lunes, 1 de junio de 2009

Viaje a la calle de San Juan, en Orihuela


Para Antonio González, José Manuel Garzón,
Cristina, Maite y la familia González-Beltrán.

1993. El sol era copioso, como el fuego. Las calles de La Habana, polvo y silencio. Guijarro seco. La ciudad a oscuras daba tumbos. Se presentía la rosa de los vientos, la indicación de un norte, de un destino, más nadie se atrevía a pronunciarlo. Andar era un lujo. Encontrar ruta un acto de gracia que cuando llegaba traía largas celebraciones, aunque a la mesa sólo hubiera un pedazo de pan de apenas ocho gramos. Pan verde y amargo sobre el mantel manchado, antes blanco, paño de las grandes ocasiones familiares. Generoso saltaba el alcohol destilado en alambique casero. Tortuoso camino el del azúcar hasta convertirse en aguardiente. Animal duro que te raspaba el alma y la garganta. La cosa es que me invitaron a las Islas Canarias en Febrero, al Festival Internacional de Narración Oral Escénica, y ya eso era un andar. De más está decir que hubo celebración, gozo y muchas horas para llegar al aeropuerto. Boyeros era una cinta larga y descolorida. Llegamos al avión, bestia salvadora, que al decir de Lezama era una “lata que nos separa milímetros de la eternidad”. Fue un viaje tranquilo. Era de noche.

Madrid me recibió, al amanecer, con un cuchillo helado cortándome el aliento. Ocho grados bajo cero, más confieso haber sido feliz. Una gabardina alquilada y las ganas fueron suficientes. Horas más tarde ya sobrevolaba las Islas Canarias, las Afortunados, el Jardín de las Hespérides, la patria de la Locura según Erasmo de Rotterdam, la de mi bisabuelo Antonio Reyes, natural de Güimar, que peleó en la Guerra de Martí y que nunca quiso aceptar la vergüenza de la derrota representada por aquella pensión de setenta y nueve pesos. A mi lado iba un turista japonés, que a pesar de que fingía muy bien no dejó de mirarme con cara de espanto al no entender el por qué un hombretón de seis pies podía llorar si allá abajo solamente estaban siete montones de lava volcánica, algunos kilómetros de arena y unos graciosos platanales. Pocas veces los turistas logran entender algo que sea realmente sustancioso.
Me parecieron fríos los canarios, demasiado peninsulares para mi gusto. Pero esa fue una primera impresión que me duró muchos años hasta que entendí que ellos no eran fríos, sino que un personajillo había lanzado entre nosotros los polvos de la discordia. Me salva la memoria de la patria primera de los míos el rostro de Alicia, la ceramista, la constructora de afectos que ahora trabaja en la eternidad con materias más nobles, más duraderos. Ella me enseñó la isla, los lugares hermosos, los esenciales, los que casi nunca aparecen en los mapas. Ella me enseñó la isla de los caminantes.

Trabajé mucho y bien en las Canarias. Recuerdo la función del Teatro Chico en la Isla de la Palma. Pequeña joya en miniatura. A la puerta de ese teatro unos simpáticos escolares cantaron para mí viejas canciones cubanas que los nuestros no cantan porque no las conocen, o porque no se las hemos cantado nunca, como si no supiéramos que ellas son el Libro de los Libros de la Patria. Fue hermoso en Agüimes recibir el Premio Chamán (Internacional de Narración Oral Escénica otorgado por la CIINOE) que le otorgaron a La Peña del Brocal, que fue como dármelo a mí mismo.

Respirar las Islas me hizo bien. No sería decente, y eso a mi me importa mucho, enumerar las piedras que fueron a parar a mis zapatos. La fortuna de esos lugares merece mi silencio. Algún día, si vuelvo, me prometo a mi mismo cantar canciones viejas a la puerta de todas sus iglesias, teatros, en sus bares, en sus calles, en los colegios, en la casa de la gente buena que por allí se da como la verdolaga en Cuba.

Después me fui a Madrid. Vivía en un colegio de señoritas, el Colegio Mayor Isabel de España. Uno siempre se imagina esos lugares como internados lúgubres y pacatos. Este era un colegio disciplinado y noble, lleno de mujeres hermosas que recibían la cultura como lo que es, fiesta. Desde allí visitamos otros lugares de España, entre ellos una noche a Elx, la tierra de La Carátula, la de los González Beltrán, la de José Manuel, la de Cristina, la de Maite, la de Adrián. En aquellos tiempos su Teatro Principal no estaba restaurado y la zona de camerinos parecía un antro. Esa noche bajó tanto la temperatura que yo creí que podía desarmarme en pequeños témpanos. Suerte que estaban Marcela Romero y Marilú Carrasco. Nos pusieron un pequeño hornito eléctrico y nos juntamos, apretados, en derredor de él, casi en actitud de adoración.

De regreso a la capital me fui a vivir a la calle de Las Huertas, saliendo por la estación del metro de Antón Martín, poco más abajo de la Real Academia de Historia, a punto de llegar a la calle Paseo. Como a unos pasos de allí está la Plaza de Santa Ana, famosa por sus polvos blancos y sus alucinados, en la mañana uno tenía que salir del edificio saltando sobre los cuerpos de una multitud de pobres seres que seguramente habían sido sorprendidos por sus propias guerras y sucumbieron en ellas. Cuerpos tumbados, jeringuillas, ligas, preservativos. El metro era una bestia que escupía cuerpos desechos y que luego volvía a engullirlos. Paraba, junto a dos amigos, en la buhardilla de un edificio del Madrid del Siglo XIX. A nuestras espaldas estaba la tumba de Miguel de Cervantes, desde una ventana se veía una casa en la que habitó Francisco de Quevedo, la casa de Mariano José de Larra y la tumba de Félix Lope de Vega. Madrid era una ciudad de muertos. Entonces me quise ir hasta la vida y me fui al sur. A Elx, a la ciudad del Misterio. ¡Viva la Madre de Dios!

Madrid es también la ciudad de grandes y preciosos museos, la del buen llantar, la de las librerías – ah, y yo siempre sin dinero-, la de los café – Libertad 8 es mi preferido-, la de los sitios hermosos, pero esa es harina para otro costal. Perdón, hablé de harina, y me saltó a la memoria una diminuta pastelería en la Calle del Amor de Dios. El viejo pastelero amaza, hornea; su mujer vende. Noble hojaldre el de sus almas. La ciudad tiene mucho de esa fina masa.

Descendí a los infiernos madrileños hasta que una voz me anunció que estaba en la estación de Chamartín. Cuatro horas en tren hasta Alicante. Tierra seca y roturada, grandes viñedos y algún que otro miura, pueblos blancos, pequeños, tristes, de viejos, algunos abandonados. Aquella planicie ocre me era tan familiar, era cosa de la sangre, de los labriegos castellanos que llegaron por la derecha de mis venas.

En el andén estaban José Manuel Garzón, actor de muchos dones que alguna vez interpretara, entre otros personajes, a Miguel Hernández, estaba Antonio González, fundador del Grupo de Teatro La Carátula, el hijo de Don Nazario, republicano puro y hombre de una sola pieza. Veinte minutos después estábamos en la casa quinta de los González Beltrán, mi casa ilicitana que hoy es sólo memoria en nosotros, la casa en la plantamos un árbol para Isabel, la de la pinada del viejo, la del olivar, la casa en la que conocí a mis amigos españoles buenos, la casa donde me enamoré de toda la vasca de José Manuel que preside la Virtu. Elx es una ciudad de vivos.

Por las tardes iba puntualmente a la Plaza Mayor, al bar Arlequín, a tomar ginebra con agua tónica, junto a Don Nazario. El me contó de la República, de sus héroes y sus mártires, de sus traidores, de cuando salió por el puerto de Alicante hasta Orán, del exilio argelino, de cuando Antonio nació, de cómo hacían teatro, del regreso. Era una escuela de historia pero sobre todas las cosas de bonhomía. Por las noches regresaba con Antonio al mismo sitio, entonces yo tomaba una cerveza negra, La Cueva del Ermitaño. Hablamos de lo humano y lo divino.

Fuimos a muchos sitios. Bares como el Jamboree en Alicante, el de Pepa y Julio que ya no existe, al menos como era entonces, o el Club Directo de allí, o vistamos el Carmen del Campillo, donde el otro José Manuel, su dueño, me contó la historia del lugar y me mostró su reliquia más preciosa: la carretilla de su abuelo labriego. Subimos hasta la Fuente Roja, visitamos infinidad de restaurantes para comer cuscús y costra, paella valenciana o mariscos, sopa de cebollas y delicadezas como los frutos secos, o comimos múltiples recetas de cordero o aquellas judías con perdices que tanto recuerdo.

Todo eso fue importante, aprendimos a querernos y a ser fieles los unos con los otros a pesar de los vientos, pero nada como visitar juntos a la casa de la calle San Juan, en Orihuela, en la que nació Miguel Hernández, el poeta, en 1910. Fue él quien me hizo amar a mis amigos con uno de esos amores viriles que ni la muerte vence.

No recuerdo si fuimos camino de Murcia o de Alicante, seguramente de Alicante, si que lo primero que hicimos fue llegarnos al Colegio Santo Domingo, el de los jesuitas, donde estudiara el poeta. Creo que hoy es una institución pública. Tiene ese olor tan típico que he encontrado en las escuelas del mundo. Me llevaron hasta un gimnasio, dicen que allí estuvo el aula donde estudió el poeta por muy poco tiempo pues su padre quería para él destino de pastor, y para eso las letras ofuscan y confunden, sólo basta con seguir el paso de las cabras. Mucho le rogaron los hijos de San Ignacio, hasta prometieron garantizarle los estudios universitarios al muchacho; pero ya se sabe, el hambre no es buena consejera y si eso se junta en un ser amargado y severo, se puede llegar hasta donde el amor no llega y él no aceptó y se lo llevó de regreso a la casa.

El tiempo borra y limpia. Hoy el nombre del poeta maldito, muerto entre los piojos y la tuberculosis, preso, el que ni siquiera se podía pronunciar en otra época, está en todas partes. Todo lo recuerda. Posiblemente a los demás, a mi no. Su nombre escrito en las paredes, en los muros, en las tarjas, en las telas que cruzaban a cada lado de las calles, no tienen la consistencia que adquiere cuando escucho su versos dichos a viva voz, sus poemas en el aire, cantados por Juan Manuel Serrat, o dichos por un buen recitador.

Por los lados de unos riscos, al final de la calle de San Juan, si no recuerdo mal, está la casa. Paredes blancas, techo de tejas a dos aguas, puerta y dos ventanales enrejados. Una tarja de cerámica indica que allí nació Miguel Hernández. Casa sencilla. Estaba cerrada a cal y canto. En silencio nos fuimos por un costado y subimos a las piedras, una pequeña montaña escalonada, a la que seguramente subía el poeta. Era su aposento alto. Desde allí vi la higuera y el techo de los corrales, la casa desde atrás y un poco arriba. Quise gritarle a Miguel, pero sabía que era inútil, que aquella ya no era su casa. Su casa es el viento.

Estuve allí no sé cuánto tiempo, hasta que por la calle vimos acercarse a un hombre, llegar a la puerta, abrirla y entrar como Pedro por su casa. Era el celador. Como una cabra bajé hasta la calle. El hombre había ido a comer y después a la siesta, tan castiza. Se disculpó por hacernos esperar. Por sus maneras tuve la impresión de que aquel sitio no era muy visitado, y menos en las tardes. Era un hombre pocas luces, conocía sólo pequeños datos sobre los habitantes de la casa, pero era gentil y sabía hacer su trabajo dejándole a uno tiempo para encontrarse con las huellas de Miguel. De frente, un poco a la derecha, está una habitación donde se guardaban unas alpargatas y un bastón, dicen que del poeta, y una cama. La cocina, más bien estrecha como la economía de sus moradores.

Salí al patio y pude encontrarme de frente con la higuera. Supongo que es el árbol que inspiró muchas veces al poeta, el que sentía con cualidades ígneas. “Cómo escuecen las higueras…” dice en El adolescente, que se encuentra entre sus primeros poemas. Otros textos hacen referencia a la higuera hasta llegar a la Elegía dedicada a Ramón Sijé, “con quien tanto quería”, el que se había muerto “como del rayo”:

Volverás a mi huerto y a mi higuera;
por los altos andamios de las flores
pajareará tu alma colmenera
de angelicales ceras y labores.
Volverás al arrullo de las rejas
de los enamorados labradores.

Hasta ese momento vi objetos sencillos, cosas de un museo o de una casa cuyo dueño se marchó hace mucho tiempo. Al estar frente a la higuera, que está viva, la abracé llorando y se me reveló el sentido mi viaje a España: ¡Miguel, hermano, aquí estoy. Vine a encontrarme contigo! Fueron unos segundos en los que estaba el tiempo, todo él.

El sencillo celador me dejó llorar, después me llevó al corral de las ovejas, que está al fondo del patio. De regreso, íbamos otros, me llevó a mi solo hasta un cuarto, con ventana a la calle, iluminadísimo, y puso en mis manos el libro de visitantes; escribí cosas que no recuerdo, quizás puras tonterías, sólo sé que firmé en nombre de Cintio Vitier, de Fina García Marruz, de José Lezama, de Eliseo, de Roberto Manzano –cuyo estro siempre me recuerda el del oriolano-, de Rafael Almanza y de Jesús Curbelo, en nombre de mis ángeles tutelares, los poetas.

En la sala estábamos todos cuando ya a punto de salir, quizás conmovido por el llanto y la emoción o por quién sabe qué, el señor volvió a separarme del grupo y me llevó a otra habitación que estaba a mano izquierda. Allí había un enorme arcón, uno de esos que en Europa usan para la ropa de cama o los vestidos, que siempre huelen a alcanfor y a naftalina, que dicen sirven para matar la polilla y otros bichos como el olvido. Abrió la caja enorme y extrajo una más pequeña, de vidrio. Fría y transparente, que contenía hojas secas y tierra y otros despojos insignificantes.

Me miró de frente y al verme mudo, con cara de extrañeza me dijo:

- Mire bien… mire al fondo. Mire. Eso que ve allí es la mejilla derecha del poeta y el cuero cabelludo. Tenía piojos y estaba rapado, por eso parece un pedazo de piel cruda.

No miré. No pude mirar. Yo que siempre veo o que siempre quiero ver, como Tomás, o meter los dedos en la llaga, no pude.

Yo quiero ser llorando el hortelano
de la tierra que ocupas y estercolas,
compañero del alma, tan temprano.

Alimentando lluvias, caracolas
y órganos mi dolor sin instrumento,
a las desalentadas amapolas

daré tu corazón por alimento.
Tanto dolor se agrupa en mi costado,
que por doler me duele hasta el aliento…

Nos fuimos por la calle de San Juan, hacía arriba. Mis amigos me llevaron a conocer un teatro circular y no lo vi. Compraron carne de vaca, hicieron bromas, pero yo no estaba de ánimos. Sólo pensaba en él, en Miguel Hernández, el poeta que cuando yo nací ya había adquirido esa suerte de universalidad que sólo otorgan el don, la gracia, el canto y la muerte. Su voz y su escritura habían descendido al reino de la oscuridad y ahora estaban, después del retumbar de flautas y atabales, en el viento, en el olor de la guayaba, en el reino de lo resurrecto, que es el de la tierra y el cielo nuevos, el de la Luz.

Nunca más he regresado por los lados de Orihuela. Ya no somos los mismos, para bien nuestro y de los otros, pero si alguna vez regreso, conozco ya el destino, la ruta de mi viaje. Entraré hasta el patio, abrazaré la higuera, que está viva. Y volveré a decir las mismas palabras: ¡Miguel, hermano, yo soy Jesús, poeta, y vine a visitarte! No veré nada más. Nada. Sólo la higuera.

Bajo el Árbol de las Palabras


Conversación con Bonifacio Offogó, Príncipe de los Yambasa


La serpiente iba cazando por el bosque, iba cazando la serpiente, cazando ratones, porque a la serpiente le encanta cazar ratones. Mientras ella iba cazando por el bosque su cola y su cabeza no paraban de pelearse. Eran como esos hermanos que siempre se están peleando aunque se quieren.

Por ejemplo, la cola le decía continuamente a la cabeza:

- Oye, ¿por qué tú siempre vas delante y yo detrás? ¿por qué tú siempre eliges el camino y yo no tengo más remedio que seguirte?

La cabeza le contestaba:

- Escucha, yo voy delante porque soy la cabeza. Como tú eres la cola me tienes que seguir.

Un día la cola se hartó y estaba muy indignada, así que le dijo a la cabeza que le gustaría ponerse delante.

- No tengo ningún problema. Si esto es lo que quieres, sea. - dijo la cabeza y mando parar a la serpiente. Cuando ella se detuve se colocó en el lugar que ocupaba la cola y la cola se colocó en el suyo.

Entonces la serpiente continuó, pero esta vez con la cola delante y la cabeza detrás. Pero no veía el camino, se tropezaba por aquí y por allá, no podía cazar ratones. Casi se muere de hambre, un verdadero desastre. Incluso la cola llegó a perder la cabeza.

Por eso en mi pueblo decimos que hay que aprender a respetar el orden natural de las cosas. La cabeza siempre tiene que ir delante y la cola detrás.

I

Ven. Vamos a conversar sobre mi pueblo. Soy Bonifacio Offogó, un yambasa de Camerún.

Sentémonos bajo este árbol.

La Palabra para nosotros es un ritual sagrado. Un yambasa, mi padre, para no ir más lejos, cuando quiere hablar en público se levanta, porque es un ritual, porque la Palabra no se toma de cualquier manera, sino que se pide, y cuando uno está en el uso de ella, los demás respetan eso, porque es un momento mágico. Por eso mi padre se levanta. Por ejemplo, han llegado varios miembros de la familia, y él, que quiere decirles algo, se levanta y habla. Los demás escuchan con un respeto absolutamente religioso, y es que estamos hablando de un ritual.

Como en todos los rituales, en este también se comparte. Por eso hay varios instituciones en nuestra cultura, instituciones milenarias dedicadas al ritual de la Palabra, al culto de ella; aunque alguna podría parecer de la Edad Media sin embargo todas son actuales, vigentes, todavía se usan, como el Árbol de la Palabra, que es uno -suele ser un baobab- plantado, cuidado por todos los vecinos especialmente para esa función. Cuando llega una comunidad a un sitio y quiere crear un asentamiento, lo primero que hace, antes que construir las casas, es plantar el árbol, que va creciendo, y que llega a ser centenario. Es ahí donde se reúnen los vecinos por grupos de edades, los niños en su turno, los hombres mayores, los jóvenes, para hablar; a veces simplemente para conversar. Es muy parecido a lo que yo vi en el Parque Central, en La Habana, donde se reúnen los jóvenes para hablar de béisbol.

Nos reunimos en el Árbol de la Palabra. Los jóvenes, por ejemplo, allí hablan de sus aventuras, de sus conquistas amorosas, o los niños, o hay reuniones intergeneracionales.

Parece una paradoja porque el Árbol es un espacio sagrado y sin embargo allí se puede sencillamente conversar. Es que todo acto de la vida es sagrado, hasta el más simple. Toda la vida es esencialmente sagrada.

Si yo te trajera aquí a mi padre, y estuviéramos conversando de cualquier tema, y él empieza a hablar o tú le haces una pregunta, primero él te dirá tres o cuatro proverbios, luego te narrará una historia -una con sus personajes, sus acciones, su desenlace-, la llevará a su fin antes de contestar a tu pregunta o a veces demora días en darte una razón; pero siempre te la dará.

Es que entre los yambasa no hace falta un momento ni un lugar específico para la poesía, para la filosofía. Todo se hace en la vida cotidiana, todo esto tiene lugar en la conversación cotidiana, en el hablar normal.

También el silencio, que está lleno de sentido. Cuando dos seres humanos se encuentran, se reúnen y hablan, el silencio es muy importante porque él permite pensar, analizar, valorar lo que uno va a decir, escuchar al otro. Es una escuela no fácil de cursar porque es algo que hay que practicar diariamente. Lo común en la vida de Occidente es que la gente no se escucha. No sabe escuchar. Mientras uno está hablando, el otro, en el mejor de los casos, si guarda silencio, está pensando en cómo contrarrestar, o en cómo desarmar o pulverizar al otro. Otras veces el silencio entre ustedes es signo de desprecio, de ninguneo.

Ya deberíamos saber que nadie tiene la Verdad, sino que ella es propiedad de todos, construcción colectiva. Por eso hay que aprender del Silencio.

Otra institución para saber hablar es el Consejo de Ancianos, formado por gente elegida a razón de su capacidad oratoria, por su saber escuchar, por hablar con sabiduría. Por eso cuando ellos se reúnen, bajo la presidencia de mi padre que es el Rey y presidente de ese consejo, siempre lo hacen con un tema concreto, ya sea porque hay un conflicto que afecta a la comunidad o que hay un proyecto común. Entonces hablan, por turnos, nadie interrumpe a nadie, nadie, todo el mundo pide la palabra antes de hacer uso de ella.

La primera vez que llegué a España estuve un año en la Universidad Complutense de Madrid sin tomar la palabra, no la pedí, y cuando había reuniones, al final, siempre algún amigo me decía si yo no iba a hablar, y era que como intervenían espontáneamente, yo no era capaz de hacerlo de ese modo. Esperaba a que ellos terminaran de hablar, de desfogarse, y entonces cuando me preguntaban era que tomaba la palabra.

II

El aire de mi pueblo, el aire de Camerún, es verde, huele a verde. Ya sé que los colores no tienen olor, pero en este caso si, es un aire puro. Lo puedo olfatear en la distancia. Yo recuerdo las mañanas en las colinas de Yaundé, que es una ciudad rodeada de siete colinas, donde puedes respirar el aire fresco. Es lo más parecido al aire del Paraíso.

La eternidad, fíjate, es curioso, porque esta cifra, el siete, no es inocente, no es causal, porque ella, el siete de las colinas, es una cifra mágica en muchas culturas del mundo. Yo no sé si los que fundaron la ciudad tuvieron en cuenta este hecho, de que eran siete las montañas que rodearían la ciudad y precisamente por eso la fundaron allí, es posible que así sea porque antes la gente no hacia las cosas por gusto, sino porque tenían un significado, un sentido. La eternidad para nosotros es un concepto real, aún pensamos, creemos, que el ser humano es eterno, que el ser humano no muere sino que cambia de condición, de estado, de dimensión; por eso tenemos una relación muy estrecha, muy íntima, con nuestros antepasados, porque sabemos que ellos viven en otro lugar, en otra dimensión, y velan sobre nosotros, nos protegen, y que, de alguna manera, convivimos. En mi pueblo hay gente que entierra a seres muy queridos dentro de casa.

III

Desde que yo viajo a Latinoamérica, ya son doce o trece viajes los que he dado por aquí, por distintos países, lo que más me duele es observar que no nos conocemos los latinos y los africanos a pesar de que somos pueblos muy emparentados, muy unidos por la historia, que compartimos no solamente valores sino que hasta la sangre; pero no nos conocemos. Esta cuestión me preocupa mucho, por eso a cada uno de mis viajes lo convierto en un viaje de enseñanza y de aprendizaje. Yo quiero hacer el papel de puente, para aprender, para enseñar a otros.

El pueblo yambasa en un pueblo de gente sencilla, gente campesina, que no tiene prisa, gente que se toma todo el tiempo, por ejemplo, para saludar. Sólo saludándose pueden estar diez minutos. Un yambasa se encuentra con otro yambasa en el camino, uno, digamos, vuelve de su plantación de cacao, ya que muchos se dedican a esa faena, y otro vuelve, por ejemplo, regresa de cazar, entonces el primero le lanza al segundo una larga parrafada que es apenas el inicio de la conversación, y que sólo significa algo así como ¡Hola! Después el otro le suelta una idéntica, pero no se termina ahí el saludo. Preguntan cómo está tu mujer, cómo está la casa, cómo están las ovejas, cómo está la plantación; o sea es un saludo realmente profundo, completo, se mete toda la historia en el saludo y es que los africanos somos seres comunitarios, colectivos, colectivistas, luego entonces no hay saludos individuales. El saludo es a la persona y a todos los seres que la rodean, a todos los que forman parte de la comunidad de esa persona.

IV

Mi papá es un Rey, no como el Rey de España, no como el de Jordania, es un Rey de tribu. Mi padre es el Rey de los Yambasa, se le llama Babá, Papá, pero ese es un titulo, no todo el mundo puede usarlo, porque es un poder institucional, ya que es el Presidente del Consejo de Ancianos, además, sobre él descansa un poder espiritual, un poder social. Él forma parte de una dinastía, mi abuelo ya era Rey.

En tiempos de la esclavitud muchos reyes o príncipes fueron capturados, desconociendo esta condición o menospreciándola, fueron esclavizados. Mi padre podría haber sido uno de esos. Su padre era Rey, él era Príncipe. Ahora es el Rey, es decir, es el líder espiritual del pueblo, es el que preside el Consejo de Ancianos, es el que dirime los conflictos, los relativos a la tradición, los temas de herencia, las disputas de tierras, de propiedades, el monto de las dotes, los matrimonios tradicionales; todos esos temas son competencia de mi padre, y en general del Consejo que él preside. Entonces no es sólo un líder espiritual sino que tiene un papel concreto en la sociedad y es una persona muy respetada.

Mi padre, desde que yo era muy pequeño, me eligió para sustituirlo. Soy el Príncipe heredero. El ha tenido doce hijos. Yo formo parte de una gran familia, de una familia africana. Cuando tenía cuatro años él me escogió al darme el apellido de su padre. Nosotros tenemos otro sistema de apellidos, distinto al occidental, es decir, los doce hermanos no llevamos el mismo apellido, tampoco tenemos por qué llevar el apellido del padre. Entonces él al darme el apellido de su padre, con este gesto, buscaba la reencarnación; porque para nosotros ese gesto significa reencarnar. Por ejemplo, mis hermanos no me llaman directamente Offogó, sino que me llaman Abuelo, o sea, yo soy la reencarnación del abuelo.

Al darme el apellido me eligió inmediatamente para ocupar su lugar cuando él no estuviera y de hecho, desde muy pequeño, comenzó a iniciarme, ya que no es algo que se aprende de un día para otro. Él me enseñó los secretos, me llevaba a los Consejos de Ancianos a escuchar como hablaban; porque un Rey debe saber hablar bien. Eso es muy importante. Mi padre me llevaba para aprender a hablar, no para hablar. Escuchar es absolutamente fundamental. Un sabio, como mi padre, que habla bien, es un hombre que debe conocer el valor del silencio. No es una persona que habla por hablar, que habla porque le dijeron algo. Puedes llegar a casa de mi padre, le cuentas, él te escucha durante media hora, guarda silencio, y luego te dice:

- Te he escuchado, te he entendido, ya te daré la respuesta.

V

Mi padre dice que los blancos están locos porque pagan para escuchar cuentos. Aún sigue escandalizándose por ello. Cuando supo que vendría a Cuba sólo a contar cuentos se sonrió y dijo que ahora si estaba seguro de que por todas partes hay locos.

Yo llegué a la Narración oral en medio de una historia alucinante. Desde pequeño ya contaba, había aprendido escuchando a los abuelos, porque en la noche en mi pueblo es costumbre organizar, en torno al fuego, veladas de cuentos, donde cuentan niños y mayores. Yo allí lo hacía en mi lengua materna, más nunca sospeché que aquello era un espectáculo, y mucho menos que estos se podían hacer en grandes escenarios, ante cientos de espectadores o imaginar que alguien estuviera dispuesto a pagar por escuchar cuentos; hasta que un día estando yo en la Universidad Complutense de Madrid, donde me gradué, una estudiante que se llama Paloma, se me acercó y me dijo que estaban preparando una Semana Cultural y que les gustaría que un africano viniese a contar cuentos de su tierra, pero le dije que había un problema en eso porque yo sólo contaba cuentos en mi hogar, junto a mi familia, alrededor de una hoguera, en mi propio idioma, pero nunca para un publico numeroso y mucho menos universitario. Ella insistió y dijo que eso era lo que querían escuchar. Como tampoco, en esa época, hablaba bien el español, ella se ofreció a ayudarme a prepararlos. Fue así como Paloma me convenció. Nos estuvimos reuniendo durante varios días. Eran cuentos totalmente orales que yo tenía en mi memoria. Entonces nos sentábamos, yo le contaba la historia y la poníamos por escrito. Ella me daba sugerencias. Fue así que me atreví, conté una fábula. La reacción fue inesperada. Se produjo una catarsis en el grupo de estudiantes. Se me acercaron varios asombrados. A partir de la semana siguiente ya me estaban llamando de colegios, de bibliotecas, para que contara historias. Además me pagaban, y yo seguía sin entender nada. Me sentía como un verdadero estafador. Me decía: Dios mío, ¿cómo yo puedo estar aquí, cobrando por hacer cuentos? En mi pueblo toda la gente cuenta historias y nadie cobra. Luego, poco a poco, grandes programadores de festivales empezaron a llamarme. Yo sentía una responsabilidad enorme. Eran Festivales Internacionales en Asturias, en Galicia, pero después he estado en eventos de Argentina, Colombia, Costa Rica, Cuba, Ecuador, México, entre otros países.

El mundo de los festivales de Narración oral es muy raro. Primero estuve diez años contando cuentos y no podía llegar a ellos. Yo contaba en circuitos al margen. Estaba en colegios y bibliotecas, en Organizaciones No Gubernamentales que cada vez que querían hacer algo sobre África recurrían a mí. Yo no entendía, hasta que poco a poco fueron llamándome. Allí me sentía como pulpo fuera del agua. Estaba gente que había recorrido el mundo narrando cuentos y se las pasaba todo el tiempo contando anécdotas de viajes internacionales, pero no se contaban cuentos entre ellos.

Hace sólo cuatro años que empecé en festivales, y mire usted, ya van por más de cuarenta en los que he participado. Es increíble. En los festivales nadie se escucha, y es que no hay espacio para que los participantes se cuenten entre ellos, se escuchen. Cada quien va al festival a demostrar lo bien que sabe contar, lo mucho que ha viajado, y las más de las veces le hacen quedar a uno en una mala posición al excederse del tiempo asignado y cansar a los públicos.

Para África el ser humano es el centro de todo, el centro del Universo. Todo pensamiento, toda acción, tiende hacia el Hombre, que está por encima de todo; incluso por encima de los dioses, que de hecho los nuestros son muy humanos. Está por encima de la cosa económica. Ese es un problema del mundo de hoy.

Fíjate si nos preocupa el ser humano que tenemos la costumbre de compartirlo todo. Muchos occidentales me critican. La familia africana es tentacular, no es sólo madre, padre, hermanos, es también los primos, los primos segundos, los sobrinos… Entre nosotros se comparte porque antes está el ser humano. Luego se pensará en la economía, pero lo primero es lo primero. Yo no puedo dormir si me llaman de Camerún y me dicen que hay un sobrino enfermo, que hay un primo que está enfermo; inmediatamente tengo que hacer todo lo posible por enviar dinero para que lo lleven al médico. Cuando sucede algo el calor humano está ahí, pues no debemos sentirnos solos. Tenemos que estar arropados por los nuestros, por la comunidad. Por eso cuando yo llegué a España y me di cuenta de que había entierros privados, casi por invitación, no entendía; y es que nosotros no entendemos eso, no se invita a nadie a un entierro, como no se invita a nadie a una boda, porque todos están invitados, porque el ser humano nunca debe estar solo ni en lo malo ni en lo bueno. Siempre tiene que estar rodeado, arropado.

Yo cuento para trasmitir calor humano, para recibirlo. Cuento para profundizar, para buscar nuestra esencia. Mis espectáculos son actos de comunión, que es algo que va más allá de lo religioso, porque es un acto de hermanamiento, donde nos arropamos mutuamente. Por eso es muy importante la recuperación del arte de contar cuentos.

Pero he hablado mucho. Me gustaría ahora poder escucharte a ti. Bajo este árbol. El Árbol de las Palabras.