lunes, 6 de abril de 2009

Manual de hospitalidad



Una mirada a Rachid Akbal y el Festival Afropalabra 2009

I


El paisaje cubano es esplendoroso, el verde lo inunda, pero a veces el color se pierde en la intensidad de la luz. Todo arde, principalmente a mediodía. El sol apenas se distingue, más bien se presiente. Está ahí, por el bochorno tenemos la certeza de que está, de que ha llegado a lo más alto y de que, sin dejar de quemar, comenzará a desbarrancarse hacía la noche. Al amanecer y al atardecer en está isla las cosas, y con ellas el verde, alcanzan definición y gozo. En sus llanuras marítimas, en las suaves elevaciones o en el inmenso Turquino, se repite el espectáculo.

Entretarde. Es la palabra que mejor define ese estado de la luz y del espíritu que se puede percibir y alcanzar sólo en los puntos extremos del día cubano. La palabra es mexicana, creo haberla leído por primera vez, aunque no tengo la certeza, en El laberinto de la soledad de Octavio Paz. Ni siquiera recuerdo el recto sentido en que ellos y él la usan, sin embargo, dentro de mí tiene una resonancia de perfecto contorno. La entretarde es un estado de lúcida ensoñación y de vigilia poética. Punto de confluencia entre el agua, la luz y el verde, entre las dimensiones estelares, entre el afuera y el adentro, el arriba y el abajo. Ella tiene una circularidad tan cubana que es difícil de expresar más allá del gesto o del silencio.

La Habana restaurada es la expresión más alta de ese ser y de ese estar. Ella va adquiriendo un modo de acoger, de acomodar, de atraer al centro de las gravedades que debió ser la Ciudad y que en gran medida es todavía cuando en ella encontramos las evidencias de que ha recuperado su capacidad de vivir una hospitalidad abierta y luminosa, capaz de tragar todo lo que viene y al tocarlo convertirlo en algo de sus esencias, nuevo, sin que podamos apenas percibir diferencia entre lo autóctono y lo recién llegado. Cuando la Ciudad acoge las palabras ajenas y las toca, cuando ellas resuenan entre sus muros, podemos sentir como adquieren la cualidad de ser en la luz de la entretarde. Allí se produce el milagro de la cubanidad.


II


Rachid Akbal, gran actor y cuentero argelino, había venido a la ciudad antes. Lo recuerdo andando por la calle Obispo, pero no a su palabra. En mi memoria sólo existían dos ojos y una sonrisa. No palabras, ni siquiera silencio. Fue en enero de este año, para el Día de Reyes, que comencé a escucharle. Vino al Festival Afropalabra que promueven nuestra Coralia Rodríguez y su equipo.

Entré por un costado del antiguo convento de San Francisco, sitio de su inauguración. Allí estaba. En los jardines había mucha gente de valía y prosapia intelectual, asistían a la inauguración de una exposición y después se unirían al jolgorio. Ahora los mudos eran ellos. Fui hasta donde los cuenteros. Saludé a los amigos, a Coralia, al Príncipe Bonifacio Offogó, y a él. Saludos formales, nada más. La función estaba a punto de comenzar. Mientras se preparaban le tomé a Rashid una foto: una composición perfecta, bella, pero después descubrí que su rostro estaba desenfocado. De lo alto de la basílica menor salía la luz de la entretarde, caía directamente sobre la cabeza del argelino. La piedra y la luz se confabulaban para tragarse su cuerpo. Cuando lo devolvieron ya su palabra tenía ese “color” que en nosotros encuentra acogida.

Contó una vieja historia que no resisto la tentación de reproducir aquí. Aclaro que no tendrá el brillo de su cuerpo, que será apenas un texto narrativo que habrá perdido su texto de representación, es decir, que será un animal mutilado, un cuerpo que apenas dice, que no es discurso. Aún así me arriesgo.

Había una vez… porque siempre había una vez. Había una vez un cazador de pájaros, una de esos hombres que al vuelo cazan la maravilla y la encierran en jaulas preciosas, y las llevan a vender a los mercados, y las gentes se la compran, porque siempre estamos necesitados de esas cosas, porque siempre hay personas a las que le gusta comprar lo que se ofrece en esos sitios. A mi no me gustan los mercados, son muy tristes.

Esta vez el cazador de pájaros tuvo mucha suerte y regresaba de la casería lleno de plumas y de colores. Todo encerrado en jaulas, claro está. Por una de esas cosas del destino había cazado una paloma gris, no muy hermosa ella, pero a la gente le gustan las palomas, y la había metido en una jaula que tampoco era muy linda.

Cuando estaba por salir del bosque de sus tropelías comenzó a llover, primero una garúa fina, después el diluvio universal. Como pudo trató de proteger a sus prisioneros, pero era mucha el agua y estuvo a punto de ver ahogada su suerte. Si no hubiera sido por un inmenso árbol de copa alta y frondosa todo se hubiera hundido. El hombrecito tiritaba de frío y el agua le corría desde los pensamientos hasta el pie. Había corrido mucho y estaba cansado, así que termino empapado y dormido, acurrucado en las raíces del árbol.

Cuando la paloma logró salir de la tristeza y del frío descubrió que aquel era su árbol, es decir su casa, y de sus entrañas comenzó a salir un arrullo triste que pronto llegó hasta un nido plano que estaba en lo alto, guarecido debajo de unas ramas gruesas. Al principio el palomo, su palomo, no lo escuchó bien, además, con la lluvia y la hora, ya estaba todo muy oscuro; después miró bien y reconoció el sonido. Volando en círculo alrededor del tronco bajó hasta el suelo y en una de las jaulas pudo encontrar a su amada.

Ella le dijo:

- ¡Libérame!

Y los otros pájaros dijeron:

- ¡Libérala a ella, pero no te olvides de abrir nuestras jaulas!

El cazador estaba tan cansado que no despertó a pesar del rumor de los pájaros y el batir de tantas alas.

- Regresaste a casa, amada mía. – dijo el paloma

Cuando ella escuchó la palabra casa recordó que aquel árbol era algo más que una planta, que era su casa, luego entonces ella estaba obligada a respetar las leyes de la hospitalidad.

- No abras la jaula, no las abras. Este árbol es nuestra casa, el cazador está en ella y no podemos defraudarlo, es nuestro huésped.

Los otros pájaros protestaron, pero el palomo afirmó con la cabeza.

- Ese hombre está cansado y tirita de frío, así que deberás prender una hoguera para que se caliente.

Mucha era la lluvia así que encontrar ramas secas sería difícil, pero el palomo salió a buscarlas. Fue más allá del bosque, más allá de las praderas, y casi junto al mar encontró ramas secas. Él era fuerte, y también pequeño, y para que una hoguera logre calentar a un ser humano de ese tamaño debe tener al menos un montón de madera seca, entonces tuvo que traer una a una las ramas bajo el ala, hizo el enorme recorrido veinte veces. Logró construir una hoguera respetable bajo el árbol, pero… una hoguera sólo es hoguera si tiene fuego… y por esos lugares no había fuego, así que fue hasta la casa de un hombre, un herrero, que siempre tenía el fuego encendido. Quedaba lejos, pero él fue.

- Es nuestro huésped. - se repetía tras cada aletazo que daba en medio de la lluvia y del relámpago.

Llegó hasta la herrería y de la fragua sacó un tizón, se lo colocó en el pico y salió, pero una vez afuera la lluvia se lo apagó, regresó una y otra vez y siempre ocurría lo mismo. Pensando en hacer lo mejor por su huésped él insistía, hasta que se dio cuenta de que colocando la pequeña braza bajo el ala, en el lugar en que esta se funde con el cuerpo, no la alcanzaría el agua y no se apagaría. Así lo hizo. Bajo el ala, junto a su cuerpo, el fuego empezó a quemarlo, pero él no lo dejaba caer. Casi achicharrado llegó hasta el montoncito de leña y lo colocó sobre él.

Junto a las raíces, amparada por el tronco del gran árbol, empezó a arder una hermosa hoguera. El hombre, aún dormido, se sonrió.

- ¡Ya lo calentaste, ahora libera a tu hembra y libéranos! – dijeron los pájaros.

Pero la paloma detuvo el ímpetu de su palomo. Le recordó que no sólo se trataba de acoger, de calentar al recién llegado, que las leyes de la hospitalidad obligaban dar de comer al hambriento y seguramente aquel cazador lo estaba.

La paloma y el palomo se miraron. Sabían que sólo había un modo de alimentar a aquel hombre. No dijeron nada. Ella inclinó la cabeza, él levantó el vuelo. Llegó hasta lo más alto de aquel árbol que era su casa, extendió las alas, luego las plegó y se dejó caer. Fue a dar directo al centro de hoguera… que se fue apagando hasta quedar sólo unos tizones encendidos que fueron dorando la carne sin plumas de aquel palomo.

Se hizo un profundo silencio. Rachid Akbal volvió a hablar. No sé qué dijo. No lo recuerdo. Sólo sé que su palabra tenía ya la consistencia de los muros y la calidad de la luz de la entretarde de este país.


III


Dos días después de la inauguración el argelino hizo su espectáculo Mi Madre Argelia. Llovía a cantaros en La Habana. La lluvia que empapaba al cazador de pájaros entonces mojaba las yagrumas del Patio de la Casa de la Poesía. Hubo que irse al soportal del fondo.

Mi abuela siempre afirmaba, aunque yo casi nunca le creí, que “lo que sucede conviene”. Me imaginaba junto la luna, a las hojas, al especio circular, al aire suave de la noche. Rachid al centro. Pero no fue así. Fuimos condenados. Cayó un palo de agua brutal. Dos horas y ni un solo atisbo de Noé, ni del arca, ni de la paloma ni de su rama de olivo. Estaba el cuentero solo, en medio de la noche habanera y del aguacero.

¿Era una o muchas, era un tejido de historias circulares que se muerden, se besan, se agolpan o era una, nada más que una? Una, sólo una. La historia de Rachid Akbal y su raza, la de él y su sangre, la de él y su Palabra. Toda la Cabilia en unas pocas escenas, o más bien, toda ella en la palabra encarnada del cuentero, que fue atrayendo hasta aquel sitio húmedo y distante los olores, los sabores, los andares, los saberes, de una tierra que apenas conocíamos y que sin embargo aprendimos a sentir hasta el dolor. Teatro de la Memoria dirían los italianos, cuentería diría yo. Complejo entramado narrativo y simbólico que continúa la tradición berebere y árabe de las grandes sagas, que él atrae y refuncionaliza, acentuando su sentido espectacular, haciendo más complejo el texto narrativo, pero nunca abandonando el verdadero sentido de su estar en el aquí y ahora, que es lanzarse sobre los otros, hacer comunión con ellos, dejar la suficiente cantidad de espacios vacíos de modo que los que escuchan puedan completarlos.

El arte efímero de contar cuentos es cosa que vive entre la lengua y la oreja, entre la multitud de ruidos y silencios, entre la variedad de pareceres y seres; es cosa que brota, para morir en ese mismo instante, cuando dos o más logran el milagro de hacer nacer del caos una realidad perfecta y única. El cuentero está llamado a morir antes que su historia. Akbal lo sabe, y a pesar de contar con una batería pesada de oficio escénico y sensibilidad toma partido por la narración y opta por borrarse, por hacerse nada delante de los otros a favor de su historia. Al final ella le devuelve los favores, lo coloca, multiplicado y central en su oficio de sacrificarse.

Contar cuentos es cosa de vida o muerte, y la muerte la pondrá siempre el que cuenta si es que quiere resucitar después de haberse hecho polvo. La historia se desvanece delante de los ojos del que vive en la verdad, del que está dispuesto a hacerse nada, para finalmente reconocer que sólo él ha quedado vivo. Nadie más.


IV

Entretarde. Sitio de las visiones. Espacio en que la Isla se vuelve cuerpo en la luz.

Por aquí muchos vienen y pasan, miran y gozan, sufren y esperan. De todos ellos está hecha esa lumbrera tan particular y esquiva. Pero, sobre todas las cosas, los cubanos, generosos y abiertos, mostramos una forma particular de hospitalidad: hacernos uno para luego devolver la imagen nueva en la podrán reconocerse otros.

Los eventos de Oralidad, de Narración oral, deberían ser protegidos y privilegiados pues en ellos se hace una invaluable contribución a la identidad insular. Al convocar a palabras otras junto a palabras nuestras estamos estimulando esa vocación cubanísima de canibalismo cultural que a fin de cuentas aún nos arma, pues, como todos, somos un pueblo que nace cada día y necesita de cada vez más variados elementos que fagocitar, que atraer hasta sus centros vitales. Primavera de Cuentos, Contarte, Bienal Internacional de la Oralidad, Afropalabra, y otros, pueden proporcionarnos esos nuevos “alimentos”. Es más, la contribución como elemento aglutinador, conformador, socializador de saberes ancestrales, que tiene el oficio de contar historias debería de tener prioridad si quiere poner sobre el tapiz político un legítimo entramado integrador. La Palabra del Hombre debería estar al centro, la Palabra del Hombre Común.

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