sábado, 27 de octubre de 2012

Bajo un árbol de taparas X (final)

Estoy cerrando un ciclo venezolano bajo el signo y la protección del Árbol de Taparas que crece en el barrio 23 de Enero de Caracas, y no de otro, que pudiera nacer y crecer en aquella tierra de basto señorío. Ese arbusto, el verde y el oro de sus hojas, su voluntad de estar y de ser, la fidelidad a la sombra y al fruto por venir, marcó mi descubrimiento de un territorio en toda su intensidad y dimensión maternal. Uno usa palabras y en ocasiones ignora que cada una de ellas tiene peso, historia, resonancia, y que cuando decimos, por ejemplo, “patria” seguramente estamos indicando la condición masculina y potente, cuando lo queremos es hablar del útero, la caverna, el seno, las aguas primigenias, que son esencialmente femeninas. Queremos, entonces, hablar de la matria. Aquel árbol, ese, en medio de un barrio bravo y pobre, fue la puerta de entrada al misterio genitivo de un país al que creí conocer, más ignoraba. Su condición femenina me enamoró y pude verlo con ojos resucitados, gloriosos. Más que llanero, más que güaro, más que cubano-venezolano, que fueron mis razones iniciales, ahora me siento ínsula engendrada en la raíz, en el extremo pivotante, de un arbusto que parece infértil, pues no hay huellas de sus frutos, ni nadie los menciona, pero que todos saben fue trasplantado desde el Paraíso hasta aquella tierra, fundada no del barro y la costilla sino por la sangre, el sudor y los sueños. Razones, sin razones, conectan a esa planta con el rectángulo de San Juan de Dios, en Puerto Príncipe, Camagüey; y de allí arranca mí avatar entre las aguas del Tínima y del Hatibonico, hasta ser arrancado, de entre las malanguetas orilleras, para luego consagrarme, en pobreza, ante la imagen de una Virgen sola que contempla el grito de su hijo en otro árbol, invertido. Soy el fruto, el vástago del árbol del 23 de enero. Este es mi homenaje a su maternidad. Esta mi gratitud por su ofrecimiento. Esta mi brevedad y silencio ante una Venezuela matria, árbol y destino. Así sea.

Bajo un árbol de taparas IX

Maracaibo está refrigerada. Ni los aires del Lago de Venezuela logran poner coto al bochorno ni límite a la estrella que está al centro de nuestro sistema, esa misma que acompaña sus apelativos, pues para sus habitantes la suya es “la ciudad del Sol amada”. ¡Hay amores que matan!, diríamos por aquí, acostumbrados a humores más temperados, más cálidos, gracias a la Corriente del Golfo, a las aguas del Atlántico, a la situación más al norte o a la protección del arco de las Antillas Menores, que hacen de Cuba un país de temperaturas amables; aunque por estos días necesitemos artefactos eléctricos que se desplacen con “bamboleo frenético”, como los que abundan por allá. Supondrán que estoy al final de mi estancia venezolana. Llegamos hasta el Zulia, Emilio Jorge Rodríguez – especialista en literatura caribeña de reconocimiento internacional-, Daniel García – editor de engrosado palmarés- y yo. Si sumamos al calor, podría decirse que constituíamos una suerte de tres mosqueteros, que como saben eran cuatro. Las aventuras en los días en que participamos en la Feria Internacional de Libro (sede Maracaibo), en julio de 2012, no llegan ni siquiera a la de la joya real que había que devolver a París, cruzando el Estrecho de la Mancha y burlando a los espías del Cardenal Richelieu, pero si a alguna de las pedestres diversiones de los personajes creados por Alexandre Dumas. En el Centro Cultural Lía Bermúdez, sede de privilegio, todo estaba listo. Aquel es un lugar funcional, bien dispuesto, con una engañosa fachada neoclásica que esconde una estructura metálica, diseñada con buen gusto. Maracaibo, a diferencia de Caracas, es una urbe armoniosa, menos brutal en sus construcciones, equitativamente dispuesta, y con tanta solvencia y prosapia como la capital del país, pero quizás diseñada con mejor gusto; pero esa es harina de otro costal, peliaguda y discutible, que no me atreveré a demostrar aquí pues provocaré a los caraqueños, que ya sabemos son gente extensa e intensa en sus pasiones. El Gobierno Bolivariano apuesta fuerte por la Cultura. No sólo en las Librerías del Sur o en los puestos de venta de entidades estatales uno pudo encontrar en la FIL libros que van desde un precio muy por debajo de su costo de producción hasta los importados según la tasa de cambio oficial del dólar, que hace que su valor de venta sea asequible o muy por debajo de lo que costarían en otros sitios. Textos académicos o de entretenimiento de factura europea o latinoamericana podían ser adquiridos, y de hecho se vendían. Una multitud deambulaba por los amplios pasillos buscando lo más cercano a su afición, posibilidades o necesidad. Área lúdica y de actividades para niños, programación artística local y programa académico completaban la estrategia de promoción a la lectura de la feria. Pues este evento no es una trampa para atrapar compradores de libros o lectores ingenuos sino un instrumento para el disfrute y el crecimiento popular. Quizás para buscar estrategias de promoción continental, dentro de MERCOSUR o del ALBA, se podría pensar en convertir la FIL, en todas sus sedes, también como un espacio de negociación de derechos de autor, de coedición, de distribución, de intercambio. De lo contrario, ¿cómo un cubano, un chileno, un ecuatoriano, un costarricense o cualquier persona del mundo que lea en castellano podrá disfrutar, por ejemplo, de Sin decí una garra´e mentira (cuentos orales) donde se goza parte de la sabiduría de José Humberto Castillo, El Caimán de Sanare, quien fuera uno de los Dueños de la Palabra de Nuestra América? Hay que pensar en un mercado solidario y común del libro, en un sistema de compensación intelectual y de la estructuración de una industria cultural complementaria de alcance tercermundista, y Venezuela puede ser la puerta y el motor. Tiene potencial, vocación y tradición. Cuando uno revisa las colecciones de la Editorial Monte Ávila - es sólo un ejemplo- se puede encontrar de lo mejor y más avanzado del pensamiento internacional, o cuando se estudia la Fundación Biblioteca Ayacucho, fundamentalmente histórica; usted presiente que si esas aguas son derramadas e inundan “otro gallo va a cantar” en el espacio de la construcción de un nuevo modelo civilizatorio. Sólo hay que abrir las compuertas. Pongamos un ejemplo, la Editorial Tablas-Alarcos de Cuba inauguró hace cuatro años la Colección Oralia, dedicada a Teoría de la Oralidad y la Narración oral contemporánea, y cuenta ya con cuatro libros en fase de artes finales y otros tantos en preparación, pues sus autores cedieron sus derechos a favor de un proyecto educativo, sin fines de lucro, pero no encuentra presupuesto para la impresión o hay problemas con la existencia de papel o capacidades en las imprentas cubanas. Solo un único texto puede ser hojeado, saboreado: Celebración del Lenguaje de Adolfo Colombres, un verdadero clásico, dicho sea de paso y con justicia. ¿Qué tal si Tablas pasa los libros al CENAL y este los imprime en alguna de las editoriales de su sistema, y luego los distribuye por el mundo mediante la venta o el trueque de libros por otros libros?, ¿qué tal si contribuimos a crear conciencia sobre las artes de la palabra viva, como patrimonio de nuestros pueblos, a través de textos que contribuyan a completar el proceso de alfabetización con un sistema de oralización? No nos cansamos de repetir que no basta con enseñar a leer y a escribir sino aprendemos a valorar y construir nuestros propios relatos orales. Decimos por estos lados que “una mano lava la otra y las dos lavan la cara”; entonces ¿por qué no imprimir libros como si fuéramos parte de una cooperativa, sólo que está de carácter latinoamericano y caribeño? De paso estaríamos haciendo un aporte teórico-practico al cooperativismo como forma de socialización del capital y como estructura liberadora. Nos saldríamos de los mecanismos deshumanizadores del mercado y los sustituiríamos por la instauración de un sistema de intercambios según la capacidad y la necesidad de cada cual, que tenga en cuenta las asimetrías y desigualdades, las fortalezas y las debilidades colectivas. Soñar no cuesta, en ejercer este poder y cambiar nos va la vida. Parece justo establecer sistemas para intercambiar bienes materiales y servicios, pero es hora ya de hacer lo mismo con los patrimonios intangibles, con los imaginarios, con lo simbólico, con lo que no se ve pero que está ahí y nos hizo humanos, al igual que el andar bípedo, la ingestión de proteínas animales, el uso de herramientas, la agricultura, y las tecnologías. Volviendo a la FIL, quizás el programa teórico se vio afectado, en su mayoría, por una asistencia discreta o nula. Y esto se debió, en primer lugar, a una estrategia equivocada de promoción, pero fundamentalmente por el ninguneo de las autoridades locales al evento, cosa que impidió que la información llegara de manera efectiva y oportuna hasta colegios, institutos, universidades, casas de cultura, proyectos comunitarios que allí tienen su sede y prestigio. Una gobernación opositora debería de administrar y colegiar con todos, y para todos, y no sólo poner énfasis en trabar o frenar lo positivo que viene del otro extremo del espectro solo porque la iniciativa no la tomaron primero ellos. Hay ejemplos en ese país de convivencia civilizada; este mismo año, la presidenta del CENAL y de la Fundación Librerías del Sur, Cristian Valle, fue hasta la instalación y visitó la Feria del Libro del Municipio Baruta, en el Estado Miranda, bastión de Primero Justicia, partido en las antípodas del chavismo o hay cooperación entre ese organismo y el Banco del Libro, que es una institución de carácter privado pero que trabaja a favor de la lectura y de la infancia. Nunca vimos al gobernador zuliano sino en los pendones donde hace propaganda electoral, ni a nadie de su tren ejecutivo; incluso, el área pública, el boulevard que se encuentra al fondo del centro ferial, tuvo que ser adecentado por los trabajadores de Centro Nacional del Libro, venidos de Caracas y algunos de ellos con altos cargos ejecutivos, en compañía de agentes locales cercanos al proyecto bolivariano, con tal de no celebrar el acto de instalación entre la mugre. ¿Era tan difícil convertir a la Cultura en un espacio de concertación, dialogo y crecimiento? ¿Era imposible compartir proyectos de beneficio común? La oposición venezolana enfoca su meta y su propuesta en la caída, por cualquier vía, del presidente Hugo Chávez como paso previo a la restauración del antiguo régimen. El 7 de Octubre del 2012, y otras tantas ocasiones anteriores, deberían servir para que no siga tropezando con la misma piedra, que no es solo es roja, ni única, sino que se expresa fundamentalmente en su incapacidad selectiva de “leer y pensar” el nuevo país que se ha levantado y está, imbatible e incontestable, frente a su nariz. Y esas son rocas de todos los tamaños: la clase media resucitó y está actuando, la anarquía y la apatía política se transformó en conciencia política participativa y organizada; aumentaron los espacios comunitarios y solidarios; el chovinismo, que disfrazaba cierto complejo de inferioridad, fue sustituido por una venezolanismo insertado en un proyecto de carácter global; el país comenzó a ser un referente en el plano de las ideas y en el diseño táctico-estratégico tendente a crear un nuevo modelo de relación entre estados y pueblos, dejando atrás su condición de país-petróleo perteneciente al traspatio norteamericano, etc. Si hoy algo orbita en Venezuela son sus satélites, tecnología diseñada en común con los chinos, y que quiebra uno de los ejes centrales del poder imperial basado en la concentración de las fuentes de la información y del conocimiento. Francisco Áreas Cárdenas, compañero del presidente, y uno de los firmantes del juramente del Samán de Güere, hoy candidato por el PSUV a gobernador zuliano, estuvo presente en la Feria del Libro, acompañó a Carmen Bohórquez, a Theotonio Dos Santos, a los participantes, y seguramente saludaría a Luis Brito García, el escritor venezolano, al que dedicaban el capítulo marabino de la feria. El candidato chavista marcaba la diferencia y daba una clara señal de que, de ser electo, la autonomía estadual iba a ejercerse en estrecha coordinación y colaboración con el poder central, sinergia que beneficiará, en primer lugar, a los zulianos de a pie; pues al ser centralizada y estatal la industria petrolera, la gobernación actual, por muy a la derecha que se encuentre, no puede meter mano directamente a la renta petrolera sino que debe esperar por el “situado presidencial”. Desde siempre había deseado ir hasta Maracaibo, entre otras cosas por mi cercanía con la Chinita. Nuestra Señora de Chiquinquirá, la patrona, celebra su fiesta el día 18 de noviembre, y justo ese día, pero en 1963, a las seis y treinta de la mañana, fue extraído, que no parido, a través de una operación cesárea en los salones de la antigua Clínica Agramonte, centro mutualista de prestigio en Camagüey, que se convirtiera luego en hospital militar, donde estudié mis años más felices junto al Dr. Antonio Soto Vázquez, hombre sabio y bueno como pocos, al que sus alumnos, en secreto, le decíamos Ñico, pues así lo llamaba su familia, y nos sentíamos sus hijos, putativos pero hijos a fin de cuentas. Cristian Valle, Betty Tovar, Carlos Duque y todo el equipo del CENAL atendió cada detalle, y lo que vimos y gozamos fue una fiesta, y de eso se trató, de celebrar, de disfrutar, no de sufrir al libro, ese objeto bello y palpable que se irá transformando, pero que no dejará de existir. Los apocalípticos y los agoreros que anuncian la muerte del libro deberían saber que hasta nosotros, sus devotos más fieles, los que llegamos al extremo de olerlo, acariciarlo, de dormir con él, estamos disfrutando ya de la lectura en soporte electrónico, cuyas ventajas no se reducen a la posibilidad de cargar en un bolsillo el equivalente a la Biblioteca de Alejandría. Los organizadores de la FIL, en sus diferentes sedes, deberían ir trazando estrategias para estimular el consumo de libros electrónicos y su oferta en los eventos de promoción de la lectura, fundamentalmente contribuyendo a la circulación de libros libres, de modo que se pueda establecer para adolescentes, jóvenes y toda la población un sistema similar al empleado con las laptop Canaimita, que hoy solamente cubren a los alumnos de la educación elemental y sus familias. Disfruté la FIL, la estancia y las comidas con Emilio Jorge y Daniel García, los patacones y la conversada con Ariel Silva, de la Fundación Mario Benedetti, invitados por Cristian Valle, junto aquel lago que parece mar, y que pudiera ser un hermoso símbolo de lo porvenir, si sabemos y entendemos, de una vez y por todas, que los libros, tanto como el corazón y la cabeza humana, aunque parezcan no tener límites, lo tienen, y que es responsabilidad de cada uno y de todos los hombres y gobiernos horadar sus orillas para hacerlos más extensos, más intensos, más profundos.

domingo, 14 de octubre de 2012

Bajo un árbol de taparas VIII

Cuando llegué a Venezuela en 1991, en los otros viajes, o cuando vine formando parte del contingente de médicos cubanos que abrieron la Misión Barrio Adentro, no sabía que estaría alguna vez en los llanos. Por aquellos años el país se me redujo a los estados Lara, Mérida y al Distrito Capital. En el 2003 regresé entre el miedo y la sorpresa. Sabía cuál era el territorio, más no dónde estaría mi casa. Y eso asusta. Mucho. En el aeropuerto de Maiquetía no me esperaban, como en los otros viajes, ni en los sucesivos, cosas conocidas. No desembarcamos en un local lleno de pasajeros corriendo como hormigas, ni estaban las Señoritas de Rojo, diligentes muchachas cuya principal misión era guiar a los extraviados por pasillos, enormes e impersonales, hasta depositarlos en una nueva ventanilla, puerta de embarque o taxi. Llegamos a un sitio lleno de materiales de construcción, a través de los cuales nos abrimos camino. Solo estábamos los Guardias Nacionales y nosotros. Aquello más parecía un hangar en obras. Atravesamos la pista, a pie enjuto, y llegamos hasta una mesa con televisor que hacia las veces de cabina de emigración, ocupada por un funcionario que nunca me miró a los ojos pues estaba más atento a un partido de béisbol entre el Magallanes y los Leones de Caracas que de su trabajo. Después entendí que el individuo hacía lo que debía, pues nadie debe perderse, por ninguna razón, un clásico, como sería en Cuba no disfrutar de un encuentro entre Industriales y Santiago, o ver jugar en su terreno a los Yanquis de Nueva York contra cualquier club de las Grandes Ligas. Los encuentros entre ambos equipos venezolanos son cosa de argolla y garabato, como diríamos por aquí. En los parqueos del aeródromo me llegó el susto colosal, o más bien el terror. Ahí escuché, por vez primera, el nombre de la ciudad en la que viviría por dos años, y créanme que el nombrecito, a secas, no permitía otra emoción: Calabozo. Cárcel, mazmorra, potro de torturas, esbirros, soledades, rechinar de dientes. Cuántas cosas encerradas en una palabra. Calabozo. Si alguien hubiera tenido más sentido común o piedad filial que prisa, hubiera pronunciado el nombre completo de aquel sitio: Villa de Todos los Santos de Calabozo. Sede archiepiscopal, asentamiento de la represa más grande de América Latina, zona arrocera colindante con el parque natural Aguaro-Guariquito, situada a un costado del río Apure, distante dos horas de San Juan de los Morros -capital estadal-, ciudad tranquila y polvorienta, provinciana como pocas y amable a su manera. Otro puede ser el cantar, si se entona el verso completo. Pero las cosas son como son, y no como deberían ser. No estuvimos en Caracas más que minutos, pronto salimos para nuestro destino. Los llanos de noche, vistos en una autopista, desde una buseta que avanza por caminos tortuosos, no son nada del otro jueves. Hay que verlos de día o en la oscuridad de la sabana, montado sobre una bestia, y sintiendo el agua bajo los pies. Otro gallo canta. Recuerdo nada más que el paso por la Encrucijada – olor a arepa, cachapa y empanada- y una indicación de carretera que señalaba la distancia hasta un municipio llamado Girardot. Nada más. En otros lugares he contado de mi estancia en Calabozo, de las personas que conocí y del amor que me nació. Pero debo renunciar a lo que no mueva los molinos del presente. Permítaseme una digresión para hablar del cielo que está sobre esos lugares. Eduardo Saborit no sabía lo que decía cuando en su famosa canción, devenida himno, Cuba, que linda es Cuba, afirma, con otras palabras, que el azul del cielo de la isla no tiene competencia. Él no vio el cielo venezolano, en los llanos, cuando cae la tarde o al alba. No hay azul, ni oro, ni rojo, como aquellos. No hay cielo como el de mi segunda patria. No lo hay. Créanme. Volvamos a lo nuestro. María Romero, la más salía que un balcón, nació en Maracay, así que cuando siete años después de mi primer encuentro llanero, llegué a esa ciudad, de algún modo la conocía. Sentía la proximidad del Barrio de Santa Rosa, la enormidad de la Plaza Bolívar, o las malas pulgas de su beata, la Madre María de San José, que se conserva incorrupta, en una urna de cristal, cosa que, según Leonor Basalo - importante fotógrafa-, la convierte en la Bella Durmiente de los Llanos. Nada conocía de la ciudad a la que entraba, así que todo transitó de la sorpresa a los gozos. Una joven – Patricia- había escuchado sobre mi taller y quiso compartirlo con los suyos. Me dijeron que iría hasta el Municipio Girardot. Pero yo no recordaba ese sitio, o más bien en mi memoria era un anuncio en la carretera, partiendo de aquella encrucijada tan llena de olores y sabores. Mis amigos conocían la ciudad colombiana de Girardot y porfiaban que hubiera alguna de igual nombre en su país. Ellos deberían saber lo que afirmaban. No fue hasta que llegué que descubrí la identidad del sitio. El Municipio de marras es una entidad político-administrativa, un territorio, no una urbe; sólo que dentro de ese espacio está la ciudad de Maracay, capital del Estado Aragua. Allí viviría los cuatro días que cambiaron mi mundo. Antes de entrar al Museo de Antropología e Historia, donde sesionaría mi taller en las mañanas, dimos vueltas en el auto, guiados por un portugués amable, hasta que reconocimos el lugar. Vueltas al laberinto, encuentro de minotauros. Nos esperaba un edificio necesitado de reparaciones urgentes, que sin embargo mostraba una belleza singular. Sólida arquitectura, desprovista de adornos superfluos, pero hecha para resistir el sol y los excesos de los llanos, sin perder armonía y elegancia. Soportales inmensos, amplios salones con patio central, bañados por la poderosa luz de estos lugares, albergando una valiosa colección de muestras de la cultura material precolombina, necesitada de rediseño en su museografía, de modo que pueda ser más atractiva y eficaz en su propuesta. El tiempo ordenador y las buenas manos de los responsables seguro harán su trabajo. Todo estaba dispuesto, así que, casi sin sacudirme el polvo o saciar la sed, arranqué a hablar sobre Teoría de la Oralidad para un publico atento, joven, que me miraba como intentando descubrir por dónde iban mis fuegos. Me sentía observado por los ojos de una mosca. Ese órgano facetado, que encantaba a nuestro Lezama Lima, y que permite componer una imagen desde los ángulos más insólitos. Unidad en la diversidad. Normalmente, cuando habla, uno es el que observa, mira el silencio del auditorio, y compone una fotografía, a la que le va añadiendo elementos visuales y táctiles que nos permitirán medir el grado de empatía o de penetración que alcanzamos. Pero esta vez toda estrategia fallaba, yo era la imagen. Más que incomodidad sentía curiosidad, estímulo. Hasta el final no pude saber de qué se trataba. Cuando estábamos tomando un refrigerio se me presentaron los muchachos, y fue ese el momento en el que se armó el rompecabezas. Resulta que la mayoría del público estaba integrado por los artistas del Colectivo Fotográfico del Estado Aragua d76, que fundara y dirige la maestra Leonor Basalo. Había ido a bailar en la casa de los trompos. Todo sucedió a paso veloz, como si supiéramos que debíamos aprovechar el tiempo presente, que era nuestro único tiempo posible. Me llevaron a ver una exposición con imágenes tomadas por ellos durante una de las fiestas populares más importantes del calendario celebratorio venezolano: Los Diablos Danzantes de Cata. Imágenes de una potencia extraordinaria, que conjugan precisión compositiva y destreza formal, cosa poco frecuentada y menos alcanzada en los predios del arte contemporáneo. Generalmente estamos acostumbrados a cierto estilo, cierta maña a la hora de fotografiar, digamos que revisteril o turística, que comulga con la mirada y el ego del conquistador, del que invade los espacios de la Cultura Popular y la degrada convirtiéndola en folklore y no en reproducción y testimonio asombrado de una vida profunda, de un universo simbólico; pero d76 se va al otro extremo y logra, más que atrapar la ceremonia, vivirla. Estas fotos son una prolongación de lo que ocurre en el espacio físico y lúdico de los danzantes. Interrogándolos, punzándolos, intentando descubrir el misterio de las imágenes de esta familia, llegué hasta el lugar donde se cocinaba la hermosura. Es que estos fotógrafos tienen alma y olfato, tienen oído atento, y para ellos lo más importante no es apretar el obturador, disparar, sino contemplar. Muchos le temen a esa palabra porque entraña, cierta dosis de quietud, de inacción. Pero en este caso, como en todos los esenciales, la contemplación no es más que el camino para dejar que el otro ocupe el vacío que hemos abierto en nuestro interior, lo habite, lo complete, y entonces se produzca esa suerte de sobreabundancia, capaz de hacer brotar lo bello y lo útil, que necesariamente se derrama en actos concretos, en acciones con vida. Fui hasta Aragua a encontrarme con la ciudad y sus ojos iluminados, y eso es suficiente como para que la vida se tuerza, se enrumbe hacia nuevos pastos, urbes, hacia otros cielos y otras tierras por venir. Fui con ellos a un mercado, cuyo techo estaba tejido con mano maestra; descubrí el espíritu de algunas cervezas que me eran extrañas; y conversamos, sencillamente hablamos de quiénes éramos y de cómo mirábamos. Ahora quiero volver, pero para escuchar los silencios de los danzantes de Cata, llevado por los ojos de d76, guiado por ellos, que resultaron ser más intensos y extensos que los de Virgilio, aunque yo no sea más que el reflejo de un tiempo al que llamarán antiguo y no el Dante.

Bajo un árbol de taparas VII

Hicimos un alto en el camino. Nos detuvo la visión de una posta inesperada: Cuentos del arañero, que contiene historias diversas, contadas por Hugo Chávez durante las más de trescientas emisiones de su programa radiotelevisivo Aló, presidente, que convocaba a tirios y troyanos en aquel país, los domingos, a la hora de la sobremesa del almuerzo, y que bien podía extenderse hasta la cena. Alguna que otra vez llegó hasta bien entrada la noche. Sustancia había para el relato. Aquel fue un espacio de privilegio, que ojala regresara junto con la fortaleza plena de su protagonista, pues era un importante medio para sostener y profundizar el intercambio que el mandatario mantiene y que está en la raíz de su proyecto político y cultural. Pasadas las elecciones del 7 de octubre, y consultadas las cifras preliminares, sabemos que el 54,42% de los venezolanos votaron por la continuidad del proceso bolivariano, a pesar de la guerra mediática, la zapa oligárquica y los errores cometidos desde su propia tolda. Para haber logrado tal exito es fundamental la obra, lo palpable, es decir, lo que se pueda comer, tocar, disfrutar, pero también se asienta y sostiene en la comunión de los relatos de vida del ser humano que es Hugo Chávez, hombre bisagra, que logra articular la historia personal, las historias colectivas y la Historia. No olvidemos que la batalla está y estará siempre en multitud de frentes, y que no se debería abandonar la frontera de los imaginarios, de lo simbólico, o dejarla a la buena ventura. Pero lo prometido es deuda, y hoy, aún cuando quisiera seguir escribiendo la crónica de una victoria anunciada, tengo que regresar a la narración de mi resiente viaje a Venezuela. Esta semana llegaremos a la casa de campo de un militar y político caraqueño, de un dictador del tipo de los tiranos hacedores de megaproyectos: Antonio Guzmán Blanco. No nos detendremos en su figura pues lo sabroso del relato no descansa en él, sino en lo que ha terminado siendo su morada. El difunto se debe remover en la tumba, quizás azufrada y ardiente, vaya usted a saber, pues lo que fuera un bucólico refugio familiar es hoy un espacio para la cultura y el desarrollo de amplios sectores populares. Seguramente, para el gusto de aquel personaje, demasiados “patas en el suelo” caminan sobre el tablado de sus pisos, se asoman a sus portales, o disfrutan de la frescura que dan a la mansión los puntales altos y las tejas rojas. Esta casa es hoy albergue de talleres, de proyectos, de sueños compartidos, por los habitantes de la parroquia de Antímano, de sus cerros profundos, en los que, al decir de un amigo, aún está pendiente “la entrada definitiva de la revolución”, pues esta es una zona en la que se acumulan deudas sociales tan antiguas y profundas que no podrían ser resueltas en los trece años de gobierno popular, por mucho que se hubiera apostado en ese empeño. Tiempo al tiempo, y trabajo. El hecho de que la propiedad de un dictador sea Casa de Cultura popular, que allí vaya la gente a crecer y a soñar, es ya un gran paso. Quizás el primero de ellos, pero ya sabemos que sin este no existirían los otros. A mi, fuereño, por mucho que sienta en mi piel a la Venezuela, seguramente se me escapan matices o destellos esenciales a la hora de ver y describir la realidad de aquel país, sin embargo, al convivir entre ellos, al escucharlos, al intercambiar puedo descubrir y sentir algunos elementos que a otros viajeros seguramente se le escapan. En taller de la casa de campo, convergieron jóvenes ansiosos de saber, personas que venían por herramientas que les permitieran ser más eficientes y atentos en sus trabajos, maestros interesados en perfeccionar estrategias pedagógicas, trabajadores que pretenden interactuar en los predios de la Cultura popular, y lideres políticos comunitarios. Estos últimos de muy diverso tipo, pues me encontré algunos de tendencia radical, empeñados en aplicar recetas y manuales; otros que pretendían ignorar la experiencia extranjera, con cierta vanidad; hasta los más orientados y sabios, que estaban abiertos a nuevos conocimientos, pero siempre intentando escoger, elegir, lo que más se acercara al alma venezolana, a la historia y la experiencia, a la practica y al sentir de sus compatriotas. Seguramente con estos últimos me sentí no sólo más cómodo, sino que más identificado. Confiemos en que el chovinismo o ese espíritu de “aldeano vanidoso” sea vencido por la racionalidad y por los relatos populares. Insisto en los relatos, en las historias contadas y vividas, porque existe la tendencia a dejarlos a la buena de Dios. No basta con aprender a leer y a escribir, hace falta aprender a contar, a narrar nuestros propios cuentos, a escuchar. De la misma forma en que “el arañero”, “Tribilín”, aprende y cuenta su historia, y la hace desembocar en la Historia, para construir y levantar, para solidificar y componer el cuerpo social de un país, hace falta que los actores populares recuperen su palabra, la Palabra. Cuando narraba en los talleres, en la casona dictatorial y en los otros espacios, las antiguas versiones de los cuentos populares, los talleristas descubrían los mecanismos de manipulación a la que estos fueron sometidos. Primero los infantilizaron, luego los ruralizaron, para finalmente convertirlos en relatos neutros, inofensivos, incapaces de dar cohesión al cuerpo social. Los cuentos populares, si seguimos la ruta de Disney, terminan siendo el verdadero opio de los pueblos. La semana próxima cambiaremos de aire y de ciudad, nos adentraremos en los llanos, en busca de la imagen de los relatos.

Bajo un árbol de taparas VI

Hablamos en varias ocasiones de la irónica y trágica muerte del Venerable José Gregorio Hernández (Trujillo, 1864-Caracas, 1919), cuyos restos están hoy en la Iglesia de la Candelaria, después de descansar en el Cementerio General del Sur, y que es tenido como santo por el pueblo de venezolano. El eminente médico murió el 29 de junio a la salida de una farmacia situada en la esquina de Amadores, en La Pastora, donde había ido a comprar un remedio para uno de sus pacientes pobres. Fue atropellado por el único automóvil que circulaba por las calles de la Caracas de entonces y falleció al golpearse la cabeza contra el contén de la acera. Algunos dicen que este accidente o la presencia de su imagen en cultos sincréticos afrovenezolanos ha detenido o demorado su proceso de beatificación y luego de canonización; más esas son especulaciones sin asidero pues se conoce que solo excepcionalmente la Iglesia Católica abandona su reserva alrededor de santidades, apariciones y milagros. Como extraordinaria se tiene la canonización de San Francisco de Asís, dos años después de su muerte, o la casi inmediata beatificación de Teresa de Calcuta y Juan Pablo II, pues lo más frecuente es que pasen hasta siglos antes de que la jerarquía católica apruebe estos procesos, que están en manos de la Congregación para la Causa de los Santos, conocida desde siempre por su lentitud, cautela y paciencia. Ante la eternidad no hay apuros, parecen gritarnos desde Roma. A unos metros de esa esquina, en la que hay una tarja de mármol en memoria del venerable, se encuentra el Museo Arturo Michelena, sitio memorial dedicado al eminente pintor del siglo XIX. Allí desarrollamos la segunda fase de nuestro ciclo de talleres de Teoría de la Oralidad. Como he aprendido a disfrutar cada sitio y cada segundo sin mirar atrás o adelante, estaba abierto a la sorpresa y realmente fui encantado y atrapado por muchas razones. La caminata, la conversación amable y la simpatía de mis compañeros de aventura hubieran sido suficientes para continuar con mi euforia caraqueña, pero ya al final me colmaron en espacios que no esperaba. Entre los asistentes al taller estaba un atento y juvenil anciano llamado Alejandro Moreno. Fuerte y vital, discreto, esperó al último día para regalarme el libro Historias del Polvorín y la cuarta calle, Premio Aquiles Nazoa de Literatura oral, 2011. Resulta que él, junto a Justo Barreto, era uno de los informantes de aquella obra y Livia Montes, la autora. Precioso libro que ilustra la vida en una de las quebradas más combativas de la ciudad capital. Texto útil que recoge la memoria y la voz populares. Su autora había sido mi alumna del Barrio 23 de Enero, más allí no me dijo nada de su trabajo ya premiado, impreso y bautizado. Discreta y buena, atenta a cada gesto y palabra, Livia Montes había preferido el anonimato, pues en el fondo, ella siente que esa no es solo su obra sino que es del colectivo. Y tiene razón, pero también deberíamos dejar atrás la idea romántica del “genio popular”, reconociendo y sabiendo que el “pueblo”, en tanto colectivo protagónico no es capaz de relatar o de escribir su historia sino de hacerla. Es necesario que existan dueños de la palabra, de la palabra popular, constructores y organizadores del saber colectivo, y eso es ella, para que estos relatos sean hechos tanto escritos como de viva voz. Livia Montes es uno de esos dueños de la palabra. Todavía estoy en deuda con ella pues no le dije en persona estás cosas ni respondí a la invitación que me hizo para que fuéramos a conversar y tomar cocuí, bebida espirituosa de fabricación nacional, que cada día recibe más la aprobación de los contemporáneos, sorprendidos por el descubrimiento tardío de una bebida ancestral. Como vieron La Pastora, con su aliento colonial y pausado, es una especie de remanso en el que también la Venezuela vibra y vive. La semana próxima estaremos en la quinta de un dictador a ver como van las cosas por esos lugares.

Bajo un árbol de taparas V

Han pasado los días, ya más de un mes, y aún me dura la alegría de haber regresado a Caracas, a Venezuela. También se extiende el gozo de saber que tengo dos Patrias. Durante mi segunda semana en Caracas, pasados los aires renovadores del Barrio 23 de Enero, entré en una dimensión otra, que me proporcionó una mirada distinta, diversa, de la ciudad y sus gentes, esa que viene de un ámbito más colonial, más antiguo, que recuerda el paso del tiempo por la urbe. La modernidad constructiva de Parque Central, el recorrido subterráneo en el Metro, y descender por la zona de las Torres del Silencio, también intervenida, me hace ver una ciudad de múltiples olores, colores y sabores. Edificaciones de muy diversos estilos se mezclan en una disparidad que signa el entramado urbano y hasta la espiritualidad de sus gentes. Esta es una ciudad al mismo tiempo del siglo XIX que de los anteriores. La restauración de las cercanías de la Plaza Bolívar – muy colonial- y de las zonas peatonales del Silencio – de inspiración brutalista- hace que uno presienta sucesivas capaz de saberes, sueños, y obras. Debía seguir mis talleres en la zona de La Pastora, en el Museo Arturo Michelena. Mis acompañantes me sugerían ir en taxi o en ómnibus, pero al preguntar la distancia a recorrer decidí que mejor nos íbamos andando. En tren hasta Metrocenter y de allí por la Avenida Baralt hasta las cercanías del sitio, una esquina popular donde debería desviarme hasta encontrar el lugar donde fue atropellado y murió José Gregorio Hernández, médico venerado como santo a pesar de la no oficialización de su canonización por la Iglesia Católica, para unos metros después desembocar en el Museo. Para llegar hasta allí debía pasar primero por debajo del Puente Llaguno, que se hizo muy conocido durante el golpe de estado del 2002, por haber sido un centro de resistencia popular, además de foco de atención de la prensa internacional que convirtió a un grupo de defensores de la democracia en asesinos, al manipular abiertamente la edición de las tomas. Cuando usted ve las imágenes de la “gran prensa” se encuentra a un grupo de chavistas que disparan a una indefensa marcha opositora; cuando lo que en realidad ocurrió fue que los defensores del puente eran atacados por francotiradores y la Policía Metropolitana - la del Alcalde Peña- y delante de ellos había sólo carros policiales y una avenida vacía, pues la dirigencia opositora desvió la marcha hacia el Palacio de Miraflores, aún cuando sabían que los simpatizantes del presidente Chavéz estaban ahí y no se podía garantizar la ausencia de brotes de violencia entre ambos grupos. Tuvimos que ver el desmontaje que se hizo de la filmación en el documental La Revolución no será trasmitida para poder descubrir el juego macabro que convirtió en victimarios a las victimas, dando continuidad a la estrategia de criminalizar la lucha popular donde quiera que esta se manifieste. Durante cinco días rememoré la historia resiente de Venezuela. Estuve en lugares y me encontré con sus verdaderos protagonistas: los caraqueños de a pie. Esos ciudadanos que hacen la ciudad mientras ella, a su vez, los moldea. El Museo Michelena es una institución dividida en dos edificios, nosotros nos encontramos en la parte dedicada a la extensión cultural. Como siempre sucede, susto y alegría me acompañaron en este comienzo, aunque tuve la suerte de que algunos amigos del Barrio 23 de Enero decidieron pasar nuevamente el Taller de Oralidad, ahora en condiciones más formales, con proyectores, computadoras, aire acondicionado, etc. Ellos me arroparon, y desde el comienzo en La Pastora se hizo la fiesta. Cada encuentro tuvo su signo. El árbol de taparas, de güira, sin embargo, lo fue conformando todo. La semana próxima les contaré detalles. Nuevas sorpresas y descubrimientos, está vez en la parte vieja de una ciudad que está en el futuro.

Bajo un árbol de taparas IV

El 23 de Enero es un barrio que tiene al norte la Vida. Uno de las pruebas más evidentes de lo que afirmo es la difusión de abundante “material simbólico”, leyendas urbanas que enriquecen el imaginario de esa comunidad peleadora, que no ha dejado de darse siempre momentos de alto vuelo poético. Todas las tardes, después de almorzar, tomaba el metro y luego ascendía por tres larguísimos y empinados tramos de escalera. El primero de ellos me llevaba hasta el fondo de unos edificios, que nuevamente cuentan con ascensores y largas tuberías para el manejo de los residuales domésticos; después entraba en una zona, pegada a una carretera, con edificios y comercios, algunos manejados por la Fundación Alexis Vive, y, por último, subía hasta una iglesia de Franciscanos Menores que me llevaba hasta una plaza donde estaban un teatro, la biblioteca y nuestro árbol de taparas. Allí me esperaron puntualmente mis amigos del barrio durante cinco días, atentos a cada palabra, a cada gesto y siempre correspondiendo, mediante preguntas y atinados comentarios. Entre nosotros hubo un pacto de intercambio solidario. Sin palabras, pero bien cumplido, pues así son los acuerdos de la gente de bien. Puro trueque pueblerino. Yo contaba mis historias, mis “teorías” y ellos me apuntaban las suyas. Como hablaba constantemente de José Humberto Castillo, El Caimán de Sanare, uno de ellos me trajo de regalo Sin decí una garra`e mentira (cuentos orales), libro editado por la Fundación Editorial el perro y la rana, que comentaré en otro momento por el valor excepcional del texto, y me contaron las historias del Árbol de los Peluches y del Camión de las Muñecas. Un matrimonio que paseaba con su hijo en carro, por el barrio, y chocó contra un árbol. Los padres salieron ilesos, pero el niño no. Ya en el hospital la madre fue hasta aquel mismo árbol y le pidió que le mandara al niño su fuerza, su sabia, su aliento de vida; que si el niño vivía ella colgaría en una de sus ramas su peluche preferido. El niño vivió y la madre cumplió la promesa. Desde entonces cuando alguien tiene un enfermo grave, una mujer que no sale preñada, una que quiere parir bien, va hasta ese árbol y le prometen peluches. Por eso ahora está lleno de enormidad de muñecos. Actos de fe sencillos, de esperanza, de creencia en el poder de la Vida sólo pueden germinar en buena tierra, y el 23 de Enero lo es. Allí además, entre otras muchas, se cuenta la historia del Camión de las Muñecas. Su dueño se enamoró, tarde pero bien, y tuvo una hija. Era un hombre feliz hasta que en un accidente murieron su mujer y la niña. Él manejaba el camión, y allí murieron las dos personas que más amaba. Quizás por sentimiento de culpa, o por impotencia, o por buscar consuelo -quien puede saber o juzgar, como a la mujer le gustaban las muñecas, él primero colgó en el camión las suyas, pero luego fue colocando otras; unas se las regalaban, a otras las encontraba, no importaba si eran “toas choretas” o mutiladas, solo importaba que fueran muñecas para que él las amarrará a su carro. Desde entonces se puede ver por esos lugares un camión del que cuelgan cientos de muchachas de plástico. Tendría que volver al barrio, estar con ellos más tiempo, escucharlos más. Me faltó tiempo, aunque no disposición de espíritu. Ojala pueda regresar a que me cuenten, quizás hasta podríamos escribir un libro juntos. Volvería a ser feliz, como lo fui con ellos. No solo escuchando sus historias, sino comiendo sus deliciosas golosinas, o sencillamente viéndolos sonreír. ¿Cómo alguien se atreve a dudar de que Caracas es una ciudad otra, nueva? Suba las escaleras del 23 de Enero y esté atento, escuche. Póngale corazón a Caracas. No ha terminado mi homenaje a la ciudad. Seguiremos en las próximas semanas, pasito a paso, sin vestido de raso, acabado de coser, porque… Hay mucho calor en La Habana… y en Caracas.

martes, 2 de octubre de 2012

Chávez: la raíz y el hombre

Amo a Venezuela y su gente, por eso la pienso y convierto en visiones y tanteos, en palabras. Advierto que no soy sociólogo o historiador, tampoco pretendo hacerme pasar por tales - dar gato por liebre- aunque, por momentos, interprete sucesos y personas, puestos en situación histórica. Aún en esas circunstancias, no dejaré de ser nada más que uno que mira y da testimonio. Contemplo y hablo. Soy un escritor, un hombre que piensa, una conciencia que critica y no “la conciencia crítica”. Todo cuanto diga será nada más que recuerdos, apreciaciones, que pueden o no coincidir con las de los especialistas o con la de algunos compatriotas, pero pretenden ser coherentes y fieles. Me responsabilizo. Se que la libertad exige tal precio. Soy uno que ama, aunque hay amores que matan, según dice el refrán común. Intentaré amar sin matar. Este es el país que yo conocí. Llegué a Caracas, por vez primera, en septiembre de 1991, a más de un año del Caracazo, que ya sabemos fue una respuesta desorganizada y sin liderazgo visible de una clase popular explotada hasta el hartazgo, pero que hizo visible su despertar, anticipándose a la indignación, tan de hoy día, únicamente que mediante un revuelva que fue la expresión más clara de la actualización y refundación de su bicentenaria vocación de lucha. Viví en el país, y lo he visitado en innumerables ocasiones durante más de veinte años. He escrito acerca de los palpables signos de desorden, descomposición social y caos en la Venezuela de la IV República. La burguesía media-alta, antes de 1998, añoraba a otro Marcos Pérez Jiménez, o a cualquier dictador que pudiera devolverles la gloria perdida. Comenzaba a descubrir que, como clase, estaba desapareciendo, que perdía cada vez mayores porciones de la torta y que necesitaba hacer algo sino quería entrar en la categoría de los extintos. Ese hacer, ese actuar, parecían trasferirlo a los “pata en el suelo”, con la secreta intensión de que, una vez obtenidos los cambios, poderlos manipular a su antojo y usurparles los resultados, o, en última instancia, darle a los militares la misión de hacer lo que no podían o querían, con la esperanza de que, una vez tomaran el poder, se retiraran a los cuarteles o implementaran un régimen al estilo de la dictadura cívico-militar de Augusto Pinochet en el Chile de 1973. La burguesía media, en general, sin guáramo, reconocía que había perdido potencia, empuje, estaba llena de complejos, pues sabía que no tenía fuerza transformadora acumulada ni capital social fresco que ofrecer. Todo lo había perdido en su estéril combate con la oligarquía – dueña y señora del poder-, tratando de rellenar la brecha entre ambas, vertiendo en ella, no su capacidad y potencia revolucionaria o conocimientos y habilidades, sino un conjunto de cachivaches programados para morir, comprados con tarjetas de crédito, por lo que se conformó con la adopción de una cultura sifrina, es decir, la de la Sifrinita de Caurimare, aquel popular personaje de telenovela que tan bien los retrata como grupo: ridículos, ostentosos, vulgares, amigos del plástico y la chatarra, lectores de best seller y no consumidores de Cultura; títeres por vocación cuando pretendían ser actores; en fin, se conformaron con la condición de nuevos ricos, solo que ahora dependientes y venidos a menos, pues su nivel adquisitivo cada vez se hacia más precario. La clase media venezolana me recordaba a la nobleza española del Siglo de Oro, claro está, que a los de cuna y no de fortuna, los Grandes de España que no tenían ni una perra en el canuto, pero preferían aliarse a los pícaros o ser victima de ellos, antes que poner las manos en cualquier obra. Ya sabemos que a la burguesía le cuesta trabajo hacer cosas con las manos, ella se siente llamada a dirigir, controlar y reproducir su capital, más deja al sudor ajeno la obtención de la plusvalía, que es su fuente, su manadero. Esta versión venezolana de la clase media no es uniforme, como en todo lo humano. Hay también, ¿por qué negarlo?, un sector de la burguesía media profesional y del empresariado que se empeñó en avanzar contra corriente, apostando por el trabajo y la reproducción del capital, aunque pronto se convirtieran en victimas de un sistema de depredador que rechaza la existencia de productores y productos reales. Por aquellos años yo sentía, percibía, y claro que esto es muy subjetivo, una tendencia mayoritaria a crecer dependiendo de la economía de servicio y del petróleo, con la consabida estimulación a la importación y el consumismo, antes que dirigida hacia la exportación diversificada y la racionalidad, que equilibrara la balanza comercial y solidificara la macroeconomía, haciendo posible políticas más humanas y justas de distribución de la riqueza. Por otro lado, esta misma clase, o sus sectores más sanos y patriotas, estimulaban a la reafirmación de la venezolanidad. En esta posición le acompañaba la mayoría. Solo que recuerdo que la campaña mediática por la reafirmación nacionalista se centraba en la promoción del hábito de consumir arepas, jugar dominó, bolas criollas, arpa, cuatro, maracas y concursos de belleza, estos últimos introducidos y controlados por cubanos emigrados a partir de 1959, muy relacionados con los sectores más conservadores del llamado “exilio tradicional” de Miami. En algunos lugares, como en Barquisimeto, Estado Lara, vi la recuperación de auténticos valores como la tradición del garrote tocuyano –arte marcial criolla-, la música venezolana de concierto o la promoción de los relatos orales nacidos del pueblo y sus portadores activos, como José Humberto Castillo, El Caimán de Sanare; o en la capital del país la obra del Maestro José A. Abreu en el sistema de orquestas sinfónicas y la narración patriótica desde Rajatabla; o los teatros experimentales y juveniles extendidos por todo el país. Yo intuía que la burguesía media quería cambios, que los necesitaba para sobrevivir a la avalancha neoliberal, pero sabía que, como clase, temían que la “medicina” podría salírseles de control e incorporar el “daño colateral” de la transformación de una reforma en revolución. Tal cosa tenían que evitarla. Por eso, algunos sectores, celebraron el alzamiento cívico-militar del 4 de febrero de 1992. Hugo Rafael Chávez Frías podía ser el nuevo Marcos Pérez Jiménez en su imaginario. Escogieron mirar a sus sueños y necesidades, renunciando a la realidad. El militar amotinado les dio un aviso que ellos decidieron ignorar: ¡Por ahora! Ese fue un movimiento breve, de raíces profundas. Chávez le advirtió al pueblo que era nada más que el comienzo, un gesto de anticipación, mostró que no se trataba de una escaramuza de militares descontentos o ambiciosos y que su proyecto no se conformaba con la toma del poder sino que haría temblar al país hasta “la oscura raíz del grito”. Los sectores populares tuvieron oídos para oír, y ojos para ver. La burguesía vanidosa prefirió narcotizarse e intentar alianzas y compra-ventas. Recuerdo a un ilustrado ancianito que pretendió confundir al comandante, tratando que este, ya en el poder, reafirmara en sus sueños a los sectores de poder económico y se convirtiera en un presidente más, que tratara a su pueblo como carneros o como papagayos de feria. El resultado ya se sabe, el pobre señor optó por mover los hilos en las sombras, discretamente, pues el militar, ahora civil y primer mandatario, sacó su fibra bolivariana y lo mandó a paseo. Nunca entendí, ni aún hoy, como es posible confundirse de manera tan radical. Hugo Rafael Chávez Frías tiene la virtud de la transparencia. Frente a él, ni siquiera hay que esforzarse en la interpretación de entrelineas, pues no las tiene. Todo en Chávez es claro, hasta en sus excesos y errores, desmesuras y destemplanzas. El presidente es, y lo demás, puras palabras. Es raíz y hombre. Es. La derecha ve como flaquezas sus puntos invulnerables, la izquierda se desconcierta, pues no está totalmente preparada para entender la cultura popular y el “alma llanera”. El comandante es un salto histórico y una singularidad en las fuerzas progresistas y revolucionarias. Es la anticipación de lo que vendrá. En estos días Vadell Hermanos Editores ha publicado uno de los documentos más significativos e importantes para entender el “fenómeno Chávez”, uno de esos libros-pórtico, que no debían interesarnos únicamente por lo rara de su propuesta sino porque contiene las claves para entender una realidad y un universo que le supera, que salta de sus páginas y penetra todos los terrenos posibles hasta proporcionarnos una visión de un país, un líder, un pueblo y una realidad concreta. Si leemos Cuentos del arañero, compilado por los periodistas Orlando Oramas León y Jorge Legañoa Alonso, como una biografía novelada, un libro de memorias o una antología de relatos orales, puede que nos resulte conmovedor y simpático, hasta que sea una experiencia estética imborrable, pero estaremos renunciando a saborear otras porciones tan sustanciosas como estás. La derecha política, que puede balancearse entre la chabacanería ignorante, el discurso académico inentendible o el reduccionismo, y la izquierda, tan amiga de la retórica clásica o el discurso de barricada, se desconciertan ante el presidente Chávez, que sin dejar de ser un estratega, un pensador, un organizador y un líder, exhibe una obra múltiple en sus recursos y resulta estar en consonancia con el alma de su patria. El presidente de la República Bolivariana de Venezuela no esconde su humanidad, sino que hace evidente sus raíces, sus horcones fundacionales: la Familia, el Ejército (cuerpo y escuela de lealtades y sacrificios), y la Cultura Popular (tanto material como espiritual, la venezolanidad); todo imbricado de tal manera que entendemos la sustancia de su actuar y sus proyecciones de futuro, sin distorsiones, es decir, directamente, a través de su discurso, de su manera de ser y de estar, de su conducta no verbal, pudiéndose entender de inmediato el ligamen entre el líder y sus bases, entre el proyecto que se gesta en las alturas del poder y el que se viene forjando entre la gente común. Este proceso de unidad e intercambio ha pasado por diferentes etapas, e incluso ha superado la prueba de fuego de la guerra mediática, paros empresariales, golpe de estado, saboteo parlamentario, desconocimiento de resultados electorales o derrota en las urnas, “güarimba”, abstención, ineficiencias, corrupción, deserciones, conspiraciones, traiciones, asesinatos, importación de paramilitares, la mentira y el doble rasero, así como el intento de sembrar la imagen de un presidente vulgar, autocrático y egocéntrico. A partir de las más de trescientas emisiones de Aló, Presidente, programa radiotelevisivo en el que Hugo Chávez se comunicaba con la población, estos dos periodistas cubanos fueron descubriendo y entresacando pasajes, fragmentos, en los que el mandatario se refería a su vida personal, y, sorprendentemente, en ellos uno puede descubrir que su trayectoria es la de un ciudadano común, solo que este participa como protagonista en episodios excepcionales de la historia del país, entre otras razones, por su condición y origen de clase, pero evidentemente porque está dotado de una sensibilidad excepcional para leer y vivenciar su historia y la Historia. En Cuentos del arañero uno puede entender a la Venezuela de los últimos cincuenta años, nada más que siguiendo la vida de este ser humano, nacido en los llanos barinenses, que aprendió a hurgar en sus raíces y encontró modos para que esos lazos se extendieran más allá de su pequeño espacio-tiempo y se imbricaran en la historia bolivariana, que es el relato más fiel de la independencia y la conformación del espíritu de aquella nación. Este libro, que también se puede encontrar en su versión electrónica en el sitio Cubadebate, constituye un tratado de sabiduría y gracia popular, un resumen de las raíces y la personalidad del llanero y del venezolano, un testimonio, de primera mano, de un hombre que se supo construirse a sí mismo, sabiendo que ese era el modo primero de hacer patria. Dice Jesús de Nazaret, tan admirado y querido por el presidente, que “de la grandeza del corazón habla la lengua”, y como lo que hoy se lee, en su momento fue dicho y escuchado, podríamos afirmar, sin exageraciones ni extravagancias, que por Hugo Chávez y su grandeza hablan estas palabras. En ellas encontramos además el carácter constructor y revolucionario de la fe cristiana encarnada en las personas y los pueblos, hacemos un paseo por sus “poderes creadores”, o descubrimos una escuela otra para formar hombres de bien que no renuncia a exagerar sobre el tamaño de los caimanes y las culebras, que tiene la manía de rellenar las historias, o vemos a un hombre que se conduele del dolor donde quiera que este brote, o que es capaz de ir formando y forjando almas en medio de un cuerpo castrense a punto de morir, recuperándolo en su verdadera dimensión y papel dentro del concierto nacional, o lo palpamos devolviendo a la paternidad su papel forjador y su capacidad de dar y recibir amor, desde la ternura y la varonía. Largo sería el comentario si seguimos cada una de los derroteros que nos anuncia y propone Cuentos del arañero. Sirva esta aproximación, mínima, para incitar a su lectura y reafirmar la validez de los saberes populares cuando estos se encarnan en un proyecto de vida encaminado, por elección y vocación, al bien común. El presidente Hugo Rafael Chávez Frías no necesita de la enfermedad y la muerte para levantar devociones y seguimiento, él fue educado por su pueblo y le regresa su sabiduría y su sabor multiplicados; por eso no nos descubre la empanada, ni la cachapa, ni la arepa, ni el agua de papelón, ni la araña o el dulce de lechoza, no nos pone en la mesa una ayaca de mentiras o hace sonar el joropo para atraer ingenuos y adormecer a los borrachitos en tiempos de elecciones, o se dispone a batir el barro con fines espurios, pues él ya conoce su medida. Chávez cree en los mismos poderes en los que creía Aquiles Nazoa, que habitan en las casitas de cartón de Alí Primera, o cree en los que entonan cantos de ordeño en la sabana, cuyo cielo exagera el azul, el rojo y el dorado hasta humillar al verde, escondiendo a los misteriosos babos y a los juguetones chigüires, y que acaricia la panza de las bestias y la polaina de los centauros. Él sabe de la paciencia con la que se preña un país hasta verlo convertido en patria bonita. ¡Salud arañero! Bienvenido a la fiesta de la Palabra.