viernes, 31 de agosto de 2012

Bajo el Árbol de Taparas III



Llueve, afuera llueve, y recuerdo una tarde caraqueña, junto a Emilio Jorge Rodríguez y Daniel García, mis compañeros de aventura, caminando por La Candelaria, en medio de una llovizna pertinaz. Éramos llevados por Mirna, nuestra culta y generosa guía. Mujer que ama a su ciudad y la conoce. También la sufre. Vemos gentes por todas partes, en el apuro por librarse de la lluvia, pero no espantados por un acto de violencia, tan comunes en la primer y sucesivas Caracas que he ido viviendo y reconocido.
            Algunas pensarán que no me pareció agresiva la ciudad porque no me agredieron, y eso puede ser, también puede ser; pero algo ha cambiado, ahora es una ciudad más incluyente, más de sus gentes y para ellas. Me gusta pensar que esta urbe en los próximos años será un modelo de convivencia, un santuario para  seres humano diversos y armónicos.
            Confieso que había olvidado que cosa era ser feliz, y allí volví a sentir la felicidad a chorros, la simple felicidad de despertar y estar vivo. No ocurrió nada excepcional, nada de esas cosas que reconocemos como motivos para sentirla. Fui yo, y eso bastó. Me sentí querido, respetado, tomado en cuenta, sentí que me escuchaban personas a las que era útil y placentera mi palabra. Sólo estábamos Caracas, la nueva, y yo.
            Uno de los motivos más intensos para esta percepción nació de mi contacto con las gentes del Barrio 23 de Enero, de mala fama y peor estampa durante mucho tiempo. Ahora empieza a renovarse, y al conocer su gente hasta yo me remocé.
            Aquella es una comunidad rebelde, auténtica, constructora y especialmente conciente de su ser, una colectividad que desde siempre decidió vivir para si. Ideada por la megalomanía constructiva del último de los tiranos públicos venezolanos, fue ocupada, y trasformada por su gente. Allí se movieron las luchas guerrilleras de los años sesenta y las luchas urbanas y obreras que prepararon, que están en la raíz, del Caracazo contra el neoliberalismo,  del alzamiento del 4 de Febrero y después de la revolución bolivariana, empoderada desde 1998 hasta hoy, resistiendo güarimbas, golpe de estado, acoso mediático y quinta columna interna.
            En la Venezuela del Pacto de Punto Fijo, la post-pérezjimenista, la derecha internacional y sus lideres norteamericanos ensayaron la teoría de la seguridad nacional, el neoliberalismo en economía, la guerra mediática, el neocolonialismo político y un lento, cuidadoso y aplastante proyecto de criminalización de la protesta social, entre otras muchas barbaries, sólo que en medio de una democracia formal, con elecciones y alternancia de partidos en el poder. En la Venezuela entre 1958 y 1998 hubo una dictadura tras bambalinas que en el escenario exhibía el glamour de la meritocracia y el surgimiento de la cultura “sifrina” y consumista,  aderezada con el mal gusto y la pompa de unos nuevos ricos capaces de vender su alma a Satanás con tal de mantenerse en el poder. El pueblo y su miseria se veían porque los cerros crecían y cercaban el valle, pero con no mirarlos tenían.
            Recuerdo como los políticos en época de campaña electoral repartían antiparasitarios, cual golosinas, creando una cultura de la necesidad de quitarse periódicamente esos bichos, como si los pobres fuéramos perros incapaces de contarle nuestros síntomas a un médico y este ponernos el tratamiento adecuado; además de que no imaginaron nunca que terminaríamos enterándonos que no existe aún un antiparasitario universal capaz de matar a tirios y a troyanos indistintamente, es decir,  uno que eliminara a los cientos de parásitos que nos infestan o que el origen de nuestros males radica en  la pobreza, que es la fuente de donde mana la enfermedad y la violencia, y no, como nos quisieron hacer creer, que todo sucedía porque éramos sucios y agresivos por naturaleza, o al menos por mala administración y peor entrenamiento para dirigir nuestros destinos. Tengo viva la imagen de un niño de Lara que lloraba pus o la de una mujer que sangraba durante seis meses sin parar y que aún le faltan otros seis para ser operada en un hospital público, pues tal era el tamaño de la lista de espera.
            Muchos eran los males que se fueron acumulando y le dieron presión a la caldera social que terminó explotando en el Caracazo del 89, el mismo que le dio un soberano puntapié al “inefable” Carlos Andrés Pérez, de infeliz memoria en la política, pues tiene el indeseable mérito de haber sido el último de los tiranos ocultos que infestaron la 4ta. República; pues  al presidente Rafael Caldera, que si bien fue uno de los autores del pacto que le dio origen, hay que reconocerle el mérito de no haber cedido a la tentación de no reconocer el triunfo popular en las elecciones que llevaron al Palacio de Miraflores a Hugo Chávez. El 23 de Enero estuvo en epicentro de esas luchas, y todavía hoy mantiene viva sus células más combatidas.
            Decir que allí no hay choros y malandros, acumulación de violencia y desorden, es una manipulación y una mentira, como lo es generalizar y singularizar como corrupción total a una comunidad viva e intensa. De ella estaremos hablando la semana próxima, pues posee el árbol de taparas que fue mi paraguas y fuente, el responsables de mis ojos nuevos.

Bajo el Árbol de Taparas II



Llegar a Caracas el 22 de junio fue una odisea; y no exagero. Lestrigones, sirenas, cíclopes y hasta ciertas amazonas, contemporáneas y urbanas,  eso sí, se presentaron puntuales, más no el avión. Transcurrieron doce horas entre que el pájaro de lata saliera de La Habana y llegara a su destino. Más valió la pena. Finalmente estaba allí y a las tres de la mañana la ciudad parecía, a lo lejos, un enorme árbol de Navidad o más bien de dolor, sufriente, una cruz centellante; pues detrás de cada bombilla del cerro hay una casa pobre, con sus historias de penurias y desamparo, que el tiempo bolivariano ha empezado a cambiar, para bien. Ya se ven las nuevas casas y a lo lejos flotan despaciosos los vagones de los teleféricos que comunican el valle con las alturas, siempre populosas y populares.
            Atravesar los “boquerones” e ir reconociendo los sitios y los olores fue lo mismo. Mi memoria tiene mucho de pansensorial.  Recuerdo en ocasiones una textura, otra un sabor, otra una referencia, una cita erudita, un paisaje… o todas las cosas juntas. No tengo una especialización o una preferencia sensorial, aprovecho y disfruto cada estímulo venga de donde venga o sea quien sea. Soy del símbolo y de la idea. Soy humano.
            Creía haber olvidado a Venezuela, pero estaba en mí, más que como recuerdos como segunda patria. Hasta ese momento no sabía que ella era mi casa, o mejor, la casa de mi madre.
            Hay cosas que no tienen explicación o las tienen todas a un mismo tiempo. Eso parece ser lo que ocurrió. Me esperaba una cubana gentil y un chofer portugués, con el que después hiciera otros viajes, y fuimos directo al hotel que ahora se llama Alba Caracas, y que antes conociera con nombre de cadena gringa. Suerte que es propiedad del estado venezolano, pues podía encontrarme una sorpresa idéntica a la que recibí en la SINA habanera, cuando un prepotente e infantil funcionario me acuso de mentiroso y de otras lindezas para justificar la decisión de negarme la entrada a los Estados Unidos, país al que no podría llamar con los mismos adjetivos con los que nombro a Cuba, a Venezuela y a la noche.
            Desde que vi al país me sentí amado. Y esa es una sensación inconfundible. Quizás sea la llave que me abrió los ojos y el corazón.
            Al amanecer, los primeros contactos oficiales, y una corrección del rumbo y las expectativas. Creía que trabajaría con profesionales, especialistas en la recolección de relatos orales, más aquella era una verdad a medias. Impartiría talleres de Teoría de la Oralidad a promotores culturales, líderes comunitarios, escritores, fotógrafos, y gente de otras profesiones o sin ellas, pero siempre en entornos populares. Después del primer temblor, acepté el reto. Tendría que ascender al alma y a la inteligencia de la gente sencilla; tendría que respetarlos, impartiendo absolutamente todos los contenidos que había planificado, sólo que haciéndome entender, y para ello debería renunciar al adorno y lo fútil para centrarme en lo esencial.
            Muchos dicen que hay que hacer que el pueblo suba, cuando más bien lo que debemos hacer es ascender a sus cumbres.
            Esta visión desde regiones transparentes e intensas, esta de sentarme, con mis instrumentos callados, a escuchar a la gente sencilla, es la clave que me hizo comprender el por qué Caracas es hoy una ciudad otra, más amable.
            No negaré que la seguridad ciudadana sigue siendo un problema a resolver en plenitud o que hay cierto desorden urbano, que va desde esa manía de conducir los vehículos a fuerza de colocar el morro por delante, aunque se violente el derecho de vía del otro y hasta el sentido común, o que vuelan desde los edificios cuanta materia sea posible lanzar, o que la mugre se acumule en un entorno tan vital como la Esquina del Chorro. A pesar de esas sombras, no se puede negar que Caracas hoy es una ciudad en construcción,  que tiene un proyecto y un futuro, sedimentado en los últimos trece años de gobierno popular. Ella reafirma su hidalguía en la misma medida en que su gente se empodera, se organiza y actúa.
            Amo la ciudad y sus gentes, las que conocí en las oficinas del Centro Nacional del Libro – organismo que promovió mi viaje-, o en los barrios populares como el 23 de Enero, La Pastora y Antímano, y hasta las que no conozco y viven en el norte, el sur, el oeste y hasta en el este.
            Amo a esa ciudad y si me siguen en los sucesivos relatos terminarán amándola; sólo que no porque yo la ame, sino porque ella se lo merece. 

Bajo el Árbol de las Taparas I


En 1991, a través de la Unión de Narradores Orales de Venezuela (UNOES), llegué a Santiago de León de Caracas. Tuve miedo, mucho miedo. El periódico El Nacional reseñaba la muerte de una niña en el céntrico Boulevard de Sabana Grande cuando un malandro, al arrebatarle una cadena – que imitaba al oro, más no era-, terminó disparatándole en la frente, en medio de la multitud y el bullicio meridiano de una de las arterias comerciales más concurridas. Para entonces la ciudad de Simón Bolívar era la más peligrosa de America Latina.
            Por suerte estuve sólo unas horas allí.
            Regresando de Barquisimeto, urbe centrooccidental muy recoleta y pintoresca, me fui a vivir a la urbanización Las Mercedes, que aún sigue siendo un sitio donde vive gente de alta solvencia, y a cada momento el sueño me lo interrumpía un tiroteo; idéntico al que presenciara una noche, cuando Iván Curiel, el esposo de mi tía Concha, insistiera en mostrarme el Panteón Nacional. Justo frente a ese sitio, sagrado para cualquier nuestroamericano de bien, de un lado la Policía Metropolitana y del otro una orquesta de choros, se disputaban la zona.
            Esas impresiones iniciales se repitieron por años. No llevo cuenta de las veces que he estado en aquella, que siempre fue una ciudad sucia y hostil. Subir desde Parque Central, por la Avenida México, cruzar el Parque Carabobo, donde está el Ministerio Público, es decir la Fiscalía,  y llegar hasta las Torres del Silencio era una  aventura similar a la de un explorador del siglo XV que penetrara en territorios habitados por caníbales. A veces una pequeña curva, un tramo mínimo de calle, podía hacer la diferencia entre la vida y la muerte. Salir del antiguo Caracas Hilton, por su amplio corredor externo, y cruzar hasta el residencial Anáuco, por la placita que queda frente al Museo de Arte Contemporáneo, era un acto de temeridad sólo comparable con atreverse a entrar en la jaula de un león hambriento. En ese tramo cualquier cosa sucedía. Uno no podía ni siquiera ir tranquilo y confiado  hasta La Candelaria, barrio hermoso, y visitar, en la iglesia del   mismo nombre, la tumba de José Gregorio Hernández, o atravesar la Avenida Baralt, cruzar por debajo Puente Llaguno, para llegar hasta la zona colonial y rendir homenaje al santo venezolano en el sitio donde falleciera, atropellado por el único automóvil que circulaba entonces por Caracas, antes de convertirse en la colmena humeante que es hoy.
            A Caracas le tuve miedo siempre, era una ciudad que no se me rendía y que yo no lograba amar. Más algo pasó esta vez.
            En sucesivas entregas intentaré contarles de los misterios y hermosuras de una ciudad otra a la que amo, y no sólo porque fue fundada por un Lozada, que según se cuenta en la mitología familiar, fue quien introdujo mi apellido en esta isla, cuando hizo puerto en Santiago de Cuba, y se dedicó  a reparar sus naves y a cumplir con el mandato bíblico de “crecer y multiplicarse”, para después zarpar a Tierra Firme.
            Hay que tener paciencia, porque he aprendido que ustedes, mis queridos lectores en la Red, prefieren la brevedad y la síntesis. Así que no encontrando otro modo de ser “mínimo”, me decido por ir contando las historias en brevísimas partes. ¡Que así sea, y nos encontraremos en cualquier esquina de Caracas! Me gusta la Esquina del Chorro o la de Pajaritos, pero esa es harina de otro costal.

El monte: resumen de historias


1.
            El Monte, de  Lydia Cabrera, como he reiterado, es obra de memoria compartida y piedra de toque. Por un lado su autora recuperó las historias, las informaciones, los saberes, de los “viejos adeptos”, para con los años convertirse en obligada referencia o depósito del que beben los practicantes de los cultos afrocubanos, y por otro, se le acusa, con reiteración y cierta injusticia, de una “ausencia de método” o de ser un texto de farragosa lectura, cuando su autora expresó haberse “ limitado rigurosamente a consignar con absoluta objetivad y sin prejuicio lo que [ha] oído y lo que [ha ] visto”, e incluso llega a reducir el  “único valor” de su libro a ese hecho. Es decir, su método, porque lo hay y es evidente, radica en la selección de los informantes y de los materiales, y en esto ya hay una decisión, una estructura, una visión de las cosas, un construir el estado de la cuestión de una manera y no de otra. Lo cierto es que este, y los otros libros publicados o no en Cuba por su autora, constituyen joyas bibliográficas de la Nación, necesarias para reconstruir los avatares y la espiritualidad cubanas. Para saber, y hasta para sentir, a Cuba, hay que pasar por la experiencia de leer a nuestra autora. Lo demás es harina de otro costal…
            No pudiendo consignar todo lo que escuchó y oteó la Cabrera en su obra magna intentaremos ir reproduciendo, pasito a paso, algunas de las historias de El Monte, porque - ya lo sabemos- en ellas están las esencias y los saberes de esos pueblos ágrafos que emplearon una lógica simbólica como instrumento de cohesión y de saber, y que a través de ellas, la autora logra construir uno de sus textos más resonantes, cuyos ecos están hoy por estudiar a profundidad.
            Aunque fundamentalmente nos centraremos en los relatos sagrados, comenzaremos hoy consignando dos sucesos que, aunque tienen que ver con lo religioso, la autora nos lo presenta desde el humor, cosa tan poco frecuente en la cultura europea, donde sólo ríe el pueblo o el diablo y la corte de pecadores, y a los intelectuales y los santos les  toca el fardo de lo trágico, tornándose este muchas veces melodramático o  ciertamente envarado. El pensamiento africano es de otro orden, como sucede con las culturas amerindias, donde ciertamente la risa, el humor, lo celebratorio, juegan un papel  central, y por lo tanto sagrado. 
            Las historias serán tomadas directamente de la edición de 1989 de la Editorial Letras Cubanas, así que la paginación corresponde a ella.
            Hablando de la “posesión”, de la “bajada del santo”, cuenta la Cabrera sobre María G:
“… que se hallaba en la habitación de una casa de huéspedes, recién llegada de pueblo. No conocía a nadie en La Habana. No se hubiera atrevido a andar sola por las calles de la ciudad. El marido salió a comprar cigarros en algún café cercano, y al volver no la encontró. En su corta ausencia, María, por primera vez, había “caído en santo”, y el santo la había llevado a un toque en honor de la virgen de Regla – Yemayá-, su orisha, en una casa distante de la posada. Una hora después, un negrito llegó a avisarle a su marido “de parte de Yemayá”, que fuese a buscar a su mujer a un tambor que estaba celebrando en la calle de Figuras, adonde la santa “subida” la había llevado.” pág. 45
            Unas páginas más abajo, en la 54, aparece está simpática escena digna de La Tremenda Corte, pero cuyos protagonistas son además de policías, santeros y orishas:
“ “La guardia entró en una casa de santo. Yeya Menocal – santera famosa por el año 1890-, con Yemayá; Charito, con Oyá, y otra morena que montaba Changó. La pareja cargó con todos los santos subidos para el precinto. Y allá fueron todos, jaraneando en su habla, sin darle ninguna importancia… ¡Cómo que eran santos de verdad! La primera que entró en el precinto, entró bailando. Era el teniente Francisco Pacheco. Yemayá, bailando y saludando, “!Okuó yumá!”Les preguntaban sus nombres: “!Yánsa jekuá jei! ¡Alafia kisieco!! Enseguida los dejaron en paz.” ¡Qué se larguen de aquí estos morenos!! ¡Lákue lákua boni!” – dijo Yemayá, dando las gracias. Y el teniente Pacheco: “! Está bien, está bien; no te entiendo, pero acábate de ir! ¡Pronto, ahuequen todos el ala!”
            En las próximas semanas nos iremos aproximando a otros territorios, a otras formas del relato, por lo que prometemos desde ya una sigilosa y desproporcionada aventura. 

2.

            Una de las personas a las que ella logró aproximarse, y que le contaron mucho de lo que se dice en su manigua, es “nuestra buena Omí-Tomí”. Ella será quien cuenta el relato que copiaremos a continuación:
            “Pronto salió embarazada y en mala hora. Nadie ignora que el niño que nace con diente será brujo; que los que van a ser zahoríes lloran en el vientre de su madre, y que de este don se les priva callándolos. La criatura que ella llevaba en las entrañas lloró a los finales del embarazo estando presente su amiga y vecina, y esta la calló; volvió a llorar y, de nuevo, imperiosamente, le impuso silencio. Pero Omí-Tomí ni siquiera sabía que un zahorí lloraba en el claustro materno, ni que toda mujer embarazada debe tomar ciertas precauciones para que no se malogre la criatura: ella, que era hija legítima de Yemayá – de la mayor de las Yemayá, de Olukun-, hubiera debido ceñirse el vientre con una faja azul y siete reales de plata. Le faltó también, a la hora del parto, por olvido intencional de la vecina, la estampa o la cabeza modelada en cera de San Ramón Nonato – un Obbatalá que ayuda a las parturientas, blancas o negras, ricas o pobres, y de la que nunca se prescindía, ni se prescinde, todavía entre las gentes del pueblo, en los partos laboriosos. (Se reza la oración, se vuelve la estampa al revés y se le enciende una vela, o bien se les pone a San Ramón sobre el vientre.) Y a propósito de San Ramón… Un gobernador de la isla, el general Martínez Campos, de grata memoria, estuvo a punto de hacerle la competencia a este santo convirtiéndose en nuevo protector de las parturientas. A una mujer que difícilmente daría a luz una noche, le trajeron por equivocación un retrato de este general. La mujer pudo expulsar la criatura casi inmediatamente después de tener la imagen milagrosa sobre el vientre. Descubierto el error, pasado aquel momento angustioso, se consideró, con muy buen juicio, en vista de un resultado tan rápido y satisfactorio, que tan útil en estos trances podía ser Martínez Campos como San Ramón Nonato; y el retrato del gobernador hizo con éxito las veces de santo partero en muchos casos, solicitado por cuantos se enteraron de su virtud. Acabó en poder de una recibidora que lo llevaba con ella a dondequiera que prestaba sus servicios.” Pág. 59
            Esta sola historia vale por un tratado sobre teoría de la Oralidad y es capaz de generar varios textos de etnología y folclore. Pero esa es harina de otro costal.

3.
            Aquí vamos reproducir una fabula que los santeros suelen narrar  sobre “los beneficios que reportan en los hogares” la presencia de animales:
            “Un hombre, padre de numerosa familia, era dueño de muchos animales que convivían dentro de la casa con él y sus hijos. Como no es raro que suceda entre ciertos individuos, y más de lo que ordinariamente se supone, este hombre entendía perfectamente el lenguaje de sus animales. Por esto, al enfermar gravemente su mujer, mientras todos los de la familia desesperaban de salvarla y ya daban a sus llantos rienda suelta, nuestro buen hombre permanecía tan tranquilo como de costumbre. Había oído al gato decirle al perro: - - La mujer de nuestro amo está muy mala y va a morir. Dejémonos de retozos y correrías. No me muerdas, porque no pienso arañarte.
            Y oyó al kikirikí, interviniendo en el diálogo, responderles lanzando una carcajada: Bah, la mujer del amo, por muy mal que se encuentre, de esta no morirá. No hay que ser cobardes y defenderla cuando venga Ikú…
            Todos los animales le temen a la Ikú; su visita –porque son clarividentes- les horripila. Al cabo de unos días, durante los cuales la enferma empeoraba gradualmente, la muerte, en efecto, llegó a buscarla. Al verla penetrar en la casa bajo el aspecto de un esqueleto, todos los animales empavorecieron; pero, cada uno en su idioma, expresó su terror en el tono más estridente. La Ikú, adelantando un pie, vaciló, aturdida por aquella algarabía. El kikirikí, atrevido y lleno de coraje, mientras los demás animales retrocedían sin cesar en sus alaridos, salió a su encuentro y saltó decididamente sobre ella. En sus revuelos, dejó prendida una pluma entre las coyunturas del brazo del esqueleto, que al ver aquella cosa extraña que brotaba de sus huesos, se asustó y echó a correr puertas afuera huyendo, no del kikirikí, cada vez más envalentonado, sino de la pluma que la seguía en su fuga, y de la que, por más que corría, no atinaba a librarse, en su azoramiento”.
            Aunque esta visita a El Monte no pretende entrar en asuntos exegéticos o hacer una edición anotada y comentada del libro, quisiera hacerles notar que en el relato, ya cubanísimo, se nota la huella de nuestro imaginario, pues Ikú, en el mundo yoruba es macho, y aquí aparece según la imagen europea, en la que la Muerte es mujer y calavera, tal como la asumimos nosotros hasta hoy, por mucha ciencia y conciencia que nos arrope y cobije.  Ver y creer.

4.

La Cabrera cuenta una historia que le narró Oddeddei:
“Un día que regañaba a una mujer que había arrojado de la casa, a escobazos, a una gallina, le oí relatar esta historia, que tenía por verdadera, y que sin duda hizo impresión en su oyente:
- Fue una mujer a la plaza a comprar un pollo: “Quiero un pollo barato. ¿Real y medio? ¡Es muy caro! – y después de mucho regatear, le dieron un pollito chiquito. “vaya, llévelo en un real…” Lo compró. Tenía un patio grande. Pero como el pollo era demasiado chiquito y flaco, lo despreció y lo echó fuera, al placer, donde había muchos matojos. No se ocupó más de él. Por ahí anduvo pedio el pollito, picando esta yerbita y esta otra, comiendo los bichitos que hallaba, y con el tiempo y su buena estrella, se volvió gallina gorda y conoció gallo. Y puso huevos, y sacó tres pollos, y un día que venía la gallina, ufana con sus tres pollones, la mujer la vio. “!caramba, si esa gallina es mía!” – y fue a echarle mano, pero la gallina se escapó. Mandó a su hija a que la recogiese y la gallina se pone a hablar. La niña va donde su madre y le dice: “Yo no cojo a esa gallina. Esta hablando como negra vieja” Va la madre, se acerca, y le dice a la gallina: “! Siga su camino, atrevida!”.
“Figúrese usté! La mujer manda a buscar al babalawo. El babalawo fue al placer, y ahora la gallina saca un canto  (que no anoté), y el babalawo lo oye y le dice a la mujer: “La gallina me explicó que cuando usté la compró, venía contenta a su casa para ayudarla, pero usté la botó: que nunca salió del placer para echarle ni un grano de maíz. Que ahora ella tiene hijos, que está feliz en el placer, que no quiere nada de usté y que se va con sus hijos.”
“La mujer dijo: “Esa es la pura verdad. Pero es que estaba muy flaca y muy chiquita” – Y la gallina le contestó: “ Esa no es una razón. Cuando usté va a la plaza y quiere gallina gorda, páguela. Si  no, cómprela flaca y engórdela.”
“En África nunca se bota un animal. Usté se atrae con eso la desgracia: y déjese de darle más escobazos a esa gallina, que le dará que sentir…”. Pág. 73
La semana que viene les presentaré otra versión de esta misma historia, pues la base de la oralidad son las versiones, en ella está su fundamento y su sobrevivencia. Más que hablar de tradiciones, cuando se trata de lo oral, es mejor apelar al concepto de versión, que es un vivo y actuante, que no tiene esa consistencia pétrea, rígida, que entraña el concepto de Tradición.

5.

            En algunos pasajes de El Monte Lydia Cabrera nos permite reír con verdadera gozo.
            En los encuentros con sus informantes estos no sólo contaban historias sagradas sino que sucesos hilarantes o incluso las primeras podían tener algún elemento cómico.  Vaya por esta vez un ejemplo:
            “La procedencia de esta historia podría no merecernos mucha confianza. A quien me la contó, le oí narrar una vez, en una de las tertulias de Omí.-Tomí y de Oddedei, que siendo cocinero de un antiguo título habanero, perdió su bien remunerado empleo por haber confeccionado tan de prisa un pastel de pollo, que al partirlo su amo, el marqués, que tenía invitados a su mesa aquella noche, el pollo salió vivo, piando, alteando y volcando las copas de agua y de vino, asustando mucho a las señoras que se hallaban presentes, “que no sabían si desmayarse de sorpresa”. Dos de las viejas, asiduas a estas tertulias que animaba Calazán, se indignaron. “! Eso es mentira!: “¿Mentira? Retire esa palabra… ¡Yo nunca digo una mentira, en mi vida!” Y a ese tenor, la discusión se avinagró seriamente; tuve que contener la risa y hacerles a las viejas unas señas suplicantes de que se callasen. Yo, al menos, fingí que no dudaba de su veracidad.” (Pág. 81)
            Visto este fragmento podemos entrar a señalarles otra de las artistas importantes de la obra de la Cabrera: en ella no sólo se encuentran joyas del saber de las religiones afrocubanas, sino que de la oralidad cubana. Esta historia que citamos aquí nos adentra en un tipo de cuento y de cuentero popular, el llamado cuento del yo mentiroso, tan común en toda Iberoamérica, en el que por excepción, pues el cuentero popular generalmente cuenta en tercera persona, se asume el punto de vista del narrador protagonista, que cuenta en primera persona, y la historia asume los ropajes de la anécdota; recurso que hace crecer el efecto hilarante al aparecer un elemento fantástico como tomado de la realidad. El cuentero se asume como protagonista y a través de la exageración y el ridículo llega hasta el reino de lo cómico, arrastrando hasta él también a su público.
            La semana próxima este mismo informante de nuestra autora, dando un giro a su relato, nos presentará un cuento de aparecidos. Así que los esperamos.

6.

Veamos que aparece en la página 81 de la edición de El Monte de 1989 realizada por la Editorial Letras Cubanas:
“  Pues bien, cuenta este viejo, y si se piensa una vez más en la autopersuación del negro, puede haber sido cierto – y si non é vero é ben trovato-, que una comadre suya vivía en un solar que se llamaba de los Aparecidos, porque en cuanto anochecía, se veían allí muchos fantasmas y se oían muchos ruidos. La comadre “era aficionada a hablarles a los muertos”, y una noche que, urgida por una necesidad inaplazable, tuvo que ir al fondo del patio, de regreso a su habitación oyó una voz que le dijo así: “A ver si me das algo”, “ Hombre, sí, yo te daré algo si tú también te comprometes a darme algo a mí –contestó la negra-. Treinta misas gregorianas, porque estoy en pena.” “Bien; dando y dando.” “ Pues busca ahí, debajo de esa losa floja, lo prometido”.
La negra levantó una losa que halló, desprendida, próxima a sus pies, y encontró real y medio y un poco de ceniza. No sintiéndose obligada a pagarle las misas de San Gregorio, por tan pícaro proceder sufrió, sin embargo, durante meses, la persecución de la astuta ánima en pena. En cuanto salía al patio, apenas se quedaba sola, en sueños, y por último, a todas horas, escuchaba la voz gangosa del muerto reclamándole: “¿Y mi misa? ¡ Mi misa!” Y a cambio de aquel real y medio, la mujer trabajó durante meses y meses como una negra, para costear hasta la última de aquellas misas gregorianas que el bribón del muerto le recordaba sin cesar. “ Yo la ayudé con un doblón. Especifica mi amigo-, y todos los del cabildo la ayudaron como pudieron.”
El lector, advertido de qué fuente procede el relato, queda en libertad, como siempre, de creer lo que mejor le parezca. Por mi parte, me inclino a aceptarlo como verídico, pues soy testigo de otros hechos que parecerán tanto más o igualmente inverosímiles”
            Ante el relato oral no vale preguntarse sobre la verdad o la mentira de lo narrado. Al crear un tiempo y un espacio fabular, cocreación del narrador y su público, los implicados aceptan el pacto y todo empieza a funcionar a partir de las leyes que el propio relato estable. Algunos llegan a plantear que el cuento oral provoca “la suspensión temporal de la realidad”, pero a mi esa afirmación no me parece exacto pues, según mi parecer, el contenido de la realidad en la historia oral es otro, tan real y cierto, como el de la realidad real, es decir, esa otra realidad sujeta a la camisa de fuerza del espacio concreto y del tiempo cronológico. 
            Creer o no creer no es importante en el cuento, y lo que hemos leído hoy no es más que eso, un cuento popular, cuyas versiones o variantes se repiten en lugares y culturas muy diversas. Hoy estuvimos delante de un cuento de aparecidos. ¿ Y a quién de nosotros no se le ha puesto la piel de gallina alguna vez cuando, en medio de una narración de estas, una puerta chirrea o un vientecillo fino se nos ha colado por la espalda? ¡A temblar que no hay de otras! Uhhhhhhhhhhhhhhhhhh

7.

Transcribiremos una curiosa persecución de un “espíritu” a la vecina de un solar habanero. Esta historia es simpática, y tiene algo de policíaco mezclado con terror. Así son los géneros populares:
…cuenta ese viejo, y si se piensa una vez más en la autopercepción dl negro, puede haber sido cierto – y si non é vero é ben trovato-, que una comadre suya vivía en un solar que se llamaba de los Aparecidos, porque en cuanto anochecía, s veían allí muchos fantasmas y se oían muchos ruidos. La comadre era aficionada a “hablarle a los muertos”, y una noche que, urgida por necesidad inaplazable, tuvo que ir al fondo del patio, de regreso a su habitación oyó una voz que le dijo así: “A ver si me das algo”, “Hombre, sí; yo te daré algo si tú también te comprometes a darme algo a mí – contestó la negra-”. Treinta misas gregorianas, porque estoy en pena””Bien: dando y dando” “Pues busca ahí, debajo de esa losa floja, lo prometido”.
La negra levantó una loza que halló, desprendida, próxima a sus pies, y encontró real y medio y un poco de ceniza. No sintiéndose obligada a pagarle las misas de San Gregorio, por tan pícaro proceder sufrió, sin embargo, durante meses, la persecución de la astuta ánima en pena En cuanto salía al patio, apenas se quedaba sola, en sueños, y por último, a todas horas, escuchaba la voz gangosa del muerto reclamándole: “ ¿Y mi misa? ¡Mi misa! Y a cambio de aquel real y medio, la mujer trabajó durante meses y meses como una negra, para costear hasta la última de aquellas misas gregorianas que el bribón del muerto le recordaba sin cesar.”Hasta aquí el Monte. 
“Toma chocolate y paga lo que debes”, parecía cantar el fantasma. Y recuerden ir al libro y leerlo, que no hay de otras.

8.

Una historia de violencia contra la mujer les colocaré en esta visita a El Monte – que será la última por ahora-. Es, hasta cierto punto simpática, una narración simpática, donde una muerta resuelve un problema terrible. Veamos:
“José D. era un hombre de luces – aunque el alcohol, a veces. Se las enturbiase-: no creía  en apariciones. Al morir cierta iyalocha, fue a su tendido en el cabildo de Santa Bárbara, porque era madrina – iyabbuonna u oyúbbona- de su mujer.
Cuando una iyalocha o una babalocha mueren, sus colegas se reúnen en torno al féretro para cantarles a las dieciséis Orishas y al desaparecido, “para pedir al santo”, una hora antes, poco más o menos, de llevarlo a enterrar. Por último se le canta a Oyá, la dueña del cementerio, y luego al santo principal, al padre, al ángel del santero muerto. Es la hora más solemne, la de los ataques, en que suben de tono estos últimos cantos con que “se sacan los pies del cabildo” al consagrado en Ocha. Así se llama esta ceremonia_ “Sacar los pies del muerto”.
Cuando la iyalocha, a la cabecera del ataúd, se desploma desfallecida en brazos de otra iyalocha al terminar el último canto: cuando los que dirigen la ceremonia, arrojando el agua que “lleva fresco a la casa santa”, gritaban: “! Abran!”, para que la concurrencia dejase libre la puerta y tuviese cuidado de no impedir el paso a los espíritus y de evitarlos, José vio a la muerta sentada encima de la caja. Ya habían colocado el féretro en el carro fúnebre, y osé volvió a verla de pie en mitad de la puerta abierta de par en par del cabildo, la cabeza envuelta en un pañuelo morado, riendo satisfecha.
Esta aparición tuvo muy felices consecuencias. José, como hemos dicho, era aficionado a la bebida, y cada vez que empinaba el codo más de lo debido, no le ahorraba a su mujer chichones ni cardenales. Después del velorio de la iyalocha, bastaba con que ella, el gesto dramático e hincándose de rodillas, lo amenazaba con invocar el alma de su madrina para que José se convirtiera en una seda. Tenía temor de aquella santera muerta que había visto, con sus propios ojos y en pleno juicio, asistir a su propio entierro”.Pág. 88 
Poco importa el remedio, si la enfermedad se cura. La cosa es que por la vía que sea, ese pobre hombre dejó de golpear a su mujer, y créanme que era un pobre hombre, porque no hay mayor miseria.