martes, 15 de marzo de 2011

Historias para devolver la infancia

¿A qué uno va a un teatro? ¿Será para conocer gente o a encontrarse a si mismo? ¿Acaso porque se está mortalmente aburrido? ¿Dónde está el círculo de fuego del que nacen las historias? ¿Disfrutar es pensar? ¿Jugar es ser? Vaya, vaya, cuántas preguntas, y sólo voy a escuchar cuentos, narraciones para niños. ¿A qué se debe tanta gravedad? Manías que tiene uno, deformaciones del oficio o imposturas del crítico. Uno también se disfraza. Será mejor librarse del ropaje del adulto y ponerse en la piel del niño. Escuchar cuentos es penetrar un espacio-tiempo de libertad y gozo que está más allá de lo que se puede medir o pesar.

Los narradores de cuentos, los de Teatro de la Palabra, por esta vez visten unos coloridos trajes con parches. Son una mezcla entre las sobrecamas de mi abuela y los pantalones de mecánico de mi tío tarambana; porque toda familia que se respete tiene uno de esa especie, que, como es de suponer, es el pariente más divertido y chispeante. Los cuenteros están en la Casa del Alba, sitio de colores fuertes posado frente a la recoleta Parroquia de Línea, tan adusta y sobria, tan dominica en sus maneras, tan de El Vedado. Ellos no esperan al público. La gente ya viene siguiéndolos. Están allí, aguardan. Se nota que entre los juglares y el lunetario hay una relación antigua. Rapor. Y eso es cosa rara cuando de Narración Oral se trata, me lo crean o no me lo crean es casi extraordinaria. He visto espectáculos en los que en la platea se amontonan unos pocos amigos y colegas u otros en los que a sus protagonistas los han dejado colgando de la brocha. Está vez no es así, no tengo necesidad de presentirlo. Lo sé de cierto. Vista hace fe. Habría que interrogarse sobre por qué a unos les acompañan y a otros les dejan solos. La respuesta más socorrida, la menos comprometedora, es que la gente no se entera porque los publirelacionistas de las instituciones culturales olvidan que cosa es publicidad, propaganda, mercadeo, estudios de público, etc. Pero es fácil lanzar la pelota a campo ajeno, aunque esa sea una verdad de Perogrullo, ya que muchos de ellos esperan a que el maná les caiga del cielo y las perdices en la boca sin afanarse siquiera en procurarlas; pero también es cierto que algunas de las propuestas de los contadores de historias no pasan de ser balbuceos, cosas de aficionados, que olvidan hasta los viejos recursos, las antiguas mañas de la tradición y del oficio, y apenas ofrecen una caricatura de lo que este debería ser. Hay una mezcla explosiva en esa soledad, pero mejor será que lo dejamos ahí y regresemos con Osvaldo Manuel y a Daniel Hernández en su A qué te cuento un cuento.

Desde el inicio, sin fanfarrias ni estridencias, sin necesidad de apelar a lo obvio, sabemos que se trata de un espectáculo de juglaría. Juglar de viola y Juglar de relatos. He aquí el dúo. Cantan y se mueven entre la gente, danzan, hacen venias, como la de los cómicos de la legua, y comienzan a contar un reconocible y disfrutable El cangrejo volador de Onelio Jorge Cardoso. Las cartas se muestran: hay que soñar y aspirar al imposible.

Los juglares cuentan a dúo, en tándem como se dice por ahí, pero no renuncian a ser lo que son. No hacen personajes, los proponen. Se relacionan entre ellos, intercambian, más hacen avanzar la historia a lomo de los sucesos, que no de los conflictos, que como ya sabe, la hacen caminar en el Teatro, pero no en la Narración Oral, pues ella es relatoría de sucedidos, sin apenas descripciones porque estas la ralentizan.

Aquí todo fluye; pasan juegos, adivinanzas, historias tradicionales, pasa José Martí en su palabra – ala de colibrí-, pasa el tiempo y uno no se da cuenta de que está avanzando, es más, de pronto se descubre saltando y gozando como aquel día memorable en que mi madre me llevó a disfrutar una versión de Blancanieves dirigida por Bistermundo Guimaraes para el grupo La Edad de Oro en una mañana principeña, en la que yo estrenaba mis cinco años. Los enanos eran actores que caminaban en cuclillas con una danza tambaleante y divertida que aún ilumina mi existencia. Esa luz volvió a mi vida. Regresé a la infancia, gustoso, feliz, inocente. Pero lo que es mejor y todavía más raro: retorné lúcido.

Vi a los narradores hacer caminar la representación con una estructura coherente y sin grandes explosiones, sólo armados de verdades sencillas, vi también las manchas, como aquella oruga donde iba una ortiga o la relativa dependencia de uno de los narradores de las señas del otro, del que obviamente lleva la batuta y hasta la voz; los vi mezclarse, relacionarse y fui testigo de la interrelación que se da entre ellos o sentí y escuché la innecesaria moraleja o el final con bendiciones explicitas que eran prescindibles porque, es mi criterio, mencionarlas sobra ante la belleza, que es de por sí divina o que nos habla y remite hasta lo sacro. En fin, estuve todo el tiempo niño, pero lleno de esa lucidez que sólo se alcanza cuando se es pequeño.

Para cuando regrese Teatro de la Palabra a la Casa del Alba, de la calle Línea, o a cualquier otro sitio, con su A qué te cuento un cuento, espero que sean muchos los que se acerquen a este espectáculo que recomiendo y que a mi me reafirma la certeza de que contar cuentos vale la pena y que este arte nuestro vivirá, más allá del olvido y el ninguneo, porque siempre uno podrá encontrar gente dispuesta a convertir un montón de palabras en un acto de magia y de verdad y personas capaces de escuchar con los ojos y de ver con los oídos.