viernes, 31 de agosto de 2012

Bajo el Árbol de Taparas II



Llegar a Caracas el 22 de junio fue una odisea; y no exagero. Lestrigones, sirenas, cíclopes y hasta ciertas amazonas, contemporáneas y urbanas,  eso sí, se presentaron puntuales, más no el avión. Transcurrieron doce horas entre que el pájaro de lata saliera de La Habana y llegara a su destino. Más valió la pena. Finalmente estaba allí y a las tres de la mañana la ciudad parecía, a lo lejos, un enorme árbol de Navidad o más bien de dolor, sufriente, una cruz centellante; pues detrás de cada bombilla del cerro hay una casa pobre, con sus historias de penurias y desamparo, que el tiempo bolivariano ha empezado a cambiar, para bien. Ya se ven las nuevas casas y a lo lejos flotan despaciosos los vagones de los teleféricos que comunican el valle con las alturas, siempre populosas y populares.
            Atravesar los “boquerones” e ir reconociendo los sitios y los olores fue lo mismo. Mi memoria tiene mucho de pansensorial.  Recuerdo en ocasiones una textura, otra un sabor, otra una referencia, una cita erudita, un paisaje… o todas las cosas juntas. No tengo una especialización o una preferencia sensorial, aprovecho y disfruto cada estímulo venga de donde venga o sea quien sea. Soy del símbolo y de la idea. Soy humano.
            Creía haber olvidado a Venezuela, pero estaba en mí, más que como recuerdos como segunda patria. Hasta ese momento no sabía que ella era mi casa, o mejor, la casa de mi madre.
            Hay cosas que no tienen explicación o las tienen todas a un mismo tiempo. Eso parece ser lo que ocurrió. Me esperaba una cubana gentil y un chofer portugués, con el que después hiciera otros viajes, y fuimos directo al hotel que ahora se llama Alba Caracas, y que antes conociera con nombre de cadena gringa. Suerte que es propiedad del estado venezolano, pues podía encontrarme una sorpresa idéntica a la que recibí en la SINA habanera, cuando un prepotente e infantil funcionario me acuso de mentiroso y de otras lindezas para justificar la decisión de negarme la entrada a los Estados Unidos, país al que no podría llamar con los mismos adjetivos con los que nombro a Cuba, a Venezuela y a la noche.
            Desde que vi al país me sentí amado. Y esa es una sensación inconfundible. Quizás sea la llave que me abrió los ojos y el corazón.
            Al amanecer, los primeros contactos oficiales, y una corrección del rumbo y las expectativas. Creía que trabajaría con profesionales, especialistas en la recolección de relatos orales, más aquella era una verdad a medias. Impartiría talleres de Teoría de la Oralidad a promotores culturales, líderes comunitarios, escritores, fotógrafos, y gente de otras profesiones o sin ellas, pero siempre en entornos populares. Después del primer temblor, acepté el reto. Tendría que ascender al alma y a la inteligencia de la gente sencilla; tendría que respetarlos, impartiendo absolutamente todos los contenidos que había planificado, sólo que haciéndome entender, y para ello debería renunciar al adorno y lo fútil para centrarme en lo esencial.
            Muchos dicen que hay que hacer que el pueblo suba, cuando más bien lo que debemos hacer es ascender a sus cumbres.
            Esta visión desde regiones transparentes e intensas, esta de sentarme, con mis instrumentos callados, a escuchar a la gente sencilla, es la clave que me hizo comprender el por qué Caracas es hoy una ciudad otra, más amable.
            No negaré que la seguridad ciudadana sigue siendo un problema a resolver en plenitud o que hay cierto desorden urbano, que va desde esa manía de conducir los vehículos a fuerza de colocar el morro por delante, aunque se violente el derecho de vía del otro y hasta el sentido común, o que vuelan desde los edificios cuanta materia sea posible lanzar, o que la mugre se acumule en un entorno tan vital como la Esquina del Chorro. A pesar de esas sombras, no se puede negar que Caracas hoy es una ciudad en construcción,  que tiene un proyecto y un futuro, sedimentado en los últimos trece años de gobierno popular. Ella reafirma su hidalguía en la misma medida en que su gente se empodera, se organiza y actúa.
            Amo la ciudad y sus gentes, las que conocí en las oficinas del Centro Nacional del Libro – organismo que promovió mi viaje-, o en los barrios populares como el 23 de Enero, La Pastora y Antímano, y hasta las que no conozco y viven en el norte, el sur, el oeste y hasta en el este.
            Amo a esa ciudad y si me siguen en los sucesivos relatos terminarán amándola; sólo que no porque yo la ame, sino porque ella se lo merece. 

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