domingo, 14 de octubre de 2012

Bajo un árbol de taparas IV

El 23 de Enero es un barrio que tiene al norte la Vida. Uno de las pruebas más evidentes de lo que afirmo es la difusión de abundante “material simbólico”, leyendas urbanas que enriquecen el imaginario de esa comunidad peleadora, que no ha dejado de darse siempre momentos de alto vuelo poético. Todas las tardes, después de almorzar, tomaba el metro y luego ascendía por tres larguísimos y empinados tramos de escalera. El primero de ellos me llevaba hasta el fondo de unos edificios, que nuevamente cuentan con ascensores y largas tuberías para el manejo de los residuales domésticos; después entraba en una zona, pegada a una carretera, con edificios y comercios, algunos manejados por la Fundación Alexis Vive, y, por último, subía hasta una iglesia de Franciscanos Menores que me llevaba hasta una plaza donde estaban un teatro, la biblioteca y nuestro árbol de taparas. Allí me esperaron puntualmente mis amigos del barrio durante cinco días, atentos a cada palabra, a cada gesto y siempre correspondiendo, mediante preguntas y atinados comentarios. Entre nosotros hubo un pacto de intercambio solidario. Sin palabras, pero bien cumplido, pues así son los acuerdos de la gente de bien. Puro trueque pueblerino. Yo contaba mis historias, mis “teorías” y ellos me apuntaban las suyas. Como hablaba constantemente de José Humberto Castillo, El Caimán de Sanare, uno de ellos me trajo de regalo Sin decí una garra`e mentira (cuentos orales), libro editado por la Fundación Editorial el perro y la rana, que comentaré en otro momento por el valor excepcional del texto, y me contaron las historias del Árbol de los Peluches y del Camión de las Muñecas. Un matrimonio que paseaba con su hijo en carro, por el barrio, y chocó contra un árbol. Los padres salieron ilesos, pero el niño no. Ya en el hospital la madre fue hasta aquel mismo árbol y le pidió que le mandara al niño su fuerza, su sabia, su aliento de vida; que si el niño vivía ella colgaría en una de sus ramas su peluche preferido. El niño vivió y la madre cumplió la promesa. Desde entonces cuando alguien tiene un enfermo grave, una mujer que no sale preñada, una que quiere parir bien, va hasta ese árbol y le prometen peluches. Por eso ahora está lleno de enormidad de muñecos. Actos de fe sencillos, de esperanza, de creencia en el poder de la Vida sólo pueden germinar en buena tierra, y el 23 de Enero lo es. Allí además, entre otras muchas, se cuenta la historia del Camión de las Muñecas. Su dueño se enamoró, tarde pero bien, y tuvo una hija. Era un hombre feliz hasta que en un accidente murieron su mujer y la niña. Él manejaba el camión, y allí murieron las dos personas que más amaba. Quizás por sentimiento de culpa, o por impotencia, o por buscar consuelo -quien puede saber o juzgar, como a la mujer le gustaban las muñecas, él primero colgó en el camión las suyas, pero luego fue colocando otras; unas se las regalaban, a otras las encontraba, no importaba si eran “toas choretas” o mutiladas, solo importaba que fueran muñecas para que él las amarrará a su carro. Desde entonces se puede ver por esos lugares un camión del que cuelgan cientos de muchachas de plástico. Tendría que volver al barrio, estar con ellos más tiempo, escucharlos más. Me faltó tiempo, aunque no disposición de espíritu. Ojala pueda regresar a que me cuenten, quizás hasta podríamos escribir un libro juntos. Volvería a ser feliz, como lo fui con ellos. No solo escuchando sus historias, sino comiendo sus deliciosas golosinas, o sencillamente viéndolos sonreír. ¿Cómo alguien se atreve a dudar de que Caracas es una ciudad otra, nueva? Suba las escaleras del 23 de Enero y esté atento, escuche. Póngale corazón a Caracas. No ha terminado mi homenaje a la ciudad. Seguiremos en las próximas semanas, pasito a paso, sin vestido de raso, acabado de coser, porque… Hay mucho calor en La Habana… y en Caracas.

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