sábado, 10 de diciembre de 2011

Mayra Navarro: ojos y oídos del mundo



1.
No soy Mayra de los Ángeles Navarro Miranda, sino Mayra Navarro. Aunque el primero es mi nombre de bautismo, me quedo con el segundo, que es el que más me gusta y por el que se me conoce. En el colegio de las monjas me decían MayraNavarro, seguido, sin pausa, como un solo nombre, y todavía mucha gente me saluda así. No es que rechace mi nombre completo o que no quiera a mi mamá -que fue quien me lo puso y que es importantísima en mi vida; tanto, que creo me dejó la mayoría de las cosas que me caracterizan-, o porque no diga su apellido Miranda. Lo que pasa es que me gusta más la sonoridad rotunda del Mayra Navarro. Además, ni siquiera mi madre, cuando yo era chiquita, me llamaba por el nombre completo; algunas veces me decía Mayra de los Demonios o de los Diablos. Es que yo tenía mis rebeldías. Era bastante independiente y ella me llevaba recio; me controlaba bien, a pesar de ser hija única. Sin autoritarismos, pero sabía poner orden. Explicado todo esto, insisto en que me quedo con el Mayra Navarro.
Nací y me crié en un ambiente bastante especial. Mi padre era un hombre callejero, aparecía puntualmente a comer, a bañarse y a dormir, pero hacía su vida afuera, y mi mamá y yo teníamos otra vida adentro, una que nos unía. Recuerdo que por las noches, nos acostábamos juntas en su cama y ella, que no tenía un nivel educacional alto pero sí era una lectora voraz, lo esperaba leyendo. Cuando él llegaba, me pasaba para mi cuarto, ya dormida. Vi a mi madre leer a Víctor Hugo, a Jorge Amado, a Tolstoi, a Gustavo Adolfo Bécquer, a Rubén Darío, a Gabriela Mistral, entre otros, y también leía las revistas del corazón que había entonces, Vanidades, Romances, La familia, cosas propias de las mujeres de la primera mitad siglo XX. Algunas noches no quería que siguiera leyendo, quería que me atendiera, porque yo era su niña, y entonces dejaba un rato el libro, y me hablaba, jugábamos, pero al final decía ¡Ya!... y volvía a leer, y yo me tenía que dormir. A mí eso me molestaba mucho, porque creía ser el ombligo del mundo. Pero ella sabía ubicarme en el justo lugar, y eso creo que me ha venido muy bien en la vida.
Mi madre era muy esforzada, una mujer de trabajo, en la casa; se ganaba la vida cosiendo y se dedicaba a vestirme, a coser mi ropa, a hacerme los crespos. Yo era su delirio; se miraba en mí. Fue una excelente costurera y trabajó por los años 80 en el Teatro Nacional de Guiñol, en el taller que allí había. Cuando llegó al Guiñol sintió que no sólo era una simple costurera que vestía a una persona para ir a una boda, o para ir de paseo, sino que era un puente entre el diseñador que hacía el boceto, y la hechura final que usarían los actores o los muñecos. Se sentaba a discutir con ellos, a interpretar los diseños, para que quedaran como los habían imaginado. Es decir, hacía un trabajo creativo.
El último vestido que me hizo fue una suerte de bata cubana, con alforzas y entredoses, todo confeccionado con sus manos, para presentarme en los espectáculos. Todavía lo conservo intacto. Me lo estrené en México, en 1990. Estando en ese país, pensaba que aquel iba a ser el mejor año de mi vida, pues estuve cuarenta y cinco días viajando, disfrutando mi trabajo artístico; participé en el II Festival Iberoamericano de Narración Oral Escénica en Monterrey, y hasta recibí un premio. Cuando llegué a Cuba descubrí que no era verdad.
Al ver a mi madre, pensé que estaba “floja” por mi ausencia, porque me había extrañado, pues cuando me recibió se echó a llorar. Ya en la noche, mi marido, Freddy Artiles , me contó lo que pasaba. Ella no estaba sólo débil, sino que estaba muy enferma. Murió joven, tenía solamente 63 años. No sufrió demasiado, porque todo sucedió muy rápido, en apenas un par meses. Pensaba seguir trabajando y hacía planes para el futuro, pero no regresó jamás al teatro.
Donde están los recuerdos de mi madre, está la urdimbre, están los hilos de mi vida, los que me llevaron hasta aquel 1962, el año que me cambiaría definitivamente la vida, sólo que no lo descubrí hasta mucho después, porque uno nunca sabe nada de su tiempo hasta que pasa. Estudiaba música y mi maestra Carmen Valdés – otra mujer extraordinaria a la que debo mucho-, dirigía el coro del recién fundado Departamento Juvenil de la Biblioteca Nacional José Martí, y como allí necesitaban a una muchacha que se encargara del pequeño Departamento de Música, me recomendó para trabajar en él.
El concepto que había entonces era que dentro de ese Departamento se reprodujeran para los niños todos los servicios que se ofrecían a los adultos, es decir, para no mezclar niños con mayores, los pequeños deberían tener su mundo aparte, pero con todas las ventajas. Existía el ya mencionado Departamento de Música, con un tocadiscos y actividades específicas; una pequeña pinacoteca en la que se prestaban reproducciones de cuadros; el Departamento de Laminario y las Salas de Lectura, para los más chicos y para los más grandecitos, donde se encontraban los libros de referencia, de estudio, y los de literatura y otras materias, en la sección circulante. Había una salita para contar cuentos, con el objetivo de fomentar la lectura, entendiendo que los relatos eran pequeñas obras de arte, que se narraban, en primer lugar, para divertir y desarrollar la imaginación, y después, para todo lo demás. En esos años descubrí el concepto de divertir de Bertolt Brecht, que no es sólo reír, sino emocionarse, llorar, sorprenderse, quedar sin aliento, estremecidos ante la belleza o el dolor. Y el cuento tiene esas características por la capacidad de apelar al imaginario personal y colectivo, de crear un espacio-tiempo, que es el de la fábula. No es cierto, entonces, que La Hora del Cuento fuera sólo para promover o estimular la lectura y la literatura.
Recuerden que al principio comencé a trabajando en el Departamento de Música. Estuve dos semanas a prueba. Llegué un 15 de marzo. Iba al Instituto de Segunda Enseñanza de La Habana por las mañanas, y a la una de la tarde entraba a la Biblioteca, hasta las seis. De allí salía para el Conservatorio Amadeo Roldán, a estudiar el piano. Con mucho sacrifico, mi madre me había comprado un piano de estudio Pleyel, y a mí me gustaba tocarlo. Tenía cursados ya Historia de la Música, con Edgardo Martín; dos cursos de Armonía, con Waldina Cortina; Teoría de la Música, con Osvaldo Ferrer; Solfeo, con Nereida Borges; Apreciación Musical, con Carmen Valdés, quien me educó el oído para apreciar y entender la música, para comprender lo que hay detrás de una obra musical, de una partitura. Es decir, que tuve maestros que han sido importantes en la historia de la pedagogía musical cubana.
Durante aquella quincena de prueba, parece que hice bien las cosas, porque un día me llamaron al Departamento de Personal para hacerme el contrato definitivo, pero descubrieron que era menor de edad -tenía sólo catorce años- y no pudieron hacerlo. Entonces la jefa -una bibliotecaria estrella que se llamaba Audry Mancebo- dijo que ella me quería a mí, que no sabía cómo iban a arreglar el asunto, pero que yo era la persona indicada, que muchas otras habían pasado antes por allí, pero quería que me quedara yo. Y encontraron la manera; me hicieron un contrato que, en lugar del número de años, decía “la estudiante mayor de edad…” Una vez que se renovaba tres veces, ya pasabas a la plantilla fija de los trabajadores de la Biblioteca. Yo estuve por muchos años en ella, desde 1962 hasta 1978.
Desde el Departamento de Música es que descubro La Hora del Cuento. La hacía Aurora Díaz, todos los viernes, a las cinco de la tarde. A mí, que era prácticamente una niña, me fascinó escuchar cuentos. Me habían narrado cuentos mi madre, mi abuela paterna, alguna maestra, y me gustaba mucho leer, pero nunca había escuchado cuentos contados en un sitio especial para eso. Aquello me encantó. Cada vez que podía, me escapaba a los cuentos, y un buen día nos reunieron a todas las muchachas que trabajábamos allí para decirnos que Aurora no iba a estar más, y que para que los niños no se quedaran sin narraciones, nosotras deberíamos rotarnos y suplir su lugar, hasta que se consiguiera otra narradora. Se hizo un silencio espeso, que se hubiera podido cortar con un cuchillo, y como nadie respondía, dije: pues lo hago yo. Poco después, me encontré narrando delante de un grupo de niños, un cuento titulado El león famélico. Lo que hice me parece que fue espantoso. Era la historia de un león que se comía a los conejos del lugar, hasta que ellos, cansados de ser engullidos por el felino, lo invitaron a disfrutar de unos “guisos” muy buenos que ellos hacían y que a él le gustaron muchísimo. Cuando ya estaba bien lleno, los conejos le decían que había llegado el momento de que se los comiera, pero le león les contestaba que no, que regresaría al día siguiente, porque la tripa le iba a reventar. Así ocurrió hasta que lograron “educarlo”… pero no me acuerdo del final. Claro que lo hice miméticamente, como le había visto hacer a Aurora. Quizás porque no había nadie más, o porque vieron algo en mí, a partir de ese cuento mal narrado, empezaron a trabajar conmigo.
Había entonces en la Biblioteca Nacional una verdadera comunidad entre los trabajadores y Juvenil no era menos; teníamos tiempo para hacer trabajo interno y cultivar las amistades, porque no se abrían las puertas al público hasta las tres de la tarde y entrábamos a la una. Mi obligación era atender el Departamento de Música; pero una vez que ordenaba mis discos, hacía la selección de la música para encausar ese día, cambiaba mis exposiciones y completaba las estadísticas, no tenía qué hacer hasta la entrada del público, y me aburría mucho. Entonces, para matar el aburrimiento, leía y procuraba aprender otras cosas con ayuda de mis compañeras. Pronto supe preparar físicamente el libro, es decir, aprendí a poner los bolsillos, las hojas de devolución, a pegar los marbetes y a intercalar las tarjetas en el catálogo por orden alfabético; a veces me daban tongas de libros, pero en menos de lo pestañea un mosquito, yo las bajaba y ya estaba pidiéndoles más. También aprendí a ordenar los estantes siguiendo el sistema Dewey y a reproducir ejemplares ya clasificados y catalogados, a partir de la ficha topográfica. Hacía muchas cosas y preguntaba y aprendía, por lo que mi compañera Rosario Antuña me bautizó como “ojos y oídos del mundo”, que era el título de un noticiero de cine que había por entonces.
Ojos y oídos del mundo estaba donde quiera que hubiera algo que ver o que aprender y como mismo entré en el mundo de la biblioteca, me metí en el mundo de los cuentos.
Creo que he sabido aprovechar los buenos momentos, descubrir las cosas o los instantes que serían importantes en mi vida. En ese momento se estaba creando, a instancias de la Dra. María Teresa Freyre de Andrade, directora de la biblioteca, el Departamento Filológico de Narraciones Infantiles, al frente del cual ella nombró al poeta Eliseo Diego. Con él trabajaba la Dra. María del Carmen Garcini, que era su mano derecha.
La Dra. Freyre había creado, en la Sociedad Lyceum y Lawn Tennis Club de Cuba, en Calzada y 8, en El Vedado, la primera Biblioteca Juvenil de Cuba, que fuera también la primera en ofrecer La Hora del Cuento, donde en abril de 1947, ella impartió el primer taller de narración oral que se hizo en Cuba y, en 1952, escribió el primer texto cubano sobre el arte de contar cuentos. Al ser nombrada directora de la Biblioteca Nacional y de la Red de Bibliotecas Públicas después del triunfo de la Revolución, buscó a las personas adecuadas para fundar ese departamento, introducir La Hora del Cuento y extenderla a todas las bibliotecas del país. Ella fue el eje fundamental de aquella idea, fue una visionaria. Amaba su profesión de bibliotecaria y se dedicada a ella con pasión; si viajaba a Estados Unidos, traía lo más novedoso de la bibliotecología moderna y lo aplicaba enseguida en Cuba, pero también era una mujer muy comprometida políticamente con su tiempo, con su patria. Antes había luchado contra la dictadura de Gerardo Machado, donde perdió a sus hermanos. Tenía una cultura extraordinaria, pero se dedicó a poner sus conocimientos al servicio de los demás, y andaba a la búsqueda de lo mejor, de nuevas técnicas, de los conocimientos más avanzados. De su biblioteca personal se tradujeron los textos sobre el arte de narrar de Ruth Sawyer, Sara Cone Bryant, Padriac Colum, Catherine Dunlap Cather y su libro El cuento en la educación, que aún tiene extraordinaria vigencia, y algunos otros, de los que se editaron capítulos, a partir de 1963, en los folletos de Teoría y Técnica del Arte de Narrar, de la Colección Textos para Narradores, los que hoy pueden ser estudiados gracias a la labor de entonces.
Recuerdo a Maria Teresa como si la estuviera viendo ahora, recorriendo las salas y las oficinas del edificio, en su condición de Directora; inspirando respeto a todos, elegante y sencillamente vestida, a tono con sus años y con la dignidad de su condición rectora. Pero me parece verla también durante la Crisis de Octubre, con su uniforme de miliciana –camisa de mezclilla azul y falda negra-, dando el ejemplo para todos. Su hablar fue siempre pausado, en tonos suaves, con palabras directas, precisas, pero amables para dirigirse a cualquiera de sus subordinados, así fuera el más humilde de los empleados de servicio. Uno de sus rasgos característicos era el parpadeo constante de sus ojos, que pienso se agudizaba cuando quería llegar más allá de lo que a su vista se ofrecía. Sin lugar a dudas, la Dra. Freyre sigue siendo para mí un modelo absoluto de distinción y buen gusto, de esmerada educación.
Otro gran mérito suyo es el haber llamado y puesto al frente del Departamento de Narraciones Infantiles a Eliseo Diego, que además de tener la sensibilidad del poeta, era un pedagogo extraordinario, un excelente traductor y un hombre de un mundo interior muy intenso, que asumió con mucha modestia, pero con dedicación extrema, la labor que le encargaran. Él era un poeta de la cotidianidad que encontraba la poesía en todas partes. Hoy me conmueve mucho leerlo, me enorgullece haberlo tenido tan cerca, que sea alguien tan importante en mi vida, y me estremece su marcada obsesión por el tiempo, presenten en toda su obra, como algo que gravita en la vida de los seres humanos.
He hablado de Eliseo y de la Dra. Freyre en unidad. Los dos son complementarios en este campo. A la Dra. Freyre todavía se le debe un estudio sobre sus aportes a la cultura nacional. El poeta ha tenido más suerte. A este binomio se unió alguien más, para conformar un trío insuperable: María del Carmen Garcini. Ellos tres y la doctora Audry Mancebo, quien en principio impartiera algunos aspectos de literatura infantil, fueron los coordinadores y guías de aquellos seminarios iniciales en la Biblioteca Nacional.
Quienes tuvimos la suerte de conocer a María del Carmen y de trabajar con ella, la recordamos como una mujer menuda, de apariencia frágil, inteligencia sagaz, carácter firme y trabajadora incansable.
Tal cual la he descrito aquí, la recordé en otro espacio, pues habiendo sido su vida tan breve (1935-1967) fue protagonista clave en el desarrollo de una labor que ahora podemos calificar de monumental, por haber sentado entre nosotros las bases teóricas y técnicas del arte de contar cuentos de viva voz. Su contribución ha quedado plasmada en la Colección Textos para Narradores. Gracias a su quehacer investigativo, realizó innumerables búsquedas, traducciones, lecturas y estudios sobre el tema, que la dotaron de sólidos conocimientos para revisar y escribir artículos teóricos y para ejercer como docente en los seminarios impartidos entre 1963 y 1966, ya que nunca fue narradora oral ni había conocido las interioridades de tal arte antes de integrarse a la labor de este equipo. Tengo el orgullo y el privilegio de haber sido también su alumna, digamos que una alumna especial y muy cercana, puesto que trabajando en ese departamento, serví como modelo de narradora en aquellos seminarios y era María del Carmen quien, en el día a día, revisaba mi trabajo y me señalaba los errores y los aciertos, guiando mi incipiente formación, con la paciencia y la entrega de quien va sacando, a fuerza de cincel y martillo, las figuras que se esconden en la piedra. Todavía me parece estar dialogando con ella, comentando los apuntes que hacía en aquellas fichas, en las que iba llevando el control de los cuentos contados, para poder comparar entre una actividad y la siguiente, en qué medida avanzaban la eficacia de las versiones; una especie de “control de calidad” de nuestro trabajo.
Cuando empecé a hacer La Hora del Cuento, ya no puse más marbetes ni organicé libros, sino que dediqué mi tiempo “libre” antes de dar entrada al público, a aprender cuentos y a conversar con mis maestros. Ellos, además, me marcaban lecturas, y comencé a proyectar con ellos la actividad que se hacia, como dije, los viernes a las cinco de la tarde y en tres grupos, por edades: para niños pequeños, medianos y para preadolescentes.
Esa fue una etapa muy linda en mi vida, en la que sentía a todas horas el deseo y la necesidad de contar cuentos. Una vez fui a un velorio en un pueblo cercano a la capital, en la casa de unos masones, amigos de mi papá; me encontré con que allí había varios niños, me los llevé para el patio y me puse a contarles cuentos. Aquello fue de lo más bueno porque pude distraer a los inquietos muchachos, además de que yo estaba realizada con la contadera. Como estaba estrenando el mundo, no sabía nada todavía sobre los cuentos de velorio, ni de los cuenteros populares, ni de la tradición campesina de contar todo tipo de historias en los funerales. Esas cosas las supe mucho después. Para mi todo era nuevo.
Finalmente, llegó el día en que dejé el Departamento de Música y me fui al de Narraciones. Llegué a mi casa y le dije a mi mamá: ¡Vende el piano, que no voy a estudiar más Música! Imagínense… Ella, puso el grito en el cielo, pues había hecho muchos sacrificios para que yo estudiara, para comprarme el instrumento, y antes también, para que diera clases de ballet, de baile español, e hiciera el bachillerato, y “ahora lo iba a dejar todo por contar cuentos”. Le dije que no se preocupara, que iba a seguir estudiando el bachillerato y que iría a la universidad, pero que creía que con el piano sería sólo una mala maestra, y que el cuento era la pasión y la razón de mi vida, que iba dedicarme por entero a eso. Entonces vendió el piano y me quedé contando cuentos. Y miren de nuevo la influencia de mi madre, que me facilitó una formación desde las vivencias y el conocimiento de las artes, con lo que se fue moldeando mi sensibilidad. En ella fue pura intuición, pero esa es la base de la Educación por el Arte.
En mi época de la Biblioteca, tuve la posibilidad de nutrirme del ejemplo de muchas personas y de alcanzar conocimientos complementarios. Allí trabajaban también, y eran visitas asiduas del Departamento de Narraciones Infantiles, Cintio Vitier, Fina García Marrúz, Roberto Friol, Reneé Menéndez Capote – la Cubanita que nació con el siglo- , Walterio Carbonell y Graciela Pogollotti, entre otros. Como en una especie de sobremesa, después de almuerzo, ellos venían a conversar con Eliseo en su pequeña oficina, y yo los veía, los escuchaba. No formaba parte de las conversaciones, por supuesto, pero me daba cuenta de lo que allí sucedía. Aprendí de su valoración de la amistad, de cómo se relacionaban y el respetuoso afecto con que se trataban, del buen humor que los caracterizaba, cómo reían y cómo hablaban en sentido metafórico.
Eliseo, que fue una suerte de padre para mí –bueno, hasta fue testigo de mi boda por la Iglesia cuando me casé con el padre de mis hijos- dedicaba horas a conversar conmigo. Por él conocí el Libro de Horas del Duque de Berry; por él descubrí la poesía de César Vallejo y pude disfrutarla en su voz; aprendí sobre la vida de los Hermanos Grimm; a leer entre líneas El Gato con Botas, que era su cuento favorito; sobre el “desliz” de Madame Le Prince de Beaumont, quien siendo detractora de los cuentos de hadas, alcanzó un lugar en la historia de la literatura del siglo XVIII porque escribió La Bella y la Bestia.
A veces el poeta convocaba a las personas con las que trabajaba y hacía unas reuniones, en las que se hablaba de poesía, de literatura, o sobre el arte de contar cuentos. Ahora comprendo, que siendo un poeta importante, era una delicadeza suprema sentarse a hablar con una chiquilla de quince años o con los trabajadores del departamento. Cuando me embaracé por primera vez, me decía con mucha ternura Mimí, la elefantica. Teníamos una relación muy linda.
Con La Hora del Cuento y los seminarios para formar narradores recorrí el país; estuve en lugares tan recónditos, como la biblioteca de Buey Arriba, en la Sierra Maestra, que estaba tan intricada, que teníamos hasta que atravesar algunos pasos de río para llegar a ella; estuve en el Oro de Guisa, donde estaban enterrados los miembros de la Familia Argote, asesinados por la dictadura de Fulgencio Batista; y estuve también en todas las bibliotecas provinciales, en muchas bibliotecas escolares, gracias a un convenio con el Ministerio de Educación, y hasta trabajamos con Lalo González Freyre en un proyecto investigativo con los archivos. Era un momento de verdadera efervescencia cultural.
Recuerdo a Eliseo Diego dando los talleres, y todavía conservo notas de su papelería, que atesoro con orgullo. Él preparaba las clases en unas hojas pequeñas, cuadradas, escritas con estilográfica en su letra menuda, y con tintas de diferentes colores; a veces, al lado de un tema, aparece mi nombre, indicando el momento en que yo tenía que contar, pues era la modelo que ilustraba lo que iba explicando.
Mucha gente no entendía el trabajo que hacíamos, no valoraban su importancia. Yo tenía un vecino que me decía Tía Tata Cuentacuentos, como el popular personaje de la televisión, pero en son de burla. Cuando me preguntaban dónde trabajaba y decía que en la Biblioteca Nacional, pensaban que era bibliotecaria, pero cuando aclaraba que era narradora de cuentos, me miraban con cara de extrañeza y hasta me preguntaban si eso era un trabajo; no sabían que un narrador oral para afrontar a su público, debe estudiar muy duro para prepararse, y que el acto de contar supone también de un esfuerzo creador, para relacionarse con sus interlocutores, un hecho muy especial que debe ser escuchado con “la otra oreja que está detrás de la oreja” y que su impronta puede ser indeleble, un momento de emoción para toda la vida.
Todo esto que les cuento estaba ocurriendo al triunfo de la Revolución en la Biblioteca Nacional, y cuando miro el camino recorrido, y veo el reconocimiento social que tiene ahora este oficio, se me hace evidente que fue la Dra. Freyre, con sus colaboradores y La Hora del Cuento, quien detonó este proceso, alimentando el espíritu de este pueblo, su esencia, trabajando ya por el progreso de la cultura cubana.
Pero un día el Departamento de Narraciones desapareció. Ya la Dra. Freyre no era la Directora de la biblioteca; Eliseo Diego se había ido a trabajar a la UNEAC, después de la muerte de María del Carmen; yo regresé al Departamento Juvenil y seguí contando cuentos hasta que en 1978 me fui para el Ministerio de Cultura, donde estuve todos estos años hasta mi jubilación. Primero trabajé en la entonces Dirección de Teatro, como especialista de teatro para niños y me sirvió de mucho mi experiencia con los cuentos y sobre el mundo de la infancia. Sin embargo, en esa etapa, nunca dejé de contar cuentos, ni de enseñar a contarlos en la escuela de actores del Parque Lenin. Después, como especialista del Grupo de Desarrollo Sociocultural, (1989-2009) que dirigía la Dra. Lecsy Tejeda, tuve a mi cargo el Programa Narración Oral, Lenguajes y Comunicación, para la sensibilización y la formación de públicos para todas las artes y, especialmente, para la promoción de la lectura. Desde 1995, tras la fundación de mi Proyecto NarrArte, combiné y simultaneé mi labor en el Grupo con todo el quehacer que desde el Proyecto se genera, con actividades sistemáticas, la organización de festivales, y hasta pude desarrollar una indagación sobre la etapa actual de La Hora del Cuento, con el cuento narrado de viva voz como centro de un hecho artístico, que sirve también para el desarrollo de la comunicación y la formación de valores éticos y estéticos, en el que se incluyen, además, otras saberes y formas expresivas de la comunicación oral tradicional, como la conversación, el relato de anécdotas, adivinanzas, trabalenguas, refranes, juegos de palabras y juegos participativos. Es que el cuento ha sido y es el centro de mi vida.
2.
Pero quiero profundizar un poco más en mi labor como especialista de teatro para niños. Yo había dado un salto grande en mi vida espiritual e intelectual, ya graduada desde hacía algunos años en la universidad y con buena experiencia en el mundo de la infancia, llego a la Dirección de Teatro, a trabajar atendiendo la parte pedagógica del teatro para niños (tpn), llevada por Haydee Salas, que antes había creado el Sistema de los Jardines de la Infancia. Nos conocíamos porque desde la Biblioteca Nacional, ya había trabajado en la Escuela de los Jardines, instruyendo a las jardineras en el proceso de contar cuentos a los niños. En mi trabajo directo con el repertorio de los grupos de tpn encontré muchos puntos de contacto con aspectos relacionados con la narración oral.
Allí conocí a Freddy Artiles, que fue mi compañero durante treinta y un años, hasta su muerte, y con el que complementé mi vida profesional de manera muy enriquecedora y especial. Aprendí, entre otras muchísimas cosas, sobre la teoría y la técnica de la dramaturgia, y fui entendiendo procesos, haciendo conexiones, creando vínculos con lo que yo hacía al narrar, concientizando los procesos de montaje del cuento; porque la dramaturgia es útil y necesaria en todo. Hasta la vida tiene la suya. Si no tienes una dramaturgia vital, interna, eres una persona desarticulada. Mas no quiero que se confundan los términos, pues cuando hablo de dramaturgia, de lo que estoy hablando es de estructura, de orden, de un instrumento para organizar, para dar coherencia y claridad a un proceso artístico, a un discurso, que es también comunicación, y que, en el caso del que cuenta, del relato oral, se establece cuando se redimensiona la historia y se la coloca a disposición de los otros. La dramaturgia, entonces, no pertenece únicamente al teatro. De la misma manera que estoy convencida de que la narración oral no es teatro, aunque tengan sus puntos de contacto por muchas y diversas vías.
Una vez que fui a la Macagüa, la sede del Teatro Escambray, a dar un taller de narración oral a los actores, y estaban allí los compañeros de un grupo de teatro de Santiago de Cuba, y uno de los ellos me decía: “¿Qué usted no es actriz? ¿Usted me va a decir a mí que no es actriz?” Él insistía en que yo lo era, y yo en que no.
Nunca estudié actuación, ni pienso que cuando estoy en un escenario hago teatro o soy un personaje. La preparación y la construcción de un personaje tiene unas complejidades otras, que no son las que demandan los personajes del cuento, que sólo se sugieren y no se representan. Hay puntos en los que el teatro y la narración oral se tocan, como podrían ser el desarrollo de una estructura dramática en tanto acción; la utilización de recursos expresivos comunes también al teatro, como el trabajo con los lenguajes no verbales o la improvisación, aunque en el primero, ésta sea parte del proceso y en la segunda, sea el proceso mismo. Una diferencia muy marcada es la relación abierta con el público y el tránsito constante del narrador que cuenta la historia, a los personajes que la presentan y la mueven, así como la libertad de recrear el relato in situ en complicidad con el público interlocutor, en virtud de ser un acto de la oralidad. Aunque esto no separa definitivamente los límites entre uno y otra, pues como apunta Rodolfo Castro “…ni siquiera esa diferencia es absoluta, ya que el teatro busca permanentemente nuevos carriles expresivos…” y se permite “…sospechar que la actuación brotó de esas jutas y rituales narrativos. El universo fue creado por confabulaciones nocturnos, reunidos al calor de sus palabras.”
En la narración oral, primero las cosas ocurren dentro de uno, teniendo en cuenta que soy y estoy, y que todo mi cuerpo, todo mi ser, está aquí y ahora, y que desde mi proceso de apropiación, desde mi punto de vista, la historia se arma, pero luego regresa, completada, reconstruida también por los que escuchan y participan. Es el resultado de idas y vueltas. Este proceso es entonces improvisación pura, creación y enunciación reunidas en un mismo instante. Hay narradores orales que dicen que improvisan, pero en verdad no lo hacen, sino que cierran el proceso, olvidando que hay modos de improvisión que no vienen o no están centradas por lo verbal, sino también por lo espacial, lo gestual o lo vocal. Improvisar no es pararse a inventar la historia, sino saber muy bien los qué, los dónde, los cómo, los para qué y los para quién, de modo que cuando las circunstancias cambian tengamos con qué salirle al paso y hacer que todo se reacomode en la historia.
Cuando cuento soy la narradora, soy yo la que está en la escena, sujeta a sus leyes, pero también a los códigos de la oralidad, a su esencia. Para el que cuenta cuentos la escena no es el lugar de representación de los conflictos, sino el de presentación de la fábula, el espacio donde ella habita, donde la historia se construye con el público. No interpreto personajes, yo cuento desde mi imaginario, una historia que ya he hecho mía, de la que me he apropiado mediante diversos procesos de penetración y búsquedas. No creo que tenga la verdad absoluta, pero insisto en no verme actriz, porque me siento narradora de cuentos.
Puedo hacer historias escabrosas, difíciles, pero porque primero han pasado por mí, por lo que me han dicho a mí, para luego poder ponerlas delante del público, pero abriendo el proceso hasta tal punto, que ello puedan hacer lo mismo que yo frente al texto original, de modo que puedan tener su visión, y no una impuesta, porque les doy la posibilidad de hacerlo convocando y provocando sus imágenes propias. Freddy decía que iba al teatro a ver lo que sucedía, y no a que se lo contaran. En mi caso, yo voy a contar.
He pasado pocos talleres relacionados con el teatro, como uno que hice con la actriz brasilera Denisse Stoklos en Casa de las Américas, sobre el espacio escénico, pero ese me marcó mucho porque me ofreció recursos muy concretos sobre cómo concienciar la presencia y los movimientos del cuerpo en el espacio escénico. Pero lo que más ha influido en mí es conocer, pensar y estudiar a otros narradores, como en el caso del griot, Hassane Kouyaté, de Burkina Faso, miembro de una casta de narradores documentada desde 1235. Encontrarme con él, verlo contar, fue una de las grandes impresiones de mi vida. Kouyaté es, además, actor de la Compañía de Peter Brook, mas sabe diferenciar muy bien qué cosa es actuar y qué contar. Por primera vez tuve ante mí a un griot en carne y hueso, una figura de la cual había leído y escuchado, pero a quien nunca había podido conocer, y que me descubrió las esencias verdaderas de la palabra primigenia, palpitante en su presencia toda, en su voz y en su verbo. Para resumir mis impresiones de ese encuentro, bastaría con decir que fue un deslumbramiento.
3.
1989 fue el año de mi encontronazo con el público adulto. Hasta entonces sólo contaba con niños, o hacía las historias de ellos para las personas mayores que asistían a mis talleres de narración oral. Nunca había querido pensar en tomar un texto y estudiármelo para contarles a los adultos.
Eso ocurrió de una manera muy especial. Un día, a finales de enero, llegó a mi casa en Centro Habana, Francisco Garzón Céspedes, y me contó sobre lo que estaba haciendo en Venezuela, y sobre un Festival Iberoamericano de Narración oral que se celebraría allí. Me dijo que antes del de Caracas, se haría un Festival Nacional en Camagüey, en el mes de marzo . Me hablaba de todas esas cosas con un entusiasmo tan grande que me cautivó. Entonces, casi sin pensar, le propuse que me dirigiera, que me asesorara, un espectáculo para el público adulto. Él me dijo que estaba bien, así, como sin darle importancia, pero lo aceptó. Para mis adentros pensaba que se le iba a olvidar y que no haríamos nada, pero cuando nos estábamos despidiendo, ya casi en la puerta de la calle, dijo que me esperaba en su casa dos días después, que hiciera una selección de los cuentos que me gustaría contar y que les diera un orden. Y allá me fui con mis cuentos; él me orientó y aprendí cómo conviene hacer la estructura y cómo deben ser los puentes y las conversaciones de transición.
Después, cada vez que iba a ensayar, llegaba con la certeza de que le diría que hasta ahí habíamos llegado; pero él no me daba tiempo y comenzábamos enseguida a trabajar. Hasta que un día me dijo: “¡Ves, ya lo estás disfrutando!” Me acuerdo que estábamos en el Salón Ensayo de la Casa de Comedias, en La Habana Vieja, que estaba de visita Alexis Forero, Alekos, el narrador y artista plástico colombiano.
Así surgió mi primer espectáculo para adultos, Cuentos para colmar el silencio, que partía de la idea de que en las noches primitivas, cuando el silencio lo invadía todo, los hombres se reunían, alrededor del fuego, para llenarlo con sus expectativas, sus sueños, sus esperanzas. Y el 25 de marzo, sábado, en la Sala Teatro del Museo Provincial de Camagüey, ya estaba presentándolo.
Lo miro ahora, en la distancia, y me parece que fue espantoso. Tenía un nivel decoroso, eso sí, pero nada que ver con la visión que tengo ahora. Claro, han pasado muchos años, no es el mismo río el que corre bajo el puente, y he alcanzado otra perspectiva sobre este oficio; he crecido mucho y estudiado otras cosas. Mas otros colegas, que estaban allí, dicen que recuerdan el cuento Suicidio, de Freddy, o La Mujer Chiquirritica, de Rodha Bacmeister, y que todavía no se les ha pasado el asombro. Seguro dicen esas cosas porque me quieren… pero yo sigo pensando lo mismo.
De aquel encuentro recuerdo a Manolo Martínez, a quien no conocía, y me encantó con la historia de unas mujeres feas, Las Linares, creo que se llama.

4.
Mi encuentro con Francisco Garzón Céspedes y empezar a contar con adultos, cambió mi reconocimiento social. Llevaba muchísimos años contando para niños y me conocían muy poco. Entonces descubrí, con dolor, que los niños seguían viviendo de “las sobras del banquete de los adultos”.
Entre 1962 y hasta 1989 me conocían sólo los niños. A veces me encontraba con alguno en la calle y corrían a darme un beso; todavía hoy hay quienes se me acercan para decirme que eran de los niños que iban a la Biblioteca Nacional, a La Hora del Cuento. Yo contaba en otros espacios, daba talleres, trabajaba con actores en la Escuela del Parque Lenin, enseñaba Literatura Infantil y a contar cuentos. En 1984, tuve mi primera experiencia internacional, invitada por el Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS) para dictar talleres y contar en hospitales y bibliotecas. En 1989, estuve en Caracas, durante el I Festival Iberoamericano de Narración Oral Escénica que dirigió Garzón, como parte de un trabajo con el CELCIT.
Recuerdo cuando estaba en ese festival, ya a punto de salir a escena para presentar mi espectáculo unipersonal, y me decía: “Yo no hago nada aquí; ¿a qué vine? Me parecía que se me había olvidado todo y estaba segura de que iba a hacer el ridículo. Sin embargo salí y fue un éxito. No “de alquilar balcones”, pero lo fue.

5.
Un narrador oral tiene que vivirlo todo gloriosa e intensamente. Yo en este momento no soy la misma, no soy lo que fui hasta hace un año atrás. La pérdida de mi marido, la enfermedad de mi hijo, me cambiaron la vida. Mas sigo trabajando, y siempre tengo a la candela una olla sonando, una ropa por lavar o alguna otra labor doméstica que hacer, que más que interrumpir, enriquece mi proceso de creación, complementa y ajusta el cuento, la historia por venir.
Hay días que me descubro contando en la cocina. Y es que yo “me cuento” en cualquier sitio, tanto es así que un día, me encontré con una conocida que me dijo: “Mayra, te vi en tu carro. Coincidimos en un semáforo, pero no te hablé porque ibas hablando sola…” Claro que le expliqué que estaba contándome un cuento, y que me lo crea o no me lo crea. También me pasa cuando voy caminando por la calle, pero como en ella tropiezo con desconocidos, no les puedo explicar nada. Vaya usted a saber qué piensan de mí…
Es que el cuento, cuando lo vives intensamente, es parte de tu cotidianidad.
6.
Yo he sido maestra de muchos narradores, y puedo decir que algunos de mis alumnos ya dictan también talleres, así que soy “maestra de maestros”, aunque ellos me siguen viendo como la “profe” y hasta me mandan, de vez en cuando, sus alumnos al taller que doy cada año en el Gran Teatro de La Habana. Es que entre todos siempre tenemos cosas nuevas que aprender, por eso fundamos el Foro de Narración oral del Gran Teatro de La Habana, que es el resultado de la asociación entre varios grupos profesionales, que han pasado por mis talleres, y que nos reunimos, en nuestra sede, nuestra casa, desde 1990, para poder proyectar diferentes acciones.
Desde el Foro se realiza el taller anual de formación que hago en el mes de marzo; mantenemos el taller permanente de perfeccionamiento y estudio de repertorio; se ofrecen espectáculos para públicos infantil y adulto en la Sala Lecuona, y acabamos de fundar hace apenas unos meses un Aula de Teoría y Pensamiento, dos blogs en Internet y, muy pronto, estrenaremos una editorial electrónica. Es además el punto de encuentro para convocar a los festivales Primavera de Cuentos -que yo dirijo- y Fiesta con duendes, dirigido por Octavio Pino.

7.
Al conjuro del Había una vez… los cuentacuentos abrimos las puertas de la imaginación, de los sentimientos, de los sueños, de las ilusiones… Esta es la fórmula milenaria mediante la cual es posible recuperar la infancia perdida y, decididamente, no renunciar jamás a ella, mucho más porque estamos seguros de que si hubo “una vez”, siempre podrá haber muchas otras, que nos harán mejores y más humanos.