martes, 6 de enero de 2009

Amas porque mueres (... y mueres porque amas)


“Diciembre es un mes cruel…” ¿Quién… quién dijo que lo era? No recuerdo. Mis muchos años o quizás mi abundante – o poca- memoria pesan demasiado como para conservarlo todo, cada detalle de los sucesos por mínimos que estos sean, para guardarlos en su lugar, intactos, intocados, listos para saltar como el tigre sobre su presa. Es mejor confiarse del olvido, con su carga de verdad y justicia, con su mucho de liberación y perdón. ¡Líbrenos él de la hojarasca y de la mala conciencia!

Si morir y resucitar fueran un acto de crueldad entonces cada mes o día u hora o minuto o segundo vivirían bajo su imperio. El único tema posible, quizás el más humano, es la Vida, con su doble faz de Eros y Thánatos. No hay crueldad posible sino un acto interminable de aprendizajes que se traducen, que se replican, se diseminan por toda la raíz, hasta conformar la suma del ser. El dolor que entraña el nacimiento y el comienzo de la muerte merecen vivirse no precisamente como quien empuja un trago amargo sino como quien se regodea en sus propios humores vitales, sabiendo que no hay otros, y que si, por casualidad, alguien nos los ofreciera estos serían falsos, reflejos distorsionados de una esencia que no puede ser evadida o cambiada, ni siquiera dulcificada o intensificada en sus resonancias. La Vida es unidad. Con esto no estamos negando la existencia de la crueldad sino su atribución al tiempo o a la medida de él. Negarla sería un acto de estupidez o de inconciencia que no anularía sus efectos sino todo lo contrario. La crueldad se centra justamente en la negación de la Vida, en el obstruir el libre paso del Amor y de la Muerte, en encerrarla o reducirla al placer o torcerla hacia el camino del dolor estéril. Ella, la Vida, es equilibrio alrededor del dúo, de lo contrario se vuelve imitación o mueca.

En el pasado Diciembre se estrenó en el Café Teatro Bertolt Brecht un espectáculo insólito en el circuito cubano de la Narración oral, y no exactamente por su factura sino por su temática -que bien podría ser descrita con los párrafos anteriores- o por la “majestad tan impresionante de [la] apariencia personal [de sus hacedores] y el respeto casi litúrgico por las estructuras de los relatos”, que era lo Eliseo Diego intuía en los narradores populares. Bar del Infierno, con Mayra Navarro y Octavio Pino, que también hizo el guión basándose en el libro homónimo del argentino Alejandro Dolina, nos adentra en las profundidades de la existencia humana, en los recovecos del alma, y lo hace de la mano de la Vida. Desde una existencia pobre, ahogada y miserable, que confunde el placer y los excesos con lo esencial, los personajes de la historia, ¿y los propios cuenteros?, esperan la posibilidad de que se rompa el encantamiento de un lugar, situado en cualquier parte del planeta y metáfora del mismo, que los obliga vivir dentro de un espejismo que simula la libertad, más no es. Esperan ser exorcizados por algo o por alguien que quizás podría desembocar alguna vez por una puerta, que nadie ha visto, pero que todos saben que existe y que deberá ser abierta por la Palabra, y sólo a través de ella, convertida esta en boquete de luz que les proporcionará los medios para escapar. Se incorpora y refuncionaliza el mito originario del laberinto y las pruebas afrontadas con ingenio, astucia y templanza, es decir, como una manifestación del juego en sus facetas de representación y competencia.

Es poco frecuente entre nosotros la vuelta a la Oralidad ritualizada, cuando lo que está de moda es confundirla, mezclarla, con el Teatro, que es también un rito pero que cabalga sobre los conflictos y los personajes y no sobre los sucesos como es el caso de la primera. Una estructura de enlace mínima hace que el centro del discurso descanse en el juego de las máscaras que son las siete historias a ser contadas y escuchadas. Siete como símbolo de la eternidad o del eterno retorno, siete como máscara total o enunciación y suma de todas las demás superpuestas. Desde el primero al último texto todo se haya enmascarado: la inmaculada puta del pueblo; la Muerte carnavalesca y el ángel liberador; otra vez la Muerte, pero esta vez amante de la belleza y la juventud; los sacerdotes y las doncellas, vivos e ingenuos por siglos; los orgiásticos personajes de la corte francesa; el transformista flagelado y las falsas mujeres doradas. Todo es una gran máscara que nos recuerda a La Catrina, muerte y dama, fiesta y dolor, relajo y hieratismo. Bajo ella descansa el discurso o mejor, ella misma es el discurso. Habla la muerte o la vida que es la muerte. Habla ella.

Cada historia se ata y se desata delante de nosotros a través de un discurso de colores, que comienza en el violeta pero que pronto se descompone, podría decirse que se degrada, en azul y rojo, para terminar en ámbar. Compleja simbología que no se explica sino que se apela a esa fuente de conocimiento intuitivo, a esas memorias colectivas ancestrales, siempre efectivas y frecuentemente ignoradas o subvaloradas por algunos que apelan entonces a una retórica discursiva más pedagógica que artística. Los cuenteros dieron por válida la sabiduría colectiva y se concentraron en su oficio, que es el de la cuentería monda y lironda, simple y llana, a pura piel y palabra, incluso respetada hasta el detalle por un primario, pero no por eso menos bello y efectivo, diseño visual, trazado por Jesús Darío de Argos Teatro, que más que reforzar lo verbal o ilustrarlo, compone la atmósfera para la imaginación y no aspira a mayores protagonismos.

Octavio Pino, uno de nuestros mejores narradores orales, si bien en un primer momento dio muestras de desconcentración, a medida que avanzaba en su discurso, fue encontrando centro y logró llevarnos a hasta un ¿Por qué llora Leslie Caron?, de Roberto Urías, en plenitud de forma. Conmovedor y efectivo, sobrio, disfrutando y dando a cada palabra su justo peso, su valor. Una historia que se resiente por su tendencia a magnificar la responsabilidad social y familiar en las opciones individuales, o por hacer aparecer al transformista como un ser humano empujado a vivir de una manera, y no como un individuo capaz de elegir y de actuar con responsabilidad y libre albedrío, en la voz del cuentero, la trama se libera de esos fantasmas y alcanza a conmovernos su avatar en tanto, sin excesiva lacrimosidad, lo más importante no será encontrar culpables sino relatar el drama de una persona que no alcanza plenitud aún cuando se nos aparezca envuelta en una fanfarria glamorosa y estridente. El tema gay, en general, puede ser un gancho oportunista que algunos usan para atraer de inmediato a ciertos sectores de público o de opinión, pero aquí, entramos a él de la mano de la sobriedad, entramos a lo terrible, a lo humano, sin asomo de tal tendencia manipuladora.

La Navarro, maestra y puente vivo entre La Hora del Cuento (experiencia de iniciación y promoción a la lectura más que espectáculo) y las formas escénicas contemporáneas que ha alcanzado la Narración oral, nos puso otra vez delante de la plenitud y efectividad de los recursos más prístinos del contador de historias, vehículo para la narración y no su centro. Lo importante es que la historia se haga visible, que ella ocupe todos los espacios y que el narrador termine siendo borrado, sustituido, o más bien, que pase a ser completado en la cabeza y el corazón del que escucha.

Hace mucho, de la mano de sus maestros, ella intuyó los profundos cambios culturales que estaban ocurriendo la sociedad humana. La división entre cultura del oído y del ojo, que fue un paradigma teórico válido hasta los años setenta, ha dejado de ser efectivo y fue necesario sustituirlo por uno que incluyera a las dos; es por eso que el trabajo de Mayra Navarro ha logrado seguir comunicándose con amplios sectores más allá de los tradicionales espacios de la Narración oral y ha penetrado en sitios de legitimación y poder artístico. Si usted revisa sus discursos, podrá descubrir que desde el punto de vista estructural ellos están más cerca de la escritura que de la tradición oral pero, cuando son enunciados, la combinación de recursos elocutivos hacen que esa estructura tenga la apariencia, y a su vez la realidad, de un discurso oral. Logra conectar la sensibilidad del público letrado con el elemento narrativo primario, ancestral, que este mismo individuo, como parte de la humanidad, posee y reproduce aunque sea de manera inconciente.

Hace unos meses, tuvimos en Cuba la oportunidad de ver y escuchar a un narrador de cuentos fang que narra historias de su etnia. Él respeta su tradición, que aún sigue funcionando entre los suyos y que está viva, pero sucede, que más allá de saciar nuestra curiosidad y de la alta estima que le tenemos a la cuentería tradicional, cuando terminaba las historias tenía que avisarnos que estas habían concluido. En un primer momento pensé que se trataba de una dificultad o limitación del narrador a la hora de cerrar los cuentos, de pronunciarlos, pero después descubrí que el asunto radicaba en un problema más complejo, y es que la estructura del cuento tradicional no corresponde con la de introducción-desarrollo-nudo-desenlace del cuento escrito, entonces si usted en una sociedad letrada, o al menos no entrenada para la escucha de estructuras tradicionales, termina sus historias como correspondería a un cuentero tradicional, difícilmente será entendido, pues la fórmula de la escritura ha penetrado tanto en las sociedades urbanas contemporáneas que se ha convertido también en una estructura narrativa, incluso válida hasta para lo oral. Si usted hoy escucha atentamente el chisme, el chiste, el comentario, la descripción de sucesos cotidianos, descubrirá que responden a una lógica escritural, y es por eso que en otros espacios teóricos me he dedicado a estudiar lo que yo llamo Escritoralidad, que no es más que un nuevo sistema productor de lengua, superposición y síntesis de la Escritura y la Oralidad, que se da en los márgenes de la cultura occidental pero que pronto alcanzará definición plena. En Bar del Infierno, Mayra Navarro cuenta tres historias en solitario y una última junto a Octavio Pino, y en cualquiera de ellas usted podría detenerse a analizar que, independientemente de que todas fueran antes cuentos escritos, han alcanzado en su voz resonancias orales innegables: importan más los sucesos que los conflictos; los personajes son apenas dibujados dejando margen a la visualización por los oyentes; las descripción se construye apenas con pinceladas; responden a una lógica lineal que permite la recepción inmediata y no dificulta el discurso; no se emiten juicios sino que se presentan situaciones; la no verbalidad es un lenguaje otro y no una simple apoyatura, etc.

Así como la Narración oral tiene sus leyes, sus especificidades, la escena también tiene las suyas y los narradores orales contemporáneos que han penetrado en sus terrenos deberían asumirlas, pero hacerlo no significa confundir unas con otras hasta llegar a desfigurar tanto el acto de narrar que pueda convertirse en monólogo teatral u otra cosa. No son actores, ni siquiera especializados en el arte de contar cuentos, son artistas de la escena, narradores orales contemporáneos, que aprovechan esa enorme tradición y la ponen en función del acto comunicativo esencial que intenta realizarse como experiencia estética única. No se trata tampoco de usar de manera oportunista esas ganancias y prácticas, de lo que se trata es de conectar con el ser humano que vive y crece en un medio fuertemente audiovisual pero que necesita también del rito y del sentido vivo y sagrado de la palabra que sólo pueden proporcionar las artes presenciales, aún con su carga efímera y aparente o real desamparo. Intentando “estar en la última”, muchos olvidan que en las grandes y cansadas capitales europeas o norteamericanas, en los espacios primer mundistas donde se obtiene casi todo o casi todo existe, incluidas las experiencias más diversas y las superproducciones escénicas, muchas personas han regresado a la vieja práctica de contar y de escuchar; perdido el concepto de hogar o su existencia física, intentan retomarlo en los nuevos espacios de socialización que pueden ser los bares, los parques, las bibliotecas, las librerías, los centros culturales, los teatros, entre otros.

Mayra Navarro y Octavio Pino crearon para nosotros ese nuevo hogar donde el fuego de las palabras es reafirmado como vínculo, donde es posible aproximarnos a la sacralidad y al rito. Por eso este esfuerzo debería repetirse y romper para siempre la “maldición de la única vez” que pesa sobre los espectáculos de Narración oral. Ojala que con ellos se inicie la sana costumbre de las temporadas, que sí son frecuentes en otros países como Italia y Argentina. Ahora que las circunstancias económicas amenazan con reducir al mínimo los festivales y otros eventos, se podrían muy bien estrenar nuevas prácticas y estrategias que permitan mantener en cartelera, cuanto tiempo soporte el público, esas puestas y otras, en las que lo múltiple se torna uno y lo diverso ocupa su lugar sin usurpar la unidad.

Mientras repaso lo visto en ese mes, nada cruel y si muy olvidadizo, una y otra vez me viene a la memoria una frase, que tampoco recuerdo dónde la escuche ni a quién, pero que está grabada en mi con letras de oro: “El mejor contador de historias es aquel cuyas historias serán recordadas aun después de su muerte y de que su nombre sea olvidado”. Ha pasado poco tiempo desde el estreno de Bar del Infierno y no hemos dejado hacer su sano trabajo al olvido, pero tengan la certeza de que lo hará, a pesar de que hasta yo mismo me resista a él y le haga trampas.

Para cuando lleguen esos tiempos, seguramente habremos convertido al bar en una única historia, contada por un único narrador de múltiples rostros, que comenzará en la mesa de una morgue, mientras un médico de pueblo se detiene unos instantes antes de cortar un cuerpo y detener para siempre los gemidos de placer, los únicos, los verdaderos gemidos que creyó escuchar alguna vez, y mire, o sufra, ante las trampas de la muerte, esa otra cara de la Vida, y descubra que ella puede ser también muy cruel, pero no como diciembre, que es un mes que me niego a creer que lo sea en verdad.