viernes, 31 de agosto de 2012

Bajo el Árbol de Taparas III



Llueve, afuera llueve, y recuerdo una tarde caraqueña, junto a Emilio Jorge Rodríguez y Daniel García, mis compañeros de aventura, caminando por La Candelaria, en medio de una llovizna pertinaz. Éramos llevados por Mirna, nuestra culta y generosa guía. Mujer que ama a su ciudad y la conoce. También la sufre. Vemos gentes por todas partes, en el apuro por librarse de la lluvia, pero no espantados por un acto de violencia, tan comunes en la primer y sucesivas Caracas que he ido viviendo y reconocido.
            Algunas pensarán que no me pareció agresiva la ciudad porque no me agredieron, y eso puede ser, también puede ser; pero algo ha cambiado, ahora es una ciudad más incluyente, más de sus gentes y para ellas. Me gusta pensar que esta urbe en los próximos años será un modelo de convivencia, un santuario para  seres humano diversos y armónicos.
            Confieso que había olvidado que cosa era ser feliz, y allí volví a sentir la felicidad a chorros, la simple felicidad de despertar y estar vivo. No ocurrió nada excepcional, nada de esas cosas que reconocemos como motivos para sentirla. Fui yo, y eso bastó. Me sentí querido, respetado, tomado en cuenta, sentí que me escuchaban personas a las que era útil y placentera mi palabra. Sólo estábamos Caracas, la nueva, y yo.
            Uno de los motivos más intensos para esta percepción nació de mi contacto con las gentes del Barrio 23 de Enero, de mala fama y peor estampa durante mucho tiempo. Ahora empieza a renovarse, y al conocer su gente hasta yo me remocé.
            Aquella es una comunidad rebelde, auténtica, constructora y especialmente conciente de su ser, una colectividad que desde siempre decidió vivir para si. Ideada por la megalomanía constructiva del último de los tiranos públicos venezolanos, fue ocupada, y trasformada por su gente. Allí se movieron las luchas guerrilleras de los años sesenta y las luchas urbanas y obreras que prepararon, que están en la raíz, del Caracazo contra el neoliberalismo,  del alzamiento del 4 de Febrero y después de la revolución bolivariana, empoderada desde 1998 hasta hoy, resistiendo güarimbas, golpe de estado, acoso mediático y quinta columna interna.
            En la Venezuela del Pacto de Punto Fijo, la post-pérezjimenista, la derecha internacional y sus lideres norteamericanos ensayaron la teoría de la seguridad nacional, el neoliberalismo en economía, la guerra mediática, el neocolonialismo político y un lento, cuidadoso y aplastante proyecto de criminalización de la protesta social, entre otras muchas barbaries, sólo que en medio de una democracia formal, con elecciones y alternancia de partidos en el poder. En la Venezuela entre 1958 y 1998 hubo una dictadura tras bambalinas que en el escenario exhibía el glamour de la meritocracia y el surgimiento de la cultura “sifrina” y consumista,  aderezada con el mal gusto y la pompa de unos nuevos ricos capaces de vender su alma a Satanás con tal de mantenerse en el poder. El pueblo y su miseria se veían porque los cerros crecían y cercaban el valle, pero con no mirarlos tenían.
            Recuerdo como los políticos en época de campaña electoral repartían antiparasitarios, cual golosinas, creando una cultura de la necesidad de quitarse periódicamente esos bichos, como si los pobres fuéramos perros incapaces de contarle nuestros síntomas a un médico y este ponernos el tratamiento adecuado; además de que no imaginaron nunca que terminaríamos enterándonos que no existe aún un antiparasitario universal capaz de matar a tirios y a troyanos indistintamente, es decir,  uno que eliminara a los cientos de parásitos que nos infestan o que el origen de nuestros males radica en  la pobreza, que es la fuente de donde mana la enfermedad y la violencia, y no, como nos quisieron hacer creer, que todo sucedía porque éramos sucios y agresivos por naturaleza, o al menos por mala administración y peor entrenamiento para dirigir nuestros destinos. Tengo viva la imagen de un niño de Lara que lloraba pus o la de una mujer que sangraba durante seis meses sin parar y que aún le faltan otros seis para ser operada en un hospital público, pues tal era el tamaño de la lista de espera.
            Muchos eran los males que se fueron acumulando y le dieron presión a la caldera social que terminó explotando en el Caracazo del 89, el mismo que le dio un soberano puntapié al “inefable” Carlos Andrés Pérez, de infeliz memoria en la política, pues tiene el indeseable mérito de haber sido el último de los tiranos ocultos que infestaron la 4ta. República; pues  al presidente Rafael Caldera, que si bien fue uno de los autores del pacto que le dio origen, hay que reconocerle el mérito de no haber cedido a la tentación de no reconocer el triunfo popular en las elecciones que llevaron al Palacio de Miraflores a Hugo Chávez. El 23 de Enero estuvo en epicentro de esas luchas, y todavía hoy mantiene viva sus células más combatidas.
            Decir que allí no hay choros y malandros, acumulación de violencia y desorden, es una manipulación y una mentira, como lo es generalizar y singularizar como corrupción total a una comunidad viva e intensa. De ella estaremos hablando la semana próxima, pues posee el árbol de taparas que fue mi paraguas y fuente, el responsables de mis ojos nuevos.

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