lunes, 21 de febrero de 2011

Cuentos y apostillas


Es una escena deliciosa. Con naturalidad, en plena calle, se produce una secuencia, siempre idéntica: dos individuos, Paseantes 1 y 2, avanzan. El primero se traslada con dirección Norte-Sur; el otro Sur-Norte. Dicho sea de paso, sólo el Paseante 2 penetra en un ciclo lógico, en una sinfonía perfecta y esencialmente creíble. 1 es apenas la sombra del andarín o el proyecto de él, pues no llega a definiciones mayores, por no afirmar, que no puede conocer o conocerse o reconocer(se), porque le es imposible al hacer tal recorrido, que seguramente ha realizado bajo compulsión u obligado, contra su voluntad, por angosta vía, ¿ o esta noción le es extraña?.

Retomemos el recorrido. Partiendo ambos y siguiendo el itinerario según lo planeado, es seguro que se encontrarán irremisiblemente en algún punto de este. Y de ese modo ocurre, no lo duden. 1 y 2 en unos minutos se sitúan uno frente al otro, cara a cara y comienzan a ejecutar una danza pendular, que dura apenas unos segundos hasta que, uno de los dos, no recuerdo cuál, no es importante, decide parar, y el otro lo imita. Puestos en esa situación los dos se apartan cortésmente y siguen su camino, uno de Norte a Sur, por la derecha, su derecha, y el otro de Sur a Norte, también por su derecha, la suya propia y no la del adversario.

Sin ninguna alteración todo esto tiene lugar en un espacio-tiempo perfectamente determinado. No es fabula. Hasta aquí el suceso, la narración de la errática y bamboleante marcha de los Paseantes 1 y 2.

Analicemos el fondo del asunto. Todo esto no hubiese ocurrido si existiera al menos una norma, un estatuto, un sistema de señales o unas disposiciones que regularan el tránsito de dos o más individuos, en sentido contrario, por una acera citadina. La norma existe, se llama urbanidad y buenas costumbres, sentido común; sólo que al desconocerse estas disposiciones, ellas dejan de cumplir su función y desaparecen; esto es algo así como si el presbítero Berkeley cerrara los ojos y la realidad dejara de ser lo que es y se convirtiera en algo que depende únicamente de sus sentidos. El manual existe, lo escribió Carreño y al menos en Cuba lo conoció hasta la generación de los nacidos en los años 40, después se sumergió en la nada cotidiana, se ninguneó, junto a otras muchas normas, regulaciones, leyes, disposiciones, resoluciones, prospectos, etiquetas, guías de consumo, etc., etc. De conocer y aplicar el Carreño, tanto 1 como 2 se hubieran desplazado cortésmente y en el momento de encontrarse en aquella centralidad, haciendo cada uno un ligero movimiento a la derecha, a la de cada cual, ambos hubieran continuado tranquilamente su paseo sin necesidad de penetrar en el sinuoso terreno del bailecito pendular.

Si esto funciona en la vida de la polis, en las normas de convivencia que la controlan, es decir, si bien funcionan, ocasionalmente, las reglas, como expresión de una necesidad colectiva de orden y concierto, de comunicación, en la Literatura parece ser que la cuestión no funciona del mismo modo. Superado el positivismo individualista del Siglo XIX y los coloquialismos anglosajones y los realismos del XX, por nombrar apenas los intentos de normativas más resientes y resistentes, arribamos entonces a la certeza de que en las bellas letras, y por extensión en todas las artes, no son necesarios los manuales, las guías de consumo o las regulaciones. El complejo aparato de notas y la bibliografía tan al uso en el ensayo, género que, como se sabe, casi abandona la Literatura para adentrase en la Ciencia - ¿o viceversa?-, resultan ser un verdadero obstáculo más que un puente o una tabla de salvación que media entre el escritor, lo escrito y el lector. Luego entonces, por principio, o por final, un libro de cuentos, o de cualquier otra ficción, no debe o no debería tener notas, moralejas, glosarios, índices onomásticos, mapas, esquemas, tablas, referencias, y mucho menos… apostillas… a no ser que este sistema de señales, más que intentar echar luz sobre el texto narrativo, poético o dramático, lo que haga sea superponerse a él y distorsionarlo hasta crear un nuevo texto o un extraño contexto, que pueda funcionar independiente y que le de la posibilidad al lector de participar o no del juego propuesto. También pudiera ocurrir que la apostilla, cual estrambote, amplié las posibilidades y el espacio-tiempo de la ficción, o se convierta en una lente, pulida a mano claro está, que recoloque los centros del lector, obligando a este a reconsiderar lo antes visto e introducir una mirada, supuestamente más cercana a lo que pretende expresar o expresa el autor o está en la raíz de sus motivaciones y procesos.

Más todo esto es especulación vana. En la vida no hay placer mayor que el derivado de la sujeción voluntaria y conciente a una norma, que es lo que ocurre cuando uno se adentra en el uso de las estructuras clásicas del poema, o en la violación de esta. Cuentos claros (Editorial Ácana, Camagüey, 2011), el libro que me sirve de pretexto para una “conversación en la penumbra”, se mueve, como los paseantes 1 y 2, en una danza pendular. Por un lado asume y reitera, convoca y pule, usa, la constante camaleónica, es decir representacional y simuladora, del Arte, y por otro se esfuerza en mostrase, en exhibirse, que puede ser condición esencial del artista, pero no del Arte. Me explico: en pleno dominio del idioma, mientras narra, la autora se sitúa detrás de un narrador, o de varios, y disfrazada, usurpa su lugar, finge ser él/ella, y nos ofrece cuentos en la entretarde, sinuosos, insinuantes, erotizados, duros y agónicos pero después los distorsiona o los recoloca en apostillas que introducen una nueva calidad/cualidad a lo narrado. Allí aparece un personaje otro, un narrador otro, “la escritora”; que fingiendo ser o usurpando la personalidad de Oneida González, no alcanza, sin embargo, a ser persona en plenitud, ni creo que sea exactamente un alter ego, sino apenas un ego disoluto y chocarrero, trágico, pero que, reitero, no llega a ser persona nunca, y que pretendiendo crear un orden literario, escritural, lo que hace es, indistintamente, crear lo nuevo sobre lo antes narrado o distorsionar y refuncionalizar un texto creándole un sistema otro de relaciones, que él no poseería si no existiera la tan llevada y traída anotación, acotación, adición, posdata, nota, glosa, comentario, marginalia, sugerencia, referencia, o como queramos llamarle a la tan llevada y traída apostilla.

Llegados a este punto debo dejar constancia que:

  1. Todo lo que anterior está resumido en el prólogo con el que la autora nos acosa - híperapostilla -, pero no hay que hacerle demasiado caso, un narrador-protagonista está escondido detrás de la escritora, y tiene lugar la primera y espectacular muda. Podría llamarme Oneida.
  2. Las apostillas no son lo que parecen. Segunda, y no menos estruendosa muda. Se introduce una sucesión infinita de espacios-tiempos fabulares. Pliegues que nos recolocan en otras dimensiones.
  3. La desnudez de estos textos es fingida. Capas superpuestas de velos hacen que en ellos, dependiendo de la habilidad del lector, coexistan mundos encontrados, realidades otras, aunque en la almendra intuyamos que allí se haya una y nada más que una.
  4. La pulcritud aquí es engañosa. Cuidado, mucho cuidado con ella.
  5. Estos cuentos duelen, mucho.

Mejor termino. Hago mutis por el foro, y lo dejos a solas con la soledad poblada de sentidos, de resonancias y sibilancias, que se atesoran este libro, tramposo y lúdico, díscolo, camaleónico y transparente, agónico.

Estas notas son pues otra engañifa, otra estrategia de la autora, pues yo no soy lo que soy o lo que aparento, ni mi letra es mi letra:

Es una escena deliciosa. Con naturalidad, en plena calle, se produce una secuencia, siempre idéntica: dos individuos, Paseantes 1 y 2, avanzan. El primero se traslada con dirección Norte-Sur; el otro Sur-Norte. Dicho sea de paso, sólo el Paseante 2 penetra en un ciclo lógico, en una sinfonía perfecta y esencialmente creíble...