sufrió, sin embargo, durante meses, la persecución de la astuta
ánima en pena. En cuanto salía al patio, apenas se quedaba sola, en sueños, y
por último, a todas horas, escuchaba la voz gangosa del muerto reclamándole:
“¿Y mi misa? ¡ Mi misa!” Y a cambio de aquel real y medio, la mujer trabajó
durante meses y meses como una negra, para costear hasta la última de aquellas
misas gregorianas que el bribón del muerto le recordaba sin cesar. “ Yo la
ayudé con un doblón. Especifica mi amigo-, y todos los del cabildo la ayudaron
como pudieron.”
El lector, advertido de qué
fuente procede el relato, queda en libertad, como siempre, de creer lo que
mejor le parezca. Por mi parte, me inclino a aceptarlo como verídico, pues soy
testigo de otros hechos que parecerán tanto más o igualmente inverosímiles”
Ante
el relato oral no vale preguntarse sobre la verdad o la mentira de lo narrado.
Al crear un tiempo y un espacio fabular, cocreación del narrador y su público,
los implicados aceptan el pacto y todo empieza a funcionar a partir de las
leyes que el propio relato estable. Algunos llegan a plantear que el cuento
oral provoca “la suspensión temporal de la realidad”, pero a mi esa afirmación
no me parece exacto pues, según mi parecer, el contenido de la realidad en la
historia oral es otro, tan real y cierto, como el de la realidad real, es
decir, esa otra realidad sujeta a la camisa de fuerza del espacio concreto y
del tiempo cronológico.
Creer
o no creer no es importante en el cuento, y lo que hemos leído hoy no es más
que eso, un cuento popular, cuyas versiones o variantes se repiten en lugares y
culturas muy diversas. Hoy estuvimos delante de un cuento de aparecidos. ¿ Y a quién de nosotros no se le ha puesto la
piel de gallina alguna vez cuando, en medio de una narración de estas, una
puerta chirrea o un vientecillo fino se nos ha colado por la espalda? ¡A
temblar que no hay de otras! Uhhhhhhhhhhhhhhhhhh
7.
Transcribiremos una curiosa
persecución de un “espíritu” a la vecina de un solar habanero. Esta historia es
simpática, y tiene algo de policíaco mezclado con terror. Así son los géneros
populares:
…cuenta ese viejo, y si se piensa
una vez más en la autopercepción dl negro, puede haber sido cierto – y si non é vero é ben trovato-, que una
comadre suya vivía en un solar que se llamaba de los Aparecidos, porque en
cuanto anochecía, s veían allí muchos fantasmas y se oían muchos ruidos. La
comadre era aficionada a “hablarle a los muertos”, y una noche que, urgida por
necesidad inaplazable, tuvo que ir al fondo del patio, de regreso a su
habitación oyó una voz que le dijo así: “A ver si me das algo”, “Hombre, sí; yo
te daré algo si tú también te comprometes a darme algo a mí – contestó la negra-”. Treinta
misas gregorianas, porque estoy en pena””Bien: dando y dando” “Pues busca ahí, debajo
de esa losa floja, lo prometido”.
La negra levantó una loza que
halló, desprendida, próxima a sus pies, y encontró real y medio y un poco de
ceniza. No sintiéndose obligada a pagarle las misas de San Gregorio, por tan
pícaro proceder sufrió, sin embargo, durante meses, la persecución de la astuta
ánima en pena En cuanto salía al patio, apenas se quedaba sola, en sueños, y
por último, a todas horas, escuchaba la voz gangosa del muerto reclamándole: “
¿Y mi misa? ¡Mi misa! Y a cambio de aquel real y medio, la mujer trabajó
durante meses y meses como una negra, para costear hasta la última de aquellas
misas gregorianas que el bribón del muerto le recordaba sin cesar.”Hasta aquí
el Monte.
“Toma chocolate y paga lo que
debes”, parecía cantar el fantasma. Y recuerden ir al libro y leerlo, que no
hay de otras.
8.
Una historia de violencia contra
la mujer les colocaré en esta visita a El Monte – que será la última por ahora-. Es, hasta
cierto punto simpática, una narración simpática, donde una muerta resuelve un
problema terrible. Veamos:
“José D. era un hombre de luces –
aunque el alcohol, a veces. Se las enturbiase-: no creía en apariciones. Al morir cierta iyalocha, fue
a su tendido en el cabildo de Santa Bárbara, porque era madrina – iyabbuonna u
oyúbbona- de su mujer.
Cuando una iyalocha o una
babalocha mueren, sus colegas se reúnen en torno al féretro para cantarles a
las dieciséis Orishas y al desaparecido, “para pedir al santo”, una hora antes,
poco más o menos, de llevarlo a enterrar. Por último se le canta a Oyá, la
dueña del cementerio, y luego al santo principal, al padre, al ángel del
santero muerto. Es la hora más solemne, la de los ataques, en que suben de tono
estos últimos cantos con que “se sacan los pies del cabildo” al consagrado en
Ocha. Así se llama esta ceremonia_ “Sacar los pies del muerto”.
Cuando la iyalocha, a la cabecera
del ataúd, se desploma desfallecida en brazos de otra iyalocha al terminar el
último canto: cuando los que dirigen la ceremonia, arrojando el agua que “lleva
fresco a la casa santa”, gritaban: “! Abran!”, para que la concurrencia dejase
libre la puerta y tuviese cuidado de no impedir el paso a los espíritus y de
evitarlos, José vio a la muerta sentada encima de la caja. Ya habían colocado
el féretro en el carro fúnebre, y osé volvió a verla de pie en mitad de la
puerta abierta de par en par del cabildo, la cabeza envuelta en un pañuelo
morado, riendo satisfecha.
Esta aparición tuvo muy felices
consecuencias. José, como hemos dicho, era aficionado a la bebida, y cada vez
que empinaba el codo más de lo debido, no le ahorraba a su mujer chichones ni
cardenales. Después del velorio de la iyalocha, bastaba con que ella, el gesto
dramático e hincándose de rodillas, lo amenazaba con invocar el alma de su
madrina para que José se convirtiera en una seda .
Tenía temor de aquella santera muerta que había visto, con sus propios ojos y
en pleno juicio, asistir a su propio entierro”.Pág. 88
Poco importa el remedio, si la
enfermedad se cura. La cosa es que por la vía que sea, ese pobre hombre dejó de
golpear a su mujer, y créanme que era un pobre hombre, porque no hay mayor
miseria.
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