viernes, 31 de agosto de 2012

Bajo el Árbol de las Taparas I


En 1991, a través de la Unión de Narradores Orales de Venezuela (UNOES), llegué a Santiago de León de Caracas. Tuve miedo, mucho miedo. El periódico El Nacional reseñaba la muerte de una niña en el céntrico Boulevard de Sabana Grande cuando un malandro, al arrebatarle una cadena – que imitaba al oro, más no era-, terminó disparatándole en la frente, en medio de la multitud y el bullicio meridiano de una de las arterias comerciales más concurridas. Para entonces la ciudad de Simón Bolívar era la más peligrosa de America Latina.
            Por suerte estuve sólo unas horas allí.
            Regresando de Barquisimeto, urbe centrooccidental muy recoleta y pintoresca, me fui a vivir a la urbanización Las Mercedes, que aún sigue siendo un sitio donde vive gente de alta solvencia, y a cada momento el sueño me lo interrumpía un tiroteo; idéntico al que presenciara una noche, cuando Iván Curiel, el esposo de mi tía Concha, insistiera en mostrarme el Panteón Nacional. Justo frente a ese sitio, sagrado para cualquier nuestroamericano de bien, de un lado la Policía Metropolitana y del otro una orquesta de choros, se disputaban la zona.
            Esas impresiones iniciales se repitieron por años. No llevo cuenta de las veces que he estado en aquella, que siempre fue una ciudad sucia y hostil. Subir desde Parque Central, por la Avenida México, cruzar el Parque Carabobo, donde está el Ministerio Público, es decir la Fiscalía,  y llegar hasta las Torres del Silencio era una  aventura similar a la de un explorador del siglo XV que penetrara en territorios habitados por caníbales. A veces una pequeña curva, un tramo mínimo de calle, podía hacer la diferencia entre la vida y la muerte. Salir del antiguo Caracas Hilton, por su amplio corredor externo, y cruzar hasta el residencial Anáuco, por la placita que queda frente al Museo de Arte Contemporáneo, era un acto de temeridad sólo comparable con atreverse a entrar en la jaula de un león hambriento. En ese tramo cualquier cosa sucedía. Uno no podía ni siquiera ir tranquilo y confiado  hasta La Candelaria, barrio hermoso, y visitar, en la iglesia del   mismo nombre, la tumba de José Gregorio Hernández, o atravesar la Avenida Baralt, cruzar por debajo Puente Llaguno, para llegar hasta la zona colonial y rendir homenaje al santo venezolano en el sitio donde falleciera, atropellado por el único automóvil que circulaba entonces por Caracas, antes de convertirse en la colmena humeante que es hoy.
            A Caracas le tuve miedo siempre, era una ciudad que no se me rendía y que yo no lograba amar. Más algo pasó esta vez.
            En sucesivas entregas intentaré contarles de los misterios y hermosuras de una ciudad otra a la que amo, y no sólo porque fue fundada por un Lozada, que según se cuenta en la mitología familiar, fue quien introdujo mi apellido en esta isla, cuando hizo puerto en Santiago de Cuba, y se dedicó  a reparar sus naves y a cumplir con el mandato bíblico de “crecer y multiplicarse”, para después zarpar a Tierra Firme.
            Hay que tener paciencia, porque he aprendido que ustedes, mis queridos lectores en la Red, prefieren la brevedad y la síntesis. Así que no encontrando otro modo de ser “mínimo”, me decido por ir contando las historias en brevísimas partes. ¡Que así sea, y nos encontraremos en cualquier esquina de Caracas! Me gusta la Esquina del Chorro o la de Pajaritos, pero esa es harina de otro costal.

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