lunes, 13 de octubre de 2008

Nada que decir


Para J.A.S.

El abismo, la agonía del autor delante de la página en blanco. El alarido del abandonado frente al alfabeto. Nadie, nadie puede imaginar realmente que esas cosas existan, pues son apenas una movida más de la ficción, un argumento que se esgrime, una espada que el mismo autor se coloca sobre la cabeza y clama, y grita, y farfulla, y se retuerce sobre sus propias vísceras, implora, de modo que pueda reclamar una atención, que en buena lid no alcanzaría a tener si persistiese en usar sus estrategias cotidianas, que a fuerza de repetirlas comienzan a ser develadas, descubiertas, atesoradas o reinventadas por otros mañosos que pueden adelantársele y golpear doble, de modo que el “maestro”, por pereza, podría aparecer como “epígono” o quedarse sin lector.

Los escritores solemos escribir variaciones a un mismo y único tema, que ciertamente son dos – Eros y Thanatos-, y además nos gusta venderlas como siempre nuevas, o que la gente las crea súbitas o que finjan la sorpresa, aunque también nos agrada no ser descubiertos de inmediato, a la primera, porque si bien las mañas están ahí para ser sorteadas, creemos firmemente que hay que agregarles ciertas dificultades o en otros casos dejar evidencias manipuladas que confundan y fundan, desorienten, pero sin que se pierda la posibilidad de que la serpiente termine mordiéndose la cola, pues de lo contrario la pobrecita no llegaría a ser nunca un bicho verdadero, es decir, si el lector no llega a serlo o si la lectura no llega a consumarse, la maña deja de existir con todo el andamiaje, es más, si el texto implosiona por incapacidad del autor o hastío del lector, el recurso explota con él, por lo tanto, hay que guardar la parte tanto como al todo.

La maña es tal a partir del momento en que es reconocida, por lo tanto la angustia del escribano que no tiene nada que decir es una de ellas, de las más socorridas, tal vez, la más tramposa, aún cuando sea presentada en sentido lúdico. El autor, el buen jugador de asares, impulsa al lector hasta un espacio suyo, el desamparo, y una vez lograda esta ubicación, lo desarma, lo descoloca, y le reclama entonces muestras de piedad, de cierta veneración, y cuando esto ha logrado, se saca de la manga una carta última, marcada claro está, y lo obliga a aceptar la convención y el estallido de lucidez, porque finalmente estará estableciendo un discurso que tiene que ver directamente con la mayéutica, es decir con el arte de sacar de y desde si mismo y se supone que esto hay que agradecerlo irremediablemente. El autor merece la piedad y el lector nunca aceptará que es un mal nacido, así que se conduele y hace apuestas de grueso calibre a su favor. Cae en la trampa.

Pero… ante la inmensidad el autor se reconoce pequeño, y sabe que esta pequeñez es su victoria. El blanco no perdonaría el intento de aumentar un color al espectro. Siete ramas del árbol cósmico. Siete planetas. Siete cielos. Siete notas musicales. Siete días de semanas. Infinitamente siete. Si en el lugar del siete apareciese un ocho se rompería el equilibrio entre la tierra (el cuatro) y el cielo (el tres), es decir, sería imposible la totalidad, aparecería entonces la monstruosa visión de una tierra multiplicada, más bien duplicada, de una doble tierra (4+4), cuando el propósito de todo hombre de letras no es otro que la búsqueda de la armonía, de la composición perfecta de un territorio que contenga en sí mismo todos los ingredientes del equilibrio y de la verdad, que es a fin de cuentas el resultado del cálculo o de la suma de lo inconocible y de lo poseíble, de lo pasado y lo futuro, engendrador de un presente continuo que sólo tendrá basamento si se muestra cumpliendo todas las reglas de la proporción y de la perspectiva, es decir, las normas que garantizan que la ficción sea un mundo y no la representación de él.

Luego entonces el pánico ante el blanco es una farsa, o en el mejor de los casos el recurso que denota la existencia de un pánico absurdo ante el silencio. Renuncio a la maña. No temo a la página en blanco. Confieso que hoy no tengo nada que decir.
Octavio Paz decía “para hablar aprende a callar”, sin embargo uno no cierra nunca la boca, es más se cree obligado de oficio a tener que opinar sobre todo y todos, y cuando no tiene nada que parlotear estructura un discurso sobre el silencio, o sobre la nada o sobre el pánico al vacío, que no es más que la representación del silencio. ¿No será acaso que uno habla para acallar los alaridos del silencio que proclaman una verdad tan evidente como que uno no tiene muchas veces nada de que hablar o de que en realidad las únicas palabras posibles hablan de que uno se ha quedado sin argumentos, sin palabras?

La mudez. Deberíamos escribir un tratado sobre la mudez. ¿Mejor no sería callar antes de hacer elogio a la soberbia?

Todo lo anterior es pura guerra, batalla campal frente al dolor de un amigo que no puedo remediar, es más, ese es un dolor que no puedo repetir sin que me duela. El me regaló un poema originalmente escrito en gallego, Larga noche de piedra, y a un poeta, Celso Emilio Ferreiro. Más ahora me he quedado mudo frente al texto, quiero devolver su gesto y nada viene a mi cabeza sino esa sensación de ahogo que produce la cruz, ese salir del aire que poco a poco lo va llenando todo, pero que nos va dejando vacíos, muertos para las palabras. No hay quien resista la cruz. Es un imposible. Hay que saltar fuera del dolor, pero con él, saltar del otro lado, sin abandonarlo. El dolor es la puerta. Bienvenido el silencioso dolor.

Mejor callo.

Larga noche de piedra*

En medio del camino tenía una piedra
Tenía una piedra en medio del camino
Tenía una piedra
En medio del camino tenía una piedra.
Carlos Drummond de Andrade

El techo es de piedra.
De piedra son los muros
y las tinieblas.
De piedra el suelo
y las rejas.
Las puertas,
las cadenas,
el aire,
las ventanas,
las miradas,
son de piedra.
Los corazones de los hombres
que a lo lejos acechan
hechos están
también
de piedra.
Y yo, muriéndome
en esta larga noche
de piedra.
* Tomado del libro Larga noche de piedra, Rinoceronte Editora S.L., Galicia, 2007. Traducción de Penélope Pedreira y Moisés Barcia.