domingo, 25 de noviembre de 2012

En su centenario, llamémosle Virgilio

Loma, aunque los registros oficiales camagüeyanos insistan en llamarla Tula Aguilera, fue una calle corta y ancha, que desembocaba en la nada, si es que así se lo podía llamar al campito de San Zenón, colindante con la Escuela Normal para Maestros, donde terminó estudiando mi madre, a pesar de que quiso ser “hogarista”, que no “normalista”, pero, por azar violento y revuelto, no le quedó más remedio que aceptar su cruz y convertirse en una “maestra de escuela”; eso sí, recordada como la elegante y dulce muchacha que le cambió el destino a sus alumnos. En esa calle, y en otras, vivió en Camagüey, durante veinticinco años, Virgilio Piñera, el autor de cuentos y aires fríos, congelados absurdos, y de rabiosas ironías escénicas o narrativas. Había nacido en Cárdenas y murió en El Vedado habanero. Él, espíritu burlón y trashumante, más “por malparada economía”, como la de las cojas de su relato, que por vocación viajera, fue llevado a una multitud de casas pobres en diversas ciudades cubanas o en Buenos Aires. También vivió en esa calle de La Zambrana, según cuenta la lengua de trapo y la vox populi, Severo Sarduy, escritor barroco y posmoderno, delirante, tan de la ciudad, a pesar de París, tatuado por la cubanía y, muy especialmente, por esa condición humana, que yo defino como la camagüeyanidad, en sus dos variantes: principeño civilista y polis endemoniada. Pero dejemos esos zarandeos para otros lugares. En Loma # 13 viví desde los once años hasta los veintitrés. Estaba, entonces y ahora, muy orgulloso de residir en la periferia, al margen, aunque lo suficientemente cerca del centro como para conservar orbita propia, sin necesidad de dejarme imponer una, gobernada por las fuerzas centrífugas de aquella ciudad provinciana y polvorienta que presume de su prosapia. De este modo mantuve distancia crítica e independencia frente a sus designios, por lo que pude ser y estar lejos de la “tradición” y del rol y las maneras que se supone deban asumir los intelectuales allí. Según Carlos Manresa, en Camaguey, crece como la verdolaga, cierto “formalismo cubano”, tendente a reafirmar la pureza del idioma, la sujeción a las formas clásicas en poesía. Si usted me escucha y me lee se dará cuenta que esa tendencia en mi se da más por el camino de la fragmentación en la forma, y que, no obstante, en lo esencial, repito, con insistencia, los temas camagüeyanos más sostenidos: el silencio, la insularidad, la religiosidad y la ciudad entendida como construcción poética-mítica que se encarna más allá de sus ladrillos, argamasas y sangres de toro. Mi interés por los ilustres vecinos se acrecentó con la juntamenta que me proporcioné. Muy jovencito frecuentaba los círculos de José Rodríguez Lastre – alias Nikitín- y de Carlos Victoria – que trabajó en un almacén de la Empresa Forestal Integral donde mi padre era vicedirector-, o escuchaba con fruición las historias de Carlín Galán Sariol, amigo de Virgilio, de Nicolás Guillén, de Severo, de Emilio Ballagas, de Rolando T. Escardó, de Rita Montaner, de Luis Carbonell, y de otros muchos personajes que hoy habitan en el panteón de los héroes de la Cultura Nacional y que entraron, por derecho propio, muchas veces a empellones, dentro de la mitología insular, tan rica en chismes y leyendas, tan intervenida o ignorada por los aficionados a las reglas, los cánones y los dogmas. Los literatos que están en el cielo de las titanes patrios y en los pensum académicos, sin embargo, sufren del Mal de la Gloria, que consiste en que recibir el premio de la aureola y el misterio, a la vez que son condenados al polvo de las bibliotecas, o a ser minimizados mediante citas elegantes, anécdotas simpáticas, exergos de poemas; más nadie los lee con pasión. Es decir, aquellos personajes y personas que odiaron el cartón, el mármol y el bronce, terminan siendo letras muertas y, créanme, que esa es la peor condena a la que pudieron ser sometidos pues amaron las palabras vivas y sonoras. En este jubileo piñeriano, motivado por el centenario de su nacimiento, se reeditaron sus obras, se volvieron a ver en el escenario las piezas teatrales que escribió, se hicieron coloquios y se celebraron saraos, que ojala tuvieran cócteles decentes, y no aquellos, famosos y citados, que se ofrecían por la Academia Cubana de Lengua, radicada en casa de Dulce María Loynaz, y que tanto criticó nuestro personaje, motivo por el cual la poetiza lo condenó al ostracismo, solo que, como no podía expulsarlo de la ciudad, se tuvo que conformar con retirarle la invitación a la academia y a la casona de la calle 19. A él lo lanzaron, por unanimidad, para su gloria, que era callejera y revoltosa. Tanto los amigos de Virgilio, como sus enemigos, lo pintan pendenciero, gustoso del tira y jala, pero cobarde. Suerte de gatica de María Ramos. Pero ya no deberían importarnos ninguno de esos detalles, que están tan en el fondo de sus escritos, como para que no tengan importancia a estas alturas. Yo prefiero recordar a Piñera en la voz de Carlín Galán, quien escondió una enorme cantidad de poemas inéditos, justo en el momento, en el que su autor había “caído en desgracia”. Aquellos textos los conservó celosamente, hasta el día en que se los entregó al periodista Manuel Villabella, que también los mantuvo a buen recaudo, en espera de tiempos propicios, que no llegarían hasta mucho después de la muerte del poeta. En los años ochenta, Pablo Armando Fernández, amigo de los hermanos Galán - Carlín y Natalio, este último compositor y musicólogo no muy mencionado, pero importante- le pidió al primero que le entregara los poemas que él sabía guardaba, pues Antón Arrufat, albacea literario de nuestro autor, estaba por editar una suerte de poesía completa. Miguel Barnet, en casa de Candita Batista, un domingo por la tarde, recibió el sobre manila con los poemas, y los llevó desde el Camagüey hasta La Habana. Sabemos que llegaron a su destino, pues aparecieron en el libro La Isla en peso, ya con varias ediciones, aunque el compilador nunca menciona a quienes guardaron estos tesoros, creando la duda de si los textos los tenía él, si estaban en el archivo del autor, si fue un trabajo de reconstrucción o un hallazgo fortuito en almacenes y bibliotecas. Ahora sabemos que no hubo tales rastreos, sino una alta dosis de fidelidad a la amistad, por un lado, y por otro , una profunda honradez intelectual y amor patrio, porque tanto Carlín Galán como Manuel Villabella, pudieron vender los originales a cualquier institución norteamericana, europea o a algún coleccionista privado que les hubiera proporcionado un respiro económico tan necesario. Esas ausencias de oxígeno han llevado a que parte del patrimonio de muchos países no esté en su territorio y sea difícil de consultar, tanto como para llegar a hacerlo prácticamente imposible. Sirva de ejemplo las colección de originales de Juan Francisco Manzano, que distan mucho de lo que conocemos como “su obra”, pues esos textos fueron manipulados, intervenidos y podría decirse que hasta mutilados, por el círculo delmontino, que intentó meter en cintura la obra del poeta esclavo, que componía más con las técnicas y los recursos de un poeta oral que con los de un escritor letrado. Hoy tenemos noticia de ellos gracias al profesor cubano-americano William Luis quien encontró esos documentos en la Biblioteca del Congreso de Estados Unidos. Carlín Galán y Manuel Villabella nos libraron de un largo viaje hacia la ausencia. A ellos gratitud y honor. Como ven, por razones geográficas, accidentales y hasta por sin razones de la voluntad y la escogencia, Virgilio Piñera, me acompaña. Lo leí cuando era un adolescente en aquellos libros de las Ediciones R, que muchas veces estaban en “cuartos especiales” y oscuros, cuando no en cajas fuertes, de las bibliotecas públicas; pero que uno era feliz leyéndolos aunque para hacerlo tuviera que saltar bardas y necesitar de cómplice. En 1994 hice Un fogonazo, espectáculo donde contaba varios cuentos de Piñera cuyo tema central era el hambre. Todo esto ocurría en un país que atravesaba un periodo virulento, que en muchos sentidos aún está. De un lado se vivía la implosión económica como consecuencia de la crisis estructural que sobrevino a la caída y destrucción de imperios, bloques y muros y, por otro, en lo personal, había sido expulsado del circulo garzoniano, tan fuerte y central en el Movimiento de Narración Oral Escénica de aquellos tiempos, pero hoy descoyuntado e inoperante, aunque patalee, cual balanceante ahorcado. Por suerte, la Narración oral contemporánea en Cuba es un arte de tendencias y matices plurales, en el que no hay una fuerza abiertamente dominadora y prepotente sino una variedad de expresiones y posibilidades infinitas, aunque en lo artístico se sepa “de dónde son los cantantes”. En España, cuando presentaba aquel espectáculo, no me regalaban flores, sino suculentos bocatas, con abundante jamón, sobreasada, chorizo y otras delicadezas de la cocina peninsular. Pasó el tiempo, y en 2009, Mayra Navarro me invitó a participar en la inauguración de la exposición Las furias de Virgilio en la Galería Raúl Oliva, con las escenografías y utilerías usadas en algunas puestas en escena de las obras de nuestro autor; ahí se nos unió Ricardo Martínez, y su recordada versión de Tadeo. A aquella aventura, su directora la bautizó como Un fogonazo para Virgilio. Conté La Carne sentado en el sillón donde se balanceara el escritor en su apartamento habanero. Entre los asistentes estaba Manuel Villabella. No lo dije, pero conté para él, sólo para él. Después, durante el Festival Internacional de Teatro 2009, el espectáculo se amplió y cambió su concepción escénica; entraron Lavinia Azcue, Beatriz Quintana, Octavio Pino y Benny Seijo, pero, por razones dolorosas y urgentes, Mayra Navarro no estuvo. Freddy Artiles, su compañero e importante intelectual cubano, estaba para morir, aunque no lo sospecháramos. Del primer fuego quedamos, entonces, Ricardo Martínez y yo. En la Sala Ernesto Lecuona del Gran Teatro de La Habana (GTH), sede habitual del Foro de Narración oral, usando algunos elementos prestados por Raúl Martín y Teatro de la Luna, protagonizamos tres funciones aquel Festival, que fueron reseñadas por mí. Como en aquella ocasión, les advierto, que todo lo que diré será a título de juez y parte. La crítica de espectáculos y los periodistas culturales de nuestros medios prefieren ignorar a un arte y un movimiento que está en el centro del panorama iberoamericano de la Cuentería, dejando pasar así elementos esenciales que marcan nuestro devenir, pues, ya lo he dicho, en las fronteras del tiempo y de la Cultura se está generando un nuevo sistema simbólico de producción de lenguaje, la Escritoralidad, que se hace evidente en la Oralidad ficcional, y que incluye, no solo a la Narración oral, sino que también a la Poesía oral improvisada, al Chiste, la Poesía narrativa cantada, y otras formas de generación de los relatos. Sin saltar las barreras de la ética, me urge testimoniar lo que se está creando, produciendo en materia de Narración oral en la Isla. Como indica el Dante, a este tiempo llamarán antiguo, y es necesario guardar memoria de él, usando todos los recursos. La palabra pronunciada de viva voz mantendrá el recuerdo de estos sucesos mientras ellos sean útiles, o nos permitan entender cuánto de salto, de aporte, de reiteración y retroceso estamos generando. Este proceso de memoria-olvido hay que custodiarlo y propiciarlo también desde la Escritura. Por eso he comentado los fogonazos, y para eso estoy aquí, escribiendo sobre el de noviembre 16 al 18 de 2012. Cerrados por obras los Salones del GTH, Teatro El Arca, de la Oficina del Historiador de La Habana, nos acogió. Fueron generosos pues tuvieron que reacondicionar su pequeño espacio. No se usó el escenario, sino la platea, donde se colocaron sillas, en sustitución de sus pesados bancos, que permitían a los asistentes cambiar de posición para así poder recorrer los distintos espacios narrativos, situados en circulos de irregulares contornos pero siguiendo una lógica representacional que favorecía su participación. Uno de los problemas más frecuentes en los espectáculos actuales de este arte radica en la ignorancia o el descuido de sus hacedores de las reglas de la Oralidad, y una de ellas es la necesaria e imprescindible fidelidad a los diseños del discurso oral, visible a través del Ciclo Oral, que no es otra cosa que la representación esquemática de los procesos, internos y externos, que tienen lugar durante el acto de narrar oralmente. Partiendo de Paul Zumthor y de las operaciones retóricas clásicas, diseñamos este modelo teórico, pensando a sus elementos también como operaciones, como actos. Este proceso o ciclo está integrado por producción, enunciación, recepción, almacenamiento y conservación; de lo que se desprende que la historia se genera a través de un texto narrativo propiamente dicho, de un texto espectacular o de la representación y de un texto de la recepción. Este último es clave y distintivo de los procesos orales, ya que la fábula que arma la historia – que es tiempo y espacio fabular, sucesos y personajes-, habrá de componerse en el aquí y ahora, en presencia del otro, y sabiendo que no solo implica al que emite las palabras sino al que las acoge. El público entonces es un elemento activo y creador que si, por impericia o ignorancia, separamos del proceso y lo convertimos en receptor pasivo, estaremos creando o vivenciando quizás algo bello y útil, sin embargo no nos colocaremos dentro de la orbita de la Oralidad. Esta voluntad de escogencia, de distribución del espacio, del tercer fogonazo, reitera la vocación de reproducir, en la contemporaneidad, los recursos del cuentero original. Se toma un texto literario, se coloca en un espacio y un tiempo dados, se abre el proceso al espectador, se repiten los diseños de la palabra hablada, y se invoca y convoca al espectador para que participe, creando su propio relato, porque éste, a pesar de ser colectivo e integrado por varios cuentos, resulta una historia única, que intenta retratar la vida del ser humano, puesto en situaciones límites, que, sin embargo, no se deja vencer y grita, patea, muerde, sueña. Estas son historias duras, de peso completo, que sin embargo alcanzan cierta ligereza, cierta capacidad de elevación, que viene más de la técnica oral empleada que de la reproducción del texto escrito como partitura, al que hay que ajustarse y conservar a toda costa. No se trata de interpretar a Mozart haciendo sonar con exactitud las notas, una detrás de otras, sino de improvisar como en el jazz. Permítaseme el ejemplo musical, como recurso para remarcar, además, el sentido “metafórico” del espectáculo. Pudiera hablar de las gracias y aciertos, de las desgracias e imprecisiones, de los verbos irregulares que no se dejaron domar o de la diferencia en las calidades de las tres funciones, pero eso en nada ilustraría lo sucedido. Si en algo es importante este espectáculo, es porque viene a proponer un discurso espectacular distinto en el panorama de la Narración oral contemporánea cubana. Un fogonazo para Virgilio es para Cuba lo que fue para la Iberoamérica de 1990 Pavana de Amor y Muerte, aquel mítico espectáculo de Antonio González y La Carátula, puesto durante el II Festival Iberoamericano de Narración Oral Escénica (1990), en México, y que introdujo formas de representación, nunca vistas hasta entonces. Aquella puesta, centrada en el acto de narrar, aprovechando los recursos de la juglaría y del arte popular español, no dejaba de introducir elementos contemporáneos que garantizaban esa necesaria sintonía con un espectador altamente influenciado por los medios y los mensajes de la era audiovisual globalizada. Un fogonazo para Virgilio, deja a la palabra y a la imagen desnuda, no apela al canto por el canto, a la danza por danzar, a los elementos inútiles o únicamente decorativos, o mete mano a un supuesto o real alarde de tecnicismos, o se apoya en la provocación a partir de instrumentar un relato cuestionador directo o abusa de textos lacrimosos y banalizadores, sino que va a la parábola y a la elipsis, a la sugerencia, a la participación de cada uno, dejando que el público interrogue y no solo sea cuestionado. Como un todo dejamos que la gente mirara y se mirara, escuchara y se oyera, le dejamos espacio para construir y pensar. Intentamos no manipular; por lo que las reacciones fueron de muy variado pelaje, pero coincidentes en una reacción común: se sintieron removidos, conmovidos, cuestionados; llamados a moverse, pero desde lo interno, acción que comienza en el momento en que nos reconocemos y reconocemos los paisajes íntimos reflejados en relatos, que, al principio, nos parecían ajenos e improbables. Esta vez, en su centenario, gritamos el nombre de Virgilio, como quien dispara un revolver, teniendo la certeza de que algunos nombres pudieran ser nada más que fuegos de artificio, breves explosiones sin resonancia, pero que el suyo, sigue siendo un arma potente, que propicia, que resiste, que implica al arte del cuentero, a la manera en que lo concebimos hoy, que es una suerte de puerta al camino, de resquicio por donde la Cultura Popular y el Juego se filtran, rompiendo la solemnidad de las peroratas de la mentira.