lunes, 6 de abril de 2009

¿Una isla? ¿Una hermosa isla?



Celebración de Reynaldo García Blanco


Pensar la isla, sentirla. Escribir sobre su piel. Hacerla. Trocarla poesía. Andar el camino para que sea territorio y no huella, tierra firme y no mapa, representación, no imagen especular sino mundo. País novia. Fermento sacro que impulsa la transustanciación, el cambio o, más bien, el retorno al sentido original, que es ser materia resucitada antes que para la muerte, antes que materia transformándose a si misma, materia que se piensa, materia del amor, obra espiritual. Nupcias entre los estelar y lo telúrico, donde se borran las fronteras y lo primero respira –pneuma- y lo segundo se deja poseer, insuflar por los vientos y alcanzar el equilibrio entre la levedad y la sustancia. Hojaldre.

Aquí entran las palabras y a través de ellas el Verbo, cierta música proveniente del habla común, de la construcción coloquial, de la épica de lo cotidiano que se expresa a través del recurso de la memoria, del uso de ella como centro amatorio y condición de (re)vivencia manifestada en la necesidad de narrar la emoción, de contarla convertida en música. Hay que decir, es justo y por demás necesario, que esta presencia del coloquio nunca se convierte en coloquialismo, luego entonces, no se posesiona en el plano de las influencias o en el de la rémora de una norma - ¿horma?- que aún muestra cierta vigencia e incluso validez o que, al convertirse la reacción poética de los ochenta-noventa en una nueva retórica que pronto mostró sus hábitos, manías y redundancias, tampoco se afilia a ella en plenitud, sino que es consustancial con una tradición cubana de ruptura de las fronteras entre épica y la lírica, que viene de José Martí y que alcanza en él la dimensión más alta. La cotidianeidad y su dureza, su mucho de sobrevivencia y de heroicidad callada, alcanzan aquí voz. Lo concreto de sostener el país y la cosa pública desde los fogones y los paseos, desde lo íntimo y lo privado, alcanza verdadera dimensión épica en este poeta. ¿Acaso vivir ya no es bastante heroísmo, acaso ponerse delante de la realidad y aspirar de ella no lo es, acaso el ara del ser no tiene una dimensión sacrificial, y lo que es superior, sentido redentor y comunitario?

Reynaldo García Blanco construye desde los materiales mínimos de la plenitud del ser en la isla y para ella. No es este un poeta menor, sino un poeta de lo menor. Padre, hermano, mujer, amigos, patria, héroes del canon nacional, hacedores de los “bastos oficios”, paisajes de lo sacro, arman el rostro y el contorno insular en paridad; lo cotidiano alcanza la dimensión de fragua y lo extraordinario, lo redentor, se expresa en lo cotidiano, dimensionado hacia lo alto. Sus versos parecen escritos en la encrucijada de los caminos, en el centro de la Cruz donde todo alcanza plenitud y transitoriedad a un mismo tiempo, ahí donde se juntan la barra horizontal con la vertical se cuecen las intuiciones y las visiones del poeta, en las que por momentos parece escucharse la voz de lo de arriba y del de arriba, por lo que se alcanza a estar casi frente a una alocución, ese estado en que el escritor o el poeta se abajan hasta la condición de amanuense, de escriba, de sacerdote en sustitución, y lo divino toma por asalto todas las plazas, los resquicios de su voz, y convierte su cuerpo en atalaya tomada.

Recuerdo cuando salió Abaixar las velas ( Letras Cubanas, 1994) y otros poemarios la reacción de algún crítico, en ejercicio oral, que arremetió contra esa insularidad otra que emergía en la poesía del país, aunque mejor sería decir que se hacía visible, que entraba al ruedo público. Ese libro, junto a los demás, recomponía el mapa de Cuba, recolocaba la tradición de pensarla desde su condición insular, que ciertamente por la cercanía en el tiempo parecería ser deudora de la preocupación y la ocupación origenista, pero que no era más que la continuación del reflejo del ser y el pensar cubanos, sólo que alcanzados los “cotos de mayor realeza” a los que aspiraba Lezama se pudo entonces dedicar el poeta o el artista a explorar y explorarse con mayor intensidad, pero esos cotos tenían, más que la condición paradisíaca, edénica, que insinuaban los esbozos de teleología insular, la contradicción de los “campos de belleza armada”. Era una manifestación apocalíptica, en su acepción de revelación, en la que se encontraban las contradicciones de una obra en progreso, que como todas ellas, terminaría tragándose a sus hacedores como precio que debería ser pagado en el transito hacia la tierra nueva y el cielo nuevo que suponen esos cotos, símbolo y signo que nace de la tradición católica de los Libros de Horas más que de la veterotestamentaria apegada a la idea del resto, de la escogencia de personas (conjunción de lo temporal y lo espacial) mas que a la de la separación de espacios, aunque no los niegue totalmente.

Usted pudiera, en ejercicio simpático pero no por eso útil, buscar ciertos parentescos entre nuestro poeta y Martí y Julián del Casal, cierta cercanía con Eliseo Diego, con Raúl Hernández Novás e incluso con Ángel Escobar o con Delfín Prat y Lina de Feria, pero esa sería una sonrisa estéril. La poesía de García Blanco se parece a su tiempo, es de su tiempo, responde a la eternidad de lo cotidiano, es hija del renacer de una poesía plena y múltiple, y por eso entra en el torrente de las grandes fuentes nutricias de la nación. Su poesía es uno de esos manantiales, a veces cercanos a un hilo, pero muchos de ellos parecidos a los chorros de agua que saltan a los pasos de una montaña, y, en las más de las veces, integrados al gran torrente del “agua por todas partes”, del agua total.

La poesía cubana no pierde nunca su condición líquida, esa esencia atemporal que sin embargo no renuncia a dar pistas de su presencia en el aquí y ahora concreto. La nuestra es una poesía del eterno caminar, no del retorno, ya que nunca se emparienta con el ouroboros, pues ella no llega nunca a morder su cola, porque sencillamente no la tiene. Más que serpiente estamos ante un río heraclitano, y más que ante él estamos ante un territorio que es agua sin horizontes, pues al final sólo hay un abismo en el que en su inmediatez vive el Leviatán de los deseos, de las ensoñaciones.

Un país es como una novia
uno ama sus precipicios
y todos los días conoce un poco más de sus agua

En 1937, sangrando aún por la republica española ya perdida, Juan Ramón Jiménez con Estado poético cubano prologaba la antología La poesía cubana en 1936 (Institución Hispanocubana de Cultura, La habana, 1937). En ese texto, ya casi al final, el poeta tiene uno de esos arranques de lucidez extrema, excepcionales hasta en los más altos – y él lo era, a no dudar-, y describe lo que considera sean los elementos que hacen o que harían de un país, además de nación, patria poética. Lo citaré extensamente:

¿Una isla? ¿Una isla hermosa isla? Sí, muy hermosa… Para que una isla, grande o pequeña, lejana o cercana, sea nación y patria poéticas ha de querer su corazón y darle a ese sentido el alimento necesario. Y para la poesía, el alimento es de cultivo más aún que de cultura, cultivo del elemento propio, del carácter propio, que sacan el acento propio. Cuando el mar de una isla no es sólo mar para ir a otra parte, sino para que lo pasee y lo goce, mirando hacía adentro, el cargado de conciencia universal tanto como el satisfecho inconciente, esa isla será alta y hondamente poética, no ya para los de afuera sino, sobre todo, para los de adentro. Hay que ir al centro siempre, no ponerse en la orilla a aullar a otra vida mejor o peor de nuestro mismo mundo, peoría o mejoría que puede ser la muerte.

Volver sobre el texto y el contexto de Juan Ramón Jiménez, ahondar en su actualidad, en su disfrutable estado de gracia, nos lleva hasta García Blanco, y sus contemporáneos, o mejor sería decir de sus coetáneos (nacidos entre 1957 y 1977). Este fragmento bien puede aplicarse como programa y como hermenéutica para explicar la reacción poética anticoloquial de los ochenta. Agotados sus modelos y revisitada la memoria, estos poetas se lanzan a la aventura de descubrir la isla, no ya como plaza sitiada sino como realidad a ser vivida y celebrada en todas sus dimensiones. Desde un aparente intimismo lírico se aborda la sociedad, el cambio de la consigna por la lectura crítica, la renuncia al ingenio fácil y la asunción de la razón, la composición y la armonía como elementos constructores, la visión de la revolución interior como otra transformación posible y necesaria, lo privado como manifestación de lo público, la espiritualidad y la religión como elementos de reconocimiento nacional, la poesía como patria celeste y como espacio terrenal donde se podía y se quería vivir poéticamente. León Estrada, Teresa Melo, Odette Alonso, Alberto Lauro, Agustín Labrada, Rafael Almanza, Roberto Méndez, Jesús David Curbelo, Ramón Fernández Larrea, Osvaldo Sánchez, José Antonio Gutiérrez, Carlos A. Alfonso, Ileana Álvarez, Frank A. Dopico, Arístides Vega, Bertha Caluff, Heriberto Hernández, Sigfredo Ariel, Alberto Sicilia, Caridad Atensio, Emilio García Montiel, Damaris Calderón, Alberto Rodríguez Tosca, Juan Carlos Valls, Juan Carlos Flores, Camilo Venegas, Nelson Simón, José Félix León, Víctor Fowler, Alberto Acosta-Pérez, Omar Pérez, Antonio José Ponte, Rito R. Arocha, el grupo Diáspora – quizás los aparentemente más distantes de esta estética, pero sólo en apariencia-, entre otros, hasta llegar a Norge Espinosa y Marcelo Morales, en los que aparecen los elementos que configurarán una “nueva reacción”, que está por completarse, pero que aún conserva y expresa los elementos de esa mirada insular que nos signó en los ochenta ( ¿ finales de los setenta?) y que se hizo totalmente visible y mensurable en los noventa gracias a nuestra secular pereza crítica y a la hasta ese momento acolchonada vida editorial.

Colocar en contexto la poesía de Reynaldo García Blanco, dar ciertos elementos para una posible lectura desde la insularidad, no hacen más que abrir posibilidades a otras, espacios para posibles refutaciones, precisiones, renovados ejercicios de pensamiento, que nos encaminen hasta la comprensión, no se si mayor y mejor, de la poesía que aún se hace y que aún pretende mirar y dar testimonio, configurar una nueva tierra, una nueva ínsula, quizás tan extraña y misteriosa como la pasada y la presente, aunque sería preferible que la futura encarnara rangos superiores de realeza, es decir, una realeza perfeccionada en lo naciente, en lo posible, en la resurrección y no en cotos estrechos.

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