jueves, 25 de marzo de 2010

Fernando Ortiz, ¿Tercer descubridor?

Las palabras, las muy engañosas, tienen fama de santas, de eternas, de contener, de portar, de ser vasijas de la Verdad, la Belleza y la Inmortalidad. También hay malas y putas palabras. Cuelgan sobre ellas esos sambenitos. Sin embargo, ¿cuántas veces no hablamos sin pensar antes lo que decimos, sin advertir qué es lo que se esconde detrás de los términos, las frases, las palabras de uso común?; ¿cuántas veces ellas salen de nuestra boca sin que advirtamos que la vox populi no siempre es vox dei?, porque ellas, las palabras, no son santas ni pecadoras, diestras o siniestras, sino que son lo que son, palabras, instrumentos en la lengua y la cabeza de un hombre que si tiene atributos, pasiones, seducciones y partidos. Confundimos el Logos con cualquier palabra. Las sencillas palabras de cada día adquieren potencia creadora por obra y gracia del no pensar, del no ser, del no estar. El lugar común se hace sitio en lo sagrado y las palabras adquieren, seguramente sin quererlo, la condición de pequeñas cajas de Pandora. Todos los demonios empiezan a danzar.

Podría mencionar miles de frases hechas, “comunes”, que usamos a diario y que o dicen lo contrario de lo que creemos que dicen, o esconden verdades, rémoras enquistadas en cada uno, y que, de detenernos a meditar en ellas y sobre ellas, sentiríamos vergüenza de notrosos, pena. Otras palabras son simpáticas trampas, como aquella invitación que hacía un profesor mío a ser “entusiastas ateos”, y ante quien yo siempre sonreía imaginando a los griegos que bien podían interpretar aquello como “estar llenos del Dios ateo”.

En estos días he leído un enjundioso libro. Un texto esencial pues en él hablan algunos de los poetas e intelectuales más importantes que llenan el siglo XX cubano. Uno de ellos habla de Don Fernando Ortiz, y no vacila, o aparentemente no lo hace, al repetir el más famoso de los epítetos que acompañan al sabio cubano: Tercer descubridor.

La tradición judeocristiana, cabalística, numerológica, santera, palera, brillumbera o la costumbre, hacen que disfrutemos viendo y enunciando trinidades por todas partes. Pero esta que se nos propone es una triada desigual, donde seguramente sus partes se repelen y remueven cada vez que las convocan juntas. Observen ustedes con atención. El primer descubridor es Cristóbal Colon, el segundo Alejandro de Humbolt, y el tercero ya lo mencionamos.

Descubrir, lo que se dice descubrir los tres descubren, o vuelven a cubrir, o colocan nuevos velos, que es lo mismo. Pero puestos en una balanza cada uno de los descubrimientos veremos que como se repelen entre sí, o al menos, podemos hacer varias combinaciones de contrarios repelentes o repelidos usando a cada uno de los personajes. Luego entonces la “trinidad” no es, o falla en su enunciado o es una manipulación que se mueve entre la ingenuidad y la desidia. Para que exista equilibrio y armonía en el tres, las partes deben formar una unidad estable de tal consistencia que de lugar al nacimiento de lo nuevo, de una nueva sustancia verdadera.No se trata únicamente de descubrir sino de hacer explícito que contenido acumula cada uno de los descubrimientos invocados.

Cristóbal Colon, un genovés al servicio de las Coronas de Castilla y Aragón, empeñadas en consolidar una unidad –inexistente en lo real- idiomática, religiosa, geopolítica y económica, es decir, un pacto conformado alrededor de una utopía imperial, se lanza a una aventura cuyo objetivo, como se sabe, es crear una ruta comercial que deje en el camino a la pérfida Albión y a venecianos, genoveses, franceses, portugueses, y otros, en su intento de acaparar el control de las rutas comerciales hacia el Oriente. Olor de cúrcuma y jengibre. La proeza del marino, el salto que provoca al fiarse de los relatos de Polo, de las Escrituras de Isaías y de los cálculos griegos, a contrapelo de la muy aceptada idea de la planicie terráquea, es innegable, como también lo es que el Gran Almirante de la Mar Océana creyó haber llegado a Cipango y que pronto en Catay, que estaba ahí mismo, al cantío de un gallo, se encontraría con una avanzada de soldados y comerciantes que le darían noticias del Kan, como también es cierto que buscaba oro y que estaba obsesionado con él, y que a los reyes le interesaba más acabar con los reinos moros del sur de la península o desarrollar la Contrarreforma, que se vería consagrada por obra de la “providencia” que, en un arranque de hispanidad, inclinó sus favores hacía un mundo naciente cuya misión histórica sería salvar a la Europa desangrada y moribunda, inyectándole metales preciosos, y extender una cristiandad católica romana, que no un Cristianismo, amenazada desde el centro y el norte por la Reforma luterana y calvinista, y carcomida por la corrupción de sus príncipes y potentados. Alejandro VI, el papa Borgia de infeliz memoria, terminará consagrado el despojo y dividiendo al mundo en dos, como si fuera una naranja valenciana.

Cristóbal Colon, quizás sin quererlo o sabiéndolo, abrió la puerta a los demonios de la sangre y de la usura. Él inauguró el proceso que podemos muy bien, siguiendo nuestra manía con los números, delimitar en cuatro fases: Descubrimiento, Conquista, Colonización-Saqueo y Etnocidio. Holocausto podríamos llamarle a esta última etapa, en afán unificador, y no estaríamos exagerando. Todas estas fases deben ser vistas como parte de un mismo proceso imperial, como parte de una realidad y una mentalidad, de la que el marino no deja de ser un participante conciente, un actor. No sólo reclama para sí títulos sino que cargos y dineros. ¿Qué estaba conciente el “descubridor” de lo que vendría después de sus avistamientos? Revísense sus diarios y lo sabremos. Es él el primero de los colonizadores, el primero de los saqueadores y el primero de los destructores de pueblos y culturas.

Cuando Colon llega los habitantes de esta ínsula, siempre extraña, ya sabían vivir en ella, ya tenían una Cultura, si por tener cultura entendemos la capacidad de ser y de pensar el mundo habitado, la de vivir. A saber, si quien habita es quien descubre, el titulo de primer descubridor le pertenece al tronco arauco y no al marinero genovés.

Alejandro de Humbolt ya sé sabe que fue un científico extraordinario que le permitió a Europa, y después a nosotros, reconocer la existencia de un mundo natural y social distinto. Los europeos entran con gente como Humbolt en el reino de la otredad. Pero ese mundo ya estaba de par en par abierto por los cronistas, los cartógrafos, los misioneros, y especialmente por los defensores de indios – de las Casas, Sahagún, de Acosta, Montolinea, y otros- dos siglos antes que él. Es importante, colosal, el trabajo del alemán, hoy nos sirve a nosotros. De él podríamos decir lo mismo que Martí de los padres dominicos “Buenos siempre, hasta para América buenos”. Humbolt representó el saber y la conciencia de una Europa que se recompone, pero no sirvió de adelantado a saqueos y destrucciones. La naturaleza de sus saberes y descubrimientos lo alejan de Colón y quizás lo emparienten con Ortiz, sólo que este último es la más acabada expresión de un “conocerse” que brota de Caballero, de Luz, de Varela, de Saco, de Romay, de Poey, de Finlay, y que llega hasta José Martí, para desembocar en la primera generación republicana empeñada en pensar a Cuba desde si misma, eligiendo sus instrumentos, conforme a su corta pero enjundioso tradición.

La costumbre, lo pegajoso de los epítetos –que conocemos bien desde Homero-, hacen que enunciemos, en reiteración y sin detenernos a pensar, una trinidad, que sin embargo implosiona cada vez que es convocada; sus partes ejercen entre si una fuerza tal de repulsión que sólo la costumbre, el lugar común y la repetición acrítica pueden explicar en su vigencia.

Si queremos para Don Fernando Ortiz, y hasta para Humbolt, un epíteto agradecido, una frase de uso común, debemos renunciar a su condición de tercero de una lista espuria. Pensemos en el sitio de los fundadores de patria y allí estará él, seguro sonriendo, pues le habremos quitado de encima el peso muerto del fantasma colombino, que es algo así como invocar la soga en casa del ahorcado, la Silbona, la Llorona, la Madre de agua, y cuanto espanto, espíritu maligno o burlón, meiga o bruja canaria nos acosa. ¡Solavaya!

Serán bienvenidas las palabras nuevas para los nuevos tiempos, los de la resurrección y la Gracia, los del logos cubano que ya dejó de expresarse en la futuridad y se encarnó entre nosotros, y se hizo hombre.

martes, 23 de marzo de 2010

Del daño que hacen las mentirosas historias




Según algunos, los libros del ciclo del Amadís de Gaula y Sergas de Esplandián de Garci-Ordoñez de Montalvo , el Tirant lo Blanch de Joanot de Martorell, el Espejo de príncipes, el Primaleón, el Lisuardo de Grecia, y otros de caballería o historias mentirosas, es decir de ficción, muy populares en los siglos XVI y XVII, no debían ser publicados porque distraían a las gentes de los asuntos de la fe, de los más graves centros o contribuían a la disolución de las buenas costumbres al proporcionar ejemplos licenciosos o destemplados a sus lectores o, en el mejor de los casos, atontarlos con su lectura de modo que estuviera todo el santo día tumbados o doblados sobre aquellos legajos que no enseñaban nada sino que entretenían. Se llegó a crear un Índice de libros prohibidos y hasta uno de textos parcialmente impropios, e incluso se quemaron o secuestraron libros. A pesar de los pesares y de los controles, la gente y los potentados de los nuevos y viejos mundos siguieron leyendo cuanto apetecían.

En el Siglo XX, afirmado el pragmatismo burgués, se adoptaron nuevas estrategias de presión y control sobre los lectores que iban desde el ofrecimiento de una literatura de incidencia práctica directa e inmediata (manuales de mecánica popular, de medicina para el hogar, libros de cocina, etc. ) hasta la edición de “concentrados” tipo Selecciones o la edición de volúmenes libres de temas escabrosos, que abonaron el camino a la literatura chatarra disfrazada de tratados, crónicas o de divulgación científica e histórica que manipula la ciencia y la conciencia, y por último, llegaron los libros de autoayuda, que terminan proponiendo el individualismo y la desconexión social como solución a casi todos los problemas humanos, es decir, toda solución se encuentra dentro del individuo y afuera sólo existen elementos de disolución o caos.

Este recorrido, algo reduccionista no lo niego, hace énfasis en una tendencia predominante que alterna por épocas y con obras concretas que, contra todo pronóstico, pasan la prueba del tiempo y conservan la capacidad de dialogar más allá de las contingencias, es decir, obras clásicas cuya utilidad practica muchas veces es apenas reconocible.

El asunto parece centrarse más en el qué publicar que en el cómo. La pregunta de los ciento cuarenta y cuatro mil pesos se reduce a ¿qué se debe publicar, qué no?, ¿qué proponer a los lectores y qué no? La tentación “democrática” indica que habría que abrir todas las puertas y ventanas, dejar a la oferta y demanda la publicación de libros y el estimulo a la lectura y crear una plataforma de conocimientos tales que un individuo sea capaz de discernir, sin interferencia externa pero conforme también a su ambiente y devenir, dónde está lo bello, lo útil y lo bueno sin necesidad de llegar a consensos sociales sobre el tema. Eso suena bien, es más, muy bien. Pero el Hombre es un ser social y necesita de acuerdos sociales, o de acuerdos y consensos a secas, so pena de dejar a un lado su humanidad y convertirse en un pieza del engranaje fácilmente sustituible.

Hay que educar para la escogencia, cierto es, pero esa educación pasa por el reordenamiento de los objetivos y propósitos de las industrias culturales, entre ellas, la editorial. Si la meta es la ganancia se necesita, en primer lugar, un consumo masivo, acrítico, y que tenga una capacidad acelerada de mutación, es decir, que satisfaga necesidades crecientes y cambiantes pero que éstas se agoten en si mismas, de manera casi inmediata, generando nuevas necesidades; y para lograr esto hay que proporcionar productos de bajo contenido, algo así como libros-hamburguesas, que pronto necesiten ser remplazados. Quizás el mejor ejemplo de esos libros, revistas, folletos, magazines, y otros, sean los que se ofertan en aeropuertos y terminales de medio mundo: productos económicamente baratos y de rápida absorción que una vez terminado el recorrido se lanzan en los cestos de basura del destino y son de inmediato reemplazados por otros que acompañarán los nuevos destinos.

¡Cuba está libre de esos entuertos!, gritarán algunos. La odisea de una terminal, y si es de trenes más, nos salva de esas tentaciones. La Cultura, como sistema, no encarna tales propósitos o tentaciones, lo nuestro es el hombre nuevo. Cierto. Cierto. Pero, ¿qué piensan los cubanos, qué sienten, qué desean, qué consumen, qué leen? Valdría la pena estudiarlo. No es este un ensayo o estudio de tendencias, es apenas un comentario, y no se expresarán estadísticas ni se validarán sus tesis usando instrumentos confiables, por lo que lo mejor sería abandonar el tema y dedicarse a mirar para el otro lado. Pero soy obstinado. El hecho de que las circunstancias económicas supuestamente nos libren del consumismo y la banalidad material no significa que no deseemos o no tengamos una percepción distorsionada de nuestras necesidades. Corín Tellado es posiblemente una de las escritoras más leídas por cierto sector de la juventud. Muchos prefieren leer a Dan Brown antes de sumergirse en los textos gnósticos que son la fuente de sus usos y abusos históricos. Los libros de autoayuda, esoterismo y Nueva Era están de moda. Algunos no leen y prefieren “informarse” a través de los programas del corazón alquilados en bancos privados. Eso es en Cuba, también.

Pero prometí contar un cuento o más bien un suceso y no le he hecho. Este da pie a las reflexiones anteriores y posteriores. Ya comienzo.

Hace unos pocos días fui a comprar libros a una bien dotada librería. Es un sitio tranquilo, ventilado y luminoso, aunque últimamente sus pasillos se están haciendo intransitables. No importa cuál de las muchas librerías del país es, sólo lo que allí ocurrió. Mientras buscaba, sus empleados conversaban. Uno de ellos estaba histérico pues decía haber tenido que vender un libro absurdo, que nadie compraba, y llevarlo a todos partes de balde. Se lamentaba de que ese libro era muy caro y que seguramente con el dinero invertido en publicarlo se hubieran podido presentar otros muchos que la gente comprara o deseara de verdad, y no como ese, pues vendían de él un ejemplar cada seis meses. Le dolía, se sentía ofendido, humillado, estaba realmente bajo un ataque de furia. Comentaba él, si es que así puedo llamar a su perreta, uno de los libros más importantes publicados en Cuba, suerte de hermenéutica de la poesía, texto que pocos autores pueden darse el lujo de escribir, pues es al unísono una poética, una lectura de la obra de un autor clásico y de la poesía cubana y universal a un mismo tiempo. Para el librero este libro no merecía ser publicado jamás.

No me pude aguantar. Le pedí disculpas, pues sabía que su coloquio no era conmigo y estaba entrando a terrenos donde no fui invitado, pero lo mejor fueron las conversaciones al margen, es decir, las pullas que me lanzó y no la confrontación directa que fue cualquier cosa menos letrada. Dijo que había que publicar sólo lo que el publico quisiera, y lo que es mejor, cortó el posible intercambio llevando la conversación al terreno de lo políticamente correcto o incorrecto. Tema tabú que introducen algunos cuando se les acaban los argumentos. Yo no le tengo miedo a la Política en tanto ella es el arte de hacer posible la convivencia. Me gusta, disfruto y penetro en sus fueros con risueña varonía, y, por demás, aceptemos que la Política era el tema de fondo, el real, pues se estaba discutiendo sobre dos formas de ver y hacer en sociedad y no sobre politiquería bastarda. Así que sean “políticos” mis argumentos.

Vayamos por partes. Lo primero que me gustaría entender es cuál es el modo que tenemos las gentes de conocer lo desconocido, de saber lo no sabido, si no nos ponen en las manos los instrumentos adecuados y la posibilidad de escoger entre ellos los que nos convenienen o los que nos parecen más cercanos a nuestras necesidades y sensibilidades. Para la escogencia hace falta ciencia. Si no me proponen un libro no lo leo, y ya se hay formas y maneras individuales de llegar hasta él, pero si no hay modo de enterarse no hay camino a la asimilación, al disfrute o a la aproximación. Sin saberlo, eso creo, el librero estaba proponiendo una forma totalitaria y avasalladora de dictadura: unos pocos deciden por las mayorías y en nombre de su bienestar usurpan sus deberes y funciones, las infantilizan para finalmente envilecerlas y enajenarlas, y además, abandonan a su suerte o anulan a las minorías, aunque estas sean pensantes o eficaces como catalizadores sociales, o sencillamente sean depositarias de una memoria genética que hay que conservar y respetar. Este método, que llamaremos inquisitorial, se basa en la falsedad de que el papel de los decisores culturales es en primer lugar librar a sus clientes o subordinados del farragoso ejercicio de decidir, dígase también pensar, usurpando y coactando su libertad, además, de determinando “estadísticamente” las tendencias dominantes, reforzándolas y controlándolas para que no se desvíen o se contaminen. Consumismo salvaje disfrazado de populismo pues el decisor terminará imponiéndose e imponiendo.

Puede que este librero sea una excepción, ojala, pero es una expresión minoritaria que hay que atender. El hecho de que un agente cultural piense así nos indica, en el menor de los casos, la posibilidad de la existencia, por más insipiente que esta sea, de una tendencia en la conciencia de algunos a preconizar la sustitución del papel de los individuos y los colectivos por el de grupos de poder o de decisión que hablen en su nombre y por la introducción de reglas de banalización y consumismo en medio de un proyecto cultural cuyas prioridades no son exactamente basadas en la obtención desmedida de ganancias aunque si debería basarse en reglas económicas claras y viables.

La lectura debe seguir siendo una prioridad en la vida de la nación. El debate cultural, civilizado y civilizador, debe sustituir a la perreta y a la imposición. Urge reconocer las reglas y necesidades colectivas como apura seguir proponiendo un catalogo de títulos posibles a leer que no abandonen las mentirosas historias de la ficción ni la estimulante presencia de lo difícil. Confiar en la sabiduría humana, que le ha permitido al hombre salir ileso de sus propias trampas y destrucciones, confiar en la experiencia colectiva que termina acomodando cada cosa en su lugar, debe ser la regla primera del juego de necesidades y posibilidades que es la Cultura.