domingo, 14 de octubre de 2012

Bajo un árbol de taparas VIII

Cuando llegué a Venezuela en 1991, en los otros viajes, o cuando vine formando parte del contingente de médicos cubanos que abrieron la Misión Barrio Adentro, no sabía que estaría alguna vez en los llanos. Por aquellos años el país se me redujo a los estados Lara, Mérida y al Distrito Capital. En el 2003 regresé entre el miedo y la sorpresa. Sabía cuál era el territorio, más no dónde estaría mi casa. Y eso asusta. Mucho. En el aeropuerto de Maiquetía no me esperaban, como en los otros viajes, ni en los sucesivos, cosas conocidas. No desembarcamos en un local lleno de pasajeros corriendo como hormigas, ni estaban las Señoritas de Rojo, diligentes muchachas cuya principal misión era guiar a los extraviados por pasillos, enormes e impersonales, hasta depositarlos en una nueva ventanilla, puerta de embarque o taxi. Llegamos a un sitio lleno de materiales de construcción, a través de los cuales nos abrimos camino. Solo estábamos los Guardias Nacionales y nosotros. Aquello más parecía un hangar en obras. Atravesamos la pista, a pie enjuto, y llegamos hasta una mesa con televisor que hacia las veces de cabina de emigración, ocupada por un funcionario que nunca me miró a los ojos pues estaba más atento a un partido de béisbol entre el Magallanes y los Leones de Caracas que de su trabajo. Después entendí que el individuo hacía lo que debía, pues nadie debe perderse, por ninguna razón, un clásico, como sería en Cuba no disfrutar de un encuentro entre Industriales y Santiago, o ver jugar en su terreno a los Yanquis de Nueva York contra cualquier club de las Grandes Ligas. Los encuentros entre ambos equipos venezolanos son cosa de argolla y garabato, como diríamos por aquí. En los parqueos del aeródromo me llegó el susto colosal, o más bien el terror. Ahí escuché, por vez primera, el nombre de la ciudad en la que viviría por dos años, y créanme que el nombrecito, a secas, no permitía otra emoción: Calabozo. Cárcel, mazmorra, potro de torturas, esbirros, soledades, rechinar de dientes. Cuántas cosas encerradas en una palabra. Calabozo. Si alguien hubiera tenido más sentido común o piedad filial que prisa, hubiera pronunciado el nombre completo de aquel sitio: Villa de Todos los Santos de Calabozo. Sede archiepiscopal, asentamiento de la represa más grande de América Latina, zona arrocera colindante con el parque natural Aguaro-Guariquito, situada a un costado del río Apure, distante dos horas de San Juan de los Morros -capital estadal-, ciudad tranquila y polvorienta, provinciana como pocas y amable a su manera. Otro puede ser el cantar, si se entona el verso completo. Pero las cosas son como son, y no como deberían ser. No estuvimos en Caracas más que minutos, pronto salimos para nuestro destino. Los llanos de noche, vistos en una autopista, desde una buseta que avanza por caminos tortuosos, no son nada del otro jueves. Hay que verlos de día o en la oscuridad de la sabana, montado sobre una bestia, y sintiendo el agua bajo los pies. Otro gallo canta. Recuerdo nada más que el paso por la Encrucijada – olor a arepa, cachapa y empanada- y una indicación de carretera que señalaba la distancia hasta un municipio llamado Girardot. Nada más. En otros lugares he contado de mi estancia en Calabozo, de las personas que conocí y del amor que me nació. Pero debo renunciar a lo que no mueva los molinos del presente. Permítaseme una digresión para hablar del cielo que está sobre esos lugares. Eduardo Saborit no sabía lo que decía cuando en su famosa canción, devenida himno, Cuba, que linda es Cuba, afirma, con otras palabras, que el azul del cielo de la isla no tiene competencia. Él no vio el cielo venezolano, en los llanos, cuando cae la tarde o al alba. No hay azul, ni oro, ni rojo, como aquellos. No hay cielo como el de mi segunda patria. No lo hay. Créanme. Volvamos a lo nuestro. María Romero, la más salía que un balcón, nació en Maracay, así que cuando siete años después de mi primer encuentro llanero, llegué a esa ciudad, de algún modo la conocía. Sentía la proximidad del Barrio de Santa Rosa, la enormidad de la Plaza Bolívar, o las malas pulgas de su beata, la Madre María de San José, que se conserva incorrupta, en una urna de cristal, cosa que, según Leonor Basalo - importante fotógrafa-, la convierte en la Bella Durmiente de los Llanos. Nada conocía de la ciudad a la que entraba, así que todo transitó de la sorpresa a los gozos. Una joven – Patricia- había escuchado sobre mi taller y quiso compartirlo con los suyos. Me dijeron que iría hasta el Municipio Girardot. Pero yo no recordaba ese sitio, o más bien en mi memoria era un anuncio en la carretera, partiendo de aquella encrucijada tan llena de olores y sabores. Mis amigos conocían la ciudad colombiana de Girardot y porfiaban que hubiera alguna de igual nombre en su país. Ellos deberían saber lo que afirmaban. No fue hasta que llegué que descubrí la identidad del sitio. El Municipio de marras es una entidad político-administrativa, un territorio, no una urbe; sólo que dentro de ese espacio está la ciudad de Maracay, capital del Estado Aragua. Allí viviría los cuatro días que cambiaron mi mundo. Antes de entrar al Museo de Antropología e Historia, donde sesionaría mi taller en las mañanas, dimos vueltas en el auto, guiados por un portugués amable, hasta que reconocimos el lugar. Vueltas al laberinto, encuentro de minotauros. Nos esperaba un edificio necesitado de reparaciones urgentes, que sin embargo mostraba una belleza singular. Sólida arquitectura, desprovista de adornos superfluos, pero hecha para resistir el sol y los excesos de los llanos, sin perder armonía y elegancia. Soportales inmensos, amplios salones con patio central, bañados por la poderosa luz de estos lugares, albergando una valiosa colección de muestras de la cultura material precolombina, necesitada de rediseño en su museografía, de modo que pueda ser más atractiva y eficaz en su propuesta. El tiempo ordenador y las buenas manos de los responsables seguro harán su trabajo. Todo estaba dispuesto, así que, casi sin sacudirme el polvo o saciar la sed, arranqué a hablar sobre Teoría de la Oralidad para un publico atento, joven, que me miraba como intentando descubrir por dónde iban mis fuegos. Me sentía observado por los ojos de una mosca. Ese órgano facetado, que encantaba a nuestro Lezama Lima, y que permite componer una imagen desde los ángulos más insólitos. Unidad en la diversidad. Normalmente, cuando habla, uno es el que observa, mira el silencio del auditorio, y compone una fotografía, a la que le va añadiendo elementos visuales y táctiles que nos permitirán medir el grado de empatía o de penetración que alcanzamos. Pero esta vez toda estrategia fallaba, yo era la imagen. Más que incomodidad sentía curiosidad, estímulo. Hasta el final no pude saber de qué se trataba. Cuando estábamos tomando un refrigerio se me presentaron los muchachos, y fue ese el momento en el que se armó el rompecabezas. Resulta que la mayoría del público estaba integrado por los artistas del Colectivo Fotográfico del Estado Aragua d76, que fundara y dirige la maestra Leonor Basalo. Había ido a bailar en la casa de los trompos. Todo sucedió a paso veloz, como si supiéramos que debíamos aprovechar el tiempo presente, que era nuestro único tiempo posible. Me llevaron a ver una exposición con imágenes tomadas por ellos durante una de las fiestas populares más importantes del calendario celebratorio venezolano: Los Diablos Danzantes de Cata. Imágenes de una potencia extraordinaria, que conjugan precisión compositiva y destreza formal, cosa poco frecuentada y menos alcanzada en los predios del arte contemporáneo. Generalmente estamos acostumbrados a cierto estilo, cierta maña a la hora de fotografiar, digamos que revisteril o turística, que comulga con la mirada y el ego del conquistador, del que invade los espacios de la Cultura Popular y la degrada convirtiéndola en folklore y no en reproducción y testimonio asombrado de una vida profunda, de un universo simbólico; pero d76 se va al otro extremo y logra, más que atrapar la ceremonia, vivirla. Estas fotos son una prolongación de lo que ocurre en el espacio físico y lúdico de los danzantes. Interrogándolos, punzándolos, intentando descubrir el misterio de las imágenes de esta familia, llegué hasta el lugar donde se cocinaba la hermosura. Es que estos fotógrafos tienen alma y olfato, tienen oído atento, y para ellos lo más importante no es apretar el obturador, disparar, sino contemplar. Muchos le temen a esa palabra porque entraña, cierta dosis de quietud, de inacción. Pero en este caso, como en todos los esenciales, la contemplación no es más que el camino para dejar que el otro ocupe el vacío que hemos abierto en nuestro interior, lo habite, lo complete, y entonces se produzca esa suerte de sobreabundancia, capaz de hacer brotar lo bello y lo útil, que necesariamente se derrama en actos concretos, en acciones con vida. Fui hasta Aragua a encontrarme con la ciudad y sus ojos iluminados, y eso es suficiente como para que la vida se tuerza, se enrumbe hacia nuevos pastos, urbes, hacia otros cielos y otras tierras por venir. Fui con ellos a un mercado, cuyo techo estaba tejido con mano maestra; descubrí el espíritu de algunas cervezas que me eran extrañas; y conversamos, sencillamente hablamos de quiénes éramos y de cómo mirábamos. Ahora quiero volver, pero para escuchar los silencios de los danzantes de Cata, llevado por los ojos de d76, guiado por ellos, que resultaron ser más intensos y extensos que los de Virgilio, aunque yo no sea más que el reflejo de un tiempo al que llamarán antiguo y no el Dante.

Bajo un árbol de taparas VII

Hicimos un alto en el camino. Nos detuvo la visión de una posta inesperada: Cuentos del arañero, que contiene historias diversas, contadas por Hugo Chávez durante las más de trescientas emisiones de su programa radiotelevisivo Aló, presidente, que convocaba a tirios y troyanos en aquel país, los domingos, a la hora de la sobremesa del almuerzo, y que bien podía extenderse hasta la cena. Alguna que otra vez llegó hasta bien entrada la noche. Sustancia había para el relato. Aquel fue un espacio de privilegio, que ojala regresara junto con la fortaleza plena de su protagonista, pues era un importante medio para sostener y profundizar el intercambio que el mandatario mantiene y que está en la raíz de su proyecto político y cultural. Pasadas las elecciones del 7 de octubre, y consultadas las cifras preliminares, sabemos que el 54,42% de los venezolanos votaron por la continuidad del proceso bolivariano, a pesar de la guerra mediática, la zapa oligárquica y los errores cometidos desde su propia tolda. Para haber logrado tal exito es fundamental la obra, lo palpable, es decir, lo que se pueda comer, tocar, disfrutar, pero también se asienta y sostiene en la comunión de los relatos de vida del ser humano que es Hugo Chávez, hombre bisagra, que logra articular la historia personal, las historias colectivas y la Historia. No olvidemos que la batalla está y estará siempre en multitud de frentes, y que no se debería abandonar la frontera de los imaginarios, de lo simbólico, o dejarla a la buena ventura. Pero lo prometido es deuda, y hoy, aún cuando quisiera seguir escribiendo la crónica de una victoria anunciada, tengo que regresar a la narración de mi resiente viaje a Venezuela. Esta semana llegaremos a la casa de campo de un militar y político caraqueño, de un dictador del tipo de los tiranos hacedores de megaproyectos: Antonio Guzmán Blanco. No nos detendremos en su figura pues lo sabroso del relato no descansa en él, sino en lo que ha terminado siendo su morada. El difunto se debe remover en la tumba, quizás azufrada y ardiente, vaya usted a saber, pues lo que fuera un bucólico refugio familiar es hoy un espacio para la cultura y el desarrollo de amplios sectores populares. Seguramente, para el gusto de aquel personaje, demasiados “patas en el suelo” caminan sobre el tablado de sus pisos, se asoman a sus portales, o disfrutan de la frescura que dan a la mansión los puntales altos y las tejas rojas. Esta casa es hoy albergue de talleres, de proyectos, de sueños compartidos, por los habitantes de la parroquia de Antímano, de sus cerros profundos, en los que, al decir de un amigo, aún está pendiente “la entrada definitiva de la revolución”, pues esta es una zona en la que se acumulan deudas sociales tan antiguas y profundas que no podrían ser resueltas en los trece años de gobierno popular, por mucho que se hubiera apostado en ese empeño. Tiempo al tiempo, y trabajo. El hecho de que la propiedad de un dictador sea Casa de Cultura popular, que allí vaya la gente a crecer y a soñar, es ya un gran paso. Quizás el primero de ellos, pero ya sabemos que sin este no existirían los otros. A mi, fuereño, por mucho que sienta en mi piel a la Venezuela, seguramente se me escapan matices o destellos esenciales a la hora de ver y describir la realidad de aquel país, sin embargo, al convivir entre ellos, al escucharlos, al intercambiar puedo descubrir y sentir algunos elementos que a otros viajeros seguramente se le escapan. En taller de la casa de campo, convergieron jóvenes ansiosos de saber, personas que venían por herramientas que les permitieran ser más eficientes y atentos en sus trabajos, maestros interesados en perfeccionar estrategias pedagógicas, trabajadores que pretenden interactuar en los predios de la Cultura popular, y lideres políticos comunitarios. Estos últimos de muy diverso tipo, pues me encontré algunos de tendencia radical, empeñados en aplicar recetas y manuales; otros que pretendían ignorar la experiencia extranjera, con cierta vanidad; hasta los más orientados y sabios, que estaban abiertos a nuevos conocimientos, pero siempre intentando escoger, elegir, lo que más se acercara al alma venezolana, a la historia y la experiencia, a la practica y al sentir de sus compatriotas. Seguramente con estos últimos me sentí no sólo más cómodo, sino que más identificado. Confiemos en que el chovinismo o ese espíritu de “aldeano vanidoso” sea vencido por la racionalidad y por los relatos populares. Insisto en los relatos, en las historias contadas y vividas, porque existe la tendencia a dejarlos a la buena de Dios. No basta con aprender a leer y a escribir, hace falta aprender a contar, a narrar nuestros propios cuentos, a escuchar. De la misma forma en que “el arañero”, “Tribilín”, aprende y cuenta su historia, y la hace desembocar en la Historia, para construir y levantar, para solidificar y componer el cuerpo social de un país, hace falta que los actores populares recuperen su palabra, la Palabra. Cuando narraba en los talleres, en la casona dictatorial y en los otros espacios, las antiguas versiones de los cuentos populares, los talleristas descubrían los mecanismos de manipulación a la que estos fueron sometidos. Primero los infantilizaron, luego los ruralizaron, para finalmente convertirlos en relatos neutros, inofensivos, incapaces de dar cohesión al cuerpo social. Los cuentos populares, si seguimos la ruta de Disney, terminan siendo el verdadero opio de los pueblos. La semana próxima cambiaremos de aire y de ciudad, nos adentraremos en los llanos, en busca de la imagen de los relatos.

Bajo un árbol de taparas VI

Hablamos en varias ocasiones de la irónica y trágica muerte del Venerable José Gregorio Hernández (Trujillo, 1864-Caracas, 1919), cuyos restos están hoy en la Iglesia de la Candelaria, después de descansar en el Cementerio General del Sur, y que es tenido como santo por el pueblo de venezolano. El eminente médico murió el 29 de junio a la salida de una farmacia situada en la esquina de Amadores, en La Pastora, donde había ido a comprar un remedio para uno de sus pacientes pobres. Fue atropellado por el único automóvil que circulaba por las calles de la Caracas de entonces y falleció al golpearse la cabeza contra el contén de la acera. Algunos dicen que este accidente o la presencia de su imagen en cultos sincréticos afrovenezolanos ha detenido o demorado su proceso de beatificación y luego de canonización; más esas son especulaciones sin asidero pues se conoce que solo excepcionalmente la Iglesia Católica abandona su reserva alrededor de santidades, apariciones y milagros. Como extraordinaria se tiene la canonización de San Francisco de Asís, dos años después de su muerte, o la casi inmediata beatificación de Teresa de Calcuta y Juan Pablo II, pues lo más frecuente es que pasen hasta siglos antes de que la jerarquía católica apruebe estos procesos, que están en manos de la Congregación para la Causa de los Santos, conocida desde siempre por su lentitud, cautela y paciencia. Ante la eternidad no hay apuros, parecen gritarnos desde Roma. A unos metros de esa esquina, en la que hay una tarja de mármol en memoria del venerable, se encuentra el Museo Arturo Michelena, sitio memorial dedicado al eminente pintor del siglo XIX. Allí desarrollamos la segunda fase de nuestro ciclo de talleres de Teoría de la Oralidad. Como he aprendido a disfrutar cada sitio y cada segundo sin mirar atrás o adelante, estaba abierto a la sorpresa y realmente fui encantado y atrapado por muchas razones. La caminata, la conversación amable y la simpatía de mis compañeros de aventura hubieran sido suficientes para continuar con mi euforia caraqueña, pero ya al final me colmaron en espacios que no esperaba. Entre los asistentes al taller estaba un atento y juvenil anciano llamado Alejandro Moreno. Fuerte y vital, discreto, esperó al último día para regalarme el libro Historias del Polvorín y la cuarta calle, Premio Aquiles Nazoa de Literatura oral, 2011. Resulta que él, junto a Justo Barreto, era uno de los informantes de aquella obra y Livia Montes, la autora. Precioso libro que ilustra la vida en una de las quebradas más combativas de la ciudad capital. Texto útil que recoge la memoria y la voz populares. Su autora había sido mi alumna del Barrio 23 de Enero, más allí no me dijo nada de su trabajo ya premiado, impreso y bautizado. Discreta y buena, atenta a cada gesto y palabra, Livia Montes había preferido el anonimato, pues en el fondo, ella siente que esa no es solo su obra sino que es del colectivo. Y tiene razón, pero también deberíamos dejar atrás la idea romántica del “genio popular”, reconociendo y sabiendo que el “pueblo”, en tanto colectivo protagónico no es capaz de relatar o de escribir su historia sino de hacerla. Es necesario que existan dueños de la palabra, de la palabra popular, constructores y organizadores del saber colectivo, y eso es ella, para que estos relatos sean hechos tanto escritos como de viva voz. Livia Montes es uno de esos dueños de la palabra. Todavía estoy en deuda con ella pues no le dije en persona estás cosas ni respondí a la invitación que me hizo para que fuéramos a conversar y tomar cocuí, bebida espirituosa de fabricación nacional, que cada día recibe más la aprobación de los contemporáneos, sorprendidos por el descubrimiento tardío de una bebida ancestral. Como vieron La Pastora, con su aliento colonial y pausado, es una especie de remanso en el que también la Venezuela vibra y vive. La semana próxima estaremos en la quinta de un dictador a ver como van las cosas por esos lugares.

Bajo un árbol de taparas V

Han pasado los días, ya más de un mes, y aún me dura la alegría de haber regresado a Caracas, a Venezuela. También se extiende el gozo de saber que tengo dos Patrias. Durante mi segunda semana en Caracas, pasados los aires renovadores del Barrio 23 de Enero, entré en una dimensión otra, que me proporcionó una mirada distinta, diversa, de la ciudad y sus gentes, esa que viene de un ámbito más colonial, más antiguo, que recuerda el paso del tiempo por la urbe. La modernidad constructiva de Parque Central, el recorrido subterráneo en el Metro, y descender por la zona de las Torres del Silencio, también intervenida, me hace ver una ciudad de múltiples olores, colores y sabores. Edificaciones de muy diversos estilos se mezclan en una disparidad que signa el entramado urbano y hasta la espiritualidad de sus gentes. Esta es una ciudad al mismo tiempo del siglo XIX que de los anteriores. La restauración de las cercanías de la Plaza Bolívar – muy colonial- y de las zonas peatonales del Silencio – de inspiración brutalista- hace que uno presienta sucesivas capaz de saberes, sueños, y obras. Debía seguir mis talleres en la zona de La Pastora, en el Museo Arturo Michelena. Mis acompañantes me sugerían ir en taxi o en ómnibus, pero al preguntar la distancia a recorrer decidí que mejor nos íbamos andando. En tren hasta Metrocenter y de allí por la Avenida Baralt hasta las cercanías del sitio, una esquina popular donde debería desviarme hasta encontrar el lugar donde fue atropellado y murió José Gregorio Hernández, médico venerado como santo a pesar de la no oficialización de su canonización por la Iglesia Católica, para unos metros después desembocar en el Museo. Para llegar hasta allí debía pasar primero por debajo del Puente Llaguno, que se hizo muy conocido durante el golpe de estado del 2002, por haber sido un centro de resistencia popular, además de foco de atención de la prensa internacional que convirtió a un grupo de defensores de la democracia en asesinos, al manipular abiertamente la edición de las tomas. Cuando usted ve las imágenes de la “gran prensa” se encuentra a un grupo de chavistas que disparan a una indefensa marcha opositora; cuando lo que en realidad ocurrió fue que los defensores del puente eran atacados por francotiradores y la Policía Metropolitana - la del Alcalde Peña- y delante de ellos había sólo carros policiales y una avenida vacía, pues la dirigencia opositora desvió la marcha hacia el Palacio de Miraflores, aún cuando sabían que los simpatizantes del presidente Chavéz estaban ahí y no se podía garantizar la ausencia de brotes de violencia entre ambos grupos. Tuvimos que ver el desmontaje que se hizo de la filmación en el documental La Revolución no será trasmitida para poder descubrir el juego macabro que convirtió en victimarios a las victimas, dando continuidad a la estrategia de criminalizar la lucha popular donde quiera que esta se manifieste. Durante cinco días rememoré la historia resiente de Venezuela. Estuve en lugares y me encontré con sus verdaderos protagonistas: los caraqueños de a pie. Esos ciudadanos que hacen la ciudad mientras ella, a su vez, los moldea. El Museo Michelena es una institución dividida en dos edificios, nosotros nos encontramos en la parte dedicada a la extensión cultural. Como siempre sucede, susto y alegría me acompañaron en este comienzo, aunque tuve la suerte de que algunos amigos del Barrio 23 de Enero decidieron pasar nuevamente el Taller de Oralidad, ahora en condiciones más formales, con proyectores, computadoras, aire acondicionado, etc. Ellos me arroparon, y desde el comienzo en La Pastora se hizo la fiesta. Cada encuentro tuvo su signo. El árbol de taparas, de güira, sin embargo, lo fue conformando todo. La semana próxima les contaré detalles. Nuevas sorpresas y descubrimientos, está vez en la parte vieja de una ciudad que está en el futuro.

Bajo un árbol de taparas IV

El 23 de Enero es un barrio que tiene al norte la Vida. Uno de las pruebas más evidentes de lo que afirmo es la difusión de abundante “material simbólico”, leyendas urbanas que enriquecen el imaginario de esa comunidad peleadora, que no ha dejado de darse siempre momentos de alto vuelo poético. Todas las tardes, después de almorzar, tomaba el metro y luego ascendía por tres larguísimos y empinados tramos de escalera. El primero de ellos me llevaba hasta el fondo de unos edificios, que nuevamente cuentan con ascensores y largas tuberías para el manejo de los residuales domésticos; después entraba en una zona, pegada a una carretera, con edificios y comercios, algunos manejados por la Fundación Alexis Vive, y, por último, subía hasta una iglesia de Franciscanos Menores que me llevaba hasta una plaza donde estaban un teatro, la biblioteca y nuestro árbol de taparas. Allí me esperaron puntualmente mis amigos del barrio durante cinco días, atentos a cada palabra, a cada gesto y siempre correspondiendo, mediante preguntas y atinados comentarios. Entre nosotros hubo un pacto de intercambio solidario. Sin palabras, pero bien cumplido, pues así son los acuerdos de la gente de bien. Puro trueque pueblerino. Yo contaba mis historias, mis “teorías” y ellos me apuntaban las suyas. Como hablaba constantemente de José Humberto Castillo, El Caimán de Sanare, uno de ellos me trajo de regalo Sin decí una garra`e mentira (cuentos orales), libro editado por la Fundación Editorial el perro y la rana, que comentaré en otro momento por el valor excepcional del texto, y me contaron las historias del Árbol de los Peluches y del Camión de las Muñecas. Un matrimonio que paseaba con su hijo en carro, por el barrio, y chocó contra un árbol. Los padres salieron ilesos, pero el niño no. Ya en el hospital la madre fue hasta aquel mismo árbol y le pidió que le mandara al niño su fuerza, su sabia, su aliento de vida; que si el niño vivía ella colgaría en una de sus ramas su peluche preferido. El niño vivió y la madre cumplió la promesa. Desde entonces cuando alguien tiene un enfermo grave, una mujer que no sale preñada, una que quiere parir bien, va hasta ese árbol y le prometen peluches. Por eso ahora está lleno de enormidad de muñecos. Actos de fe sencillos, de esperanza, de creencia en el poder de la Vida sólo pueden germinar en buena tierra, y el 23 de Enero lo es. Allí además, entre otras muchas, se cuenta la historia del Camión de las Muñecas. Su dueño se enamoró, tarde pero bien, y tuvo una hija. Era un hombre feliz hasta que en un accidente murieron su mujer y la niña. Él manejaba el camión, y allí murieron las dos personas que más amaba. Quizás por sentimiento de culpa, o por impotencia, o por buscar consuelo -quien puede saber o juzgar, como a la mujer le gustaban las muñecas, él primero colgó en el camión las suyas, pero luego fue colocando otras; unas se las regalaban, a otras las encontraba, no importaba si eran “toas choretas” o mutiladas, solo importaba que fueran muñecas para que él las amarrará a su carro. Desde entonces se puede ver por esos lugares un camión del que cuelgan cientos de muchachas de plástico. Tendría que volver al barrio, estar con ellos más tiempo, escucharlos más. Me faltó tiempo, aunque no disposición de espíritu. Ojala pueda regresar a que me cuenten, quizás hasta podríamos escribir un libro juntos. Volvería a ser feliz, como lo fui con ellos. No solo escuchando sus historias, sino comiendo sus deliciosas golosinas, o sencillamente viéndolos sonreír. ¿Cómo alguien se atreve a dudar de que Caracas es una ciudad otra, nueva? Suba las escaleras del 23 de Enero y esté atento, escuche. Póngale corazón a Caracas. No ha terminado mi homenaje a la ciudad. Seguiremos en las próximas semanas, pasito a paso, sin vestido de raso, acabado de coser, porque… Hay mucho calor en La Habana… y en Caracas.