lunes, 25 de agosto de 2008

Palabras del mulo


Penetrar jubilosos en el bosque de letras, atravesar abismos, vadear torrentes, entrar hasta el corazón del libro. Tarea caballeresca, casi medieval. Tortuosa. Muchos imaginan o pretenden asegurar que ese es el camino que hacemos para encontrar los significados, los sentidos, las resonancias profundas de un texto, que a su vez puede ser objeto o sujeto, que debiera ser las dos cosas, pues está llamado a decir, a expresar, a comprometerse, a calcar o a presentar una realidad otra o a ser puerta que se abre a un universo increado o heraldo de posibilidades infinitas y que tiene además un cuerpo físico. En fin, leemos para develar secretos, únicamente para ello. Esa es una visión mágica que emparienta al libro o al texto con el lugar santísimo del Templo de Jerusalén: reservado nada más que para la divinidad – en el libro para los mensajes- , en el que sólo entran unos pocos escogidos y en contadas ocasiones – los que saben leer o los que pueden -, y en el que se almacenan unos pocos objetos –saberes- , es decir, allí encontraremos al arca y los dos querubines, dentro del cofre las tablas de la ley mosaica, la vara de Aarón y una muestra del maná con el que Yahvéh alimentó a su pueblo en el desierto, y nada más, en el libro claves, signos, símbolos, jeroglíficos que esperan ser develados rectamente, que esperan a que se rompan todos los velos que lo separan de la luz cotidiana para mostrar sus verdades. Para colmo de coincidencias el sitio está forrado de maderas de acacia y el texto descansa sobre papel, nacido de pulpas de madera.
Yo leo para escuchar una voz, para encontrar la Voz. Para nada más. Si acaso esa voz tiene algo que decirme, algo que mostrarme, es apenas una ganancia secundaria, que por su puesto agradezco, pero que si únicamente la escucho, la ciento, la presiento, me doy por satisfecho. Ese sonido puede ser el del autor – conocido o imaginado-, el del narrador o del sujeto lírico, el de los personajes, o mi propia voz, depende la circunstancia. Mucha gente al leer escucha su voz y nada más, y es que la ganancia de la lectura silenciosa es relativamente reciente, más nacida a partir de la imprenta que del libro copiado a mano. Es famoso el fragmento de las Confesiones en la que San Agustín, el africano, narra que se impresionó al ver a San Ambrosio leer sin mover los labios, sin emitir sonido, luego entonces no era esa la norma vigente, ni siquiera entre la gente más culta, y el futuro Obispo de Hipona lo era. La lectura era un acto sonoro y colectivo. El alfabeto, la escritura, en un principio, fueron apenas un recurso mnemotécnico, una tecnología para recordar y no un sistema productor de sentidos, un lenguaje que mucho después, quizás a finales del siglo XIX, es que se independiza.
Ustedes seguramente tendrán referencias sobre la costumbre monacal de la lectio divina, el oficio de las horas o la lectura en el refectorio o comedor común de los monjes donde uno de ellos leía mientras los otros comían o sobre los lectores de tabaquería tan cercanos a nuestras realidad y vigentes hasta hoy que convertían, y aun lo hacen, a la lectura en un acto colectivo donde las palabras pronunciadas a viva voz, son dichas para ser escuchadas primero que interpretadas.
Yo leo para sentir la música de las palabras.
Mucho antes de conocer todos los poemas de José Lezama Lima escuché su voz. Era una época difícil en la que nuestro poeta no era publicado y poco estudiado, apenas mencionado y si muchas veces ignorado o difamado. Recuerdo al jovencísimo Nelson Simón contarme espantado que una profesora universitaria en su natal Pinar del Río, que ofrecía un panorama de la literatura cubana, al ser interrogada por él sobre ese autor se limitó a decir que era un poeta, sin importancia, que además había muerto en Miami. Poco importa morir en la Florida, tierra que recibió los despojos del padre Feliz Varela, el que nos enseño en pensar, antes de descansar en el nicho de la Universidad de La Habana, y en la que reposan otros miles de cubanos buenos que también hicieron al país, como fueron los cientos de tabaqueros que confiaron en Martí para hacer la guerra necesaria. Lo realmente terrible y empobrecedor del actuar de aquella señora y de otros muchos, quizás demasiados, era que al ningunear al poeta mutilaban el cuerpo literario de la patria, ignoraban a una de sus voces más altas, una de esas sin las cuales Cuba, al menos la del espíritu, no tendría el mismo rostro.
Mi generación no alcanzó a leer la edición de 1970 de la Obra Poética Completa de Lezama que editara Letras Cubanas pues era prácticamente una rareza bibliográfica a consultar en bibliotecas, cuando no la tenían en una de aquellas famosas habitaciones sin acceso que bien existieron. Yo comencé a leer poesía alrededor de 1975, y por esa época eran pocos los que podían encontrarla, incluso fue difícil leer lo publicado después como Fragmentos a su imán y Oppiano Licario (novela). Sin embargo, en las salas de música de las bibliotecas o en algunos lugares donde se vendían discos se podía encontrar la placa negra que en 1978 editara la Casa de las Américas.
En la sala de música de la biblioteca Julio Antonio Mella de Camagüey pude escuchar primero y leer después a Lezama, así que cuando llegué a sus versos ya todos me sonaban con el inconfundible ritmo de su hablar asmático, ligeramente nasal y ciertamente baritonal, como seguramente él mismo calificaría su voz. Como él dejaba los finales de los versos abiertos, para tomar aire entre ahogo y ahogo, muchos de mis contemporáneos aún hoy leen con la cadencia lezamiana resultante, dando a sus poemas un tono impostado y falso que el poeta de Trocadero nunca tuvo, pues en él era más resultado de una necesidad fisiológica que de la búsqueda de una musicalidad particular.
Sigue siendo hasta hoy una de las experiencias más intensas y enriquecedoras escucharlo, saber que pensaba él de sus versos, que de las décimas y de Paradiso, su poema novelado, piedra de fundación y de escándalo aún, imaginarlo en la conversación cotidiana como si pueden recordarlo sus amigos y conocidos, o sentir el sonido de las conferencias que dictara en el año 1966 en el Instituto de Literatura y Lingüística de la Academia de Ciencias de Cuba, tan llenas de picardía, erudición y sentido pedagógico.
Celebremos hoy los treinta años de la edición del volumen dedicado a Lezama en Colección Palabras de esta América de la Casa de las Américas, una de las obras monumentales que marcó a mi generación y a todas, y que bien bastaría para justificar la existencia de cualquier institución cultural sino fuera porque la Casa ha seguido multiplicando todas las voces, e incluso dado voz a quien no la tenía.
El disco fue grabado en 1974, dos años antes de que muriera el poeta, justo a tiempo para legar la Voz, su voz, libre de la necesidad de la escritura, poderosa, viva en el tiempo y la eternidad.