jueves, 17 de mayo de 2012

¿Aún es posible alquilar balcones?

La Habana era una ciudad polvorienta y desvencijada cuyos habitantes parecían deambular sin rumbo o hacia un destino incierto. Estoy seguro que fue en 1993 cuando le escuché a Mayra Navarro decir que Coralia Rodríguez había hecho una función “de alquilar balcones”. Elogio a la maestría. No olvido la frase, ni la época, ni a nosotros en medio de aquel mar de pasiones y silencios, de aquella lucha por sobrevivir y no matar los sueños. La Rodríguez, una de nuestras grandes narradoras orales, quizás fue la primera discípula de Francisco Garzón, en 1980 - ¿o acaso lo fue Simón Casanova u otro actor del Anaquillé, o lo fueron el escritor Leonardo Eiriz o el trovador José Raúl García?- cuando él afirmaba no saber “si era posible enseñar a alguien a contar cuentos”, o apenas esbozaba que narrar oralmente era un “hecho escénico”, es decir, eran los tiempos en los que no había retrocedido hasta el sintagma narración oral escénica y mucho menos arribado a sus conclusiones actuales, que en alguna medida retornan al primer planteamiento, pero con la sustancia y el peso que da el plantear que las artes del relato oral operan según la lógica de la Oralidad y no según la de la Escena. Es sorprendente como, ante la mirada indiferente de algunos o la ignorancia de otros, se nos pretende recontar la historia de la Narración oral contemporánea en Cuba, ahora desde el punto de vista de un narrador ausente, pero que intenta ser omnisciente. No puedo ser indiferente, desentenderme o quedarme cómodamente instalado, mirando lo que ocurre entre el patio de butacas y el escenario, no puedo conformarme con que me coloquen en el gallinero y aceptarlo cual destino manifiesto. Y es que el asunto no es sólo de índole personal, aunque toda mi vida, mis fibras más recónditas, estén implicadas en ello. Soy testigo, participante, y si alguien lo cree, hasta protagonista de esta larga, y por momentos, dolorosa historia del renacimiento de la Narración oral. Me sorprende que hayan pasado treinta años desde que en la calle Narciso López, entre la Avenida del Puerto y el callejón de Edna, justo detrás del templete de la fundación de La Habana, recibiera mi primer y único taller de cuentería. Los alumnos éramos dos, el dramaturgo Raúl Alfonso, de paso breve por el teatro cubano, y yo. El maestro fue Francisco Garzón Céspedes. Coralia y nosotros compartimos la experiencia de escuchar, entre deslumbrados y conmovidos, una teoría y una técnica que no imaginábamos existiera. Entonces todo era elemental y prístino. El arte de contar se reducía a dos pliegos de 8 ½ x 13, que tenían simples fórmulas, ordenadas con precisión. Artículos de fe, que pronto se convirtieron en horma, en dogma y en bozal. Muchos años después, al releer con ojo crítico Apuntes para un taller de narración oral de Isabel de los Ríos, publicado en Caracas en Julio de 1985, y que fueron tomados por la autora durante un taller de Garzón Céspedes, pudimos documentar que las fuentes originales del hispano-cubano, hay que buscarlas, ¿quién lo duda?, en los presupuestos teóricos de La Hora del Cuento, de origen norteamericano - que no “corriente escandinava”-, pudiéndose afirmar categóricamente que no enseñaba entonces otra cosa que no proviniera de allí. Justo en esa época ya planteaba el que, hasta hoy, es su aporte fundamental y que radica en la lectura de esas fuentes y la comprensión del arte de narrar desde el punto de vista de la teoría de la comunicación – muy rudimentaria y parcial-, lo que lo condujo hasta la necesidad de aprovechar los elementos escénicos, especialmente teatrales, buscando la relación emisor-receptor, y la posibilidad de revertir la dirección del proceso, es decir que el mensaje también fluyera del receptor al emisor, y que este pudiera ejecutarse de manera efectiva en los nuevos tiempos. Llegados a este punto habría que señalar, sin menospreciar su aporte y herencia, que Garzón Céspedes nunca logró saltar del modelo lineal de Claude E. Shannon y Warren Weaver y que nunca logró adicionar a su propuesta teórica elementos de teoría del texto o de teoría del arte, que la hubieran completado, haciéndola abarcadora y menos sujeta a lo únicamente comunicacional, además de que le hubiesen permitido a él saltar, de lo esencialmente práctico, hasta la elaboración de una teoría general de la Narración oral e incluso aproximarse a la estructuración de una poética de este arte o de un sistema propio; que es evidente que no alcanza ni siquiera hoy, habiendo transformado algunos de sus planteamientos esenciales e introducido otros. El renacimiento de la Narración oral como arte, el retorno del papel del narrador oral como figura pública, el pensar y teorizar sobre ambos como integrantes de un fenómeno cultural, y más que eso, civilizatorio, se da al unísono en varios países y continentes, sin aparente relación ni influencia entre ellos; incluso se da en África o Asia, donde pervive una estructura social más tradicional y la figura del contador de historias nunca ha dejado de estar vigente; continentes donde, por demás, y como consecuencia del contacto con las metrópolis, se verifica un raro fenómeno de “conquista”, más bien de encantamiento, a la inversa. La Palabra de la periferia irrumpe en los centros y los transforma. Cuba llega a este “renacer” a través de cinco momentos, aparentemente desconectados y de distinto signo, pero que nos conducirán hasta la realidad actual: 1. En la década del 40 del Siglo XX tiene lugar la introducción de la tecnología de La Hora del Cuento, por parte de María Teresa Freyre de Andrade, en el ámbito estrecho de la biblioteca del Lyceum Lawn Tennis Club de La Habana. Allí, en abril de 1947, la Dra. Freyre imparte el primer taller de Narración oral de que se tiene noticia en Cuba, consistente en doce lecciones, que nombró El arte de contar cuentos; y, en 1952, publica, en el número 31 de la revista Lyceum, el primer texto escrito por un cubano sobre el tema, con idéntico título. 2. En 1956 Luis Mariano Carbonell comienza a presentar cuentos literarios sólo que dichos de viva voz. Estos, aunque ciertamente aprendidos de memoria, fueron estructurados desde la visión, la práctica, los recursos y el instrumental del narrador oral, y en alguna medida del cuentero popular de la tradición santiaguera, tan particular en su estilo. En alguna de sus variantes más antiguas, en África, el griot abre el proceso con el público a través del texto espectacular conservando casi siempre integro el texto narrativo. A partir del recital que hiciera ese año en la Sala Teatro del Conservatorio Hubert de Blanck, Carbonell protagonizó múltiples espectáculos de Narración oral en Cuba y en el extranjero, y todavía se le puede ver y escuchar en escenarios capitalinos. 3. Introducción, en 1962, de La Hora del Cuento en las bibliotecas públicas y la aparición de Mayra Navarro, primero narradora modelo y luego maestra ella misma en la Red Nacional de Bibliotecas Públicas y en la Enseñanza Artística, incluyendo la docencia en los niveles medios hasta el superior. Gracias al trabajo anterior de la Dra. María Teresa Freyre de Andrade, primera directora de la Biblioteca Nacional José Martí, en la Revolución, se implementó un sistema universal y gratuito de enseñanza y disfrute de las artes del relato en todo el país. La acompañaron en este empeño el poeta Eliseo Diego, y de las doctoras María del Carmen Garcini - quien falleciera en plena juventud en 1967- y Audry Mancebo. 4. En 1975 se funda La Peña de los Juglares, en la que se desarrolla una importante labor de actualización y consolidación del trabajo del narrador, contribuyendo al reconocimiento de la narración oral como un arte independiente. Francisco Garzón Céspedes, quien como narrador oral, parte, según el mismo ha confesado reiteradamente, de las experiencias comunicacionales de la poesía, el periodismo, la propaganda política, la investigación o el teatro, pasando por el ámbito de la historia familiar y cultural, desemboca en la apropiación de los textos de Teoría y Técnica del arte de narrar, que se encontraban en la Biblioteca Nacional. Él es el autor y protagonista de tal hazaña. La Peña del Parque Lenin -la de Los Juglares, la de Teresita Fernández- a la que se suma, casi al inicio, Garzón, era un espacio protagonizado por una variedad enorme de actos orales. En la Peña se trovaba, se decía poesía, se leía en voz alta, se conversaba, se narraba… elementos que condicionaron no sólo su quehacer sino su proyección a futuro. 5. Alrededor de la realización del 1er Festival de Narración Oral Escénica en Camagüey y del 1er. Festival Iberoamericano de Narración Oral Escénica de Caracas en 1989, comienza una relación estable de trabajo entre Garzón Céspedes y Mayra Navarro, que se consolida a partir de 1991 en los ámbitos del Gran Teatro de La Habana, desarrollándose una influyente labor difusora y pedagógica, que, a decir verdad, esencialmente protagonizara y sostuviera la Navarro; pues el primero fundaba, dirigía, asesoraba o ejecutaba parcialmente, teniendo en cuenta que su trabajo internacional, comenzado en los años 80, había logrado ya un nivel de compromiso tal que lo mantenía fuera de los ambientes nacionales, o porque desde hace ya más de 15 años no reside ni visita al país. De esta relación de trabajo, iniciada antes de 1989, pero consolidada a partir de allí, hasta el 2005, ya no quedan nada más que relatos en pasado y sus frutos. Cada cual tomó su camino. Garzón Céspedes, que fundó la Cátedra Iberoamericana Itinerante de Narración Oral Escénica, abrió puertas en varios países iberoamericanos, pero no actuó ni influyó en todos por igual, incluso en algunos no se le reconoce tal obra, pero ciertamente su papel fundacional sólo se atreverían a escamotearlo los mentirosos, los tontos o los desagradecidos. Al César lo que es de él. Mayra Navarro, por su parte, es la maestra de la casi totalidad de los narradores orales actuantes y vigentes en el país, o estos fueron formados por alumnos de ella y, además, es la autora de un sistema pedagógico y artístico de plena vigencia e influencia. Seguramente hay episodios aislados o con limitada resonancia que se sitúan antes de 1940 o posteriores a los años 60, pero que no los señalamos aquí justamente por lo estrecho de sus miras o lo personal de su influencia o por lo efímero de su accionar. Podría indicarse la presencia en 1901 de la narradora oral norteamericana Ruth Sawyer, integrando un proyecto de formación de maestros de kindergarten promovido por el Gobierno interventor de los Estados Unidos, que sin embargo, todo parece indicar, no obtuvo frutos permanentes y mucho menos discípulos o seguidores cubanos. Caso aparte es la labor de Haydeé Artega Rojas, pionera del trabajo sociocultural comunitario en Cuba, quien, a través de sus Sábados Culturales y otras acciones, desde las estructuras del Partido Socialista Popular y del sindicalismo, desarrollara una importante labor de promoción cultural, pero que, incluyendo a la Narración oral, siendo ella misma una narradora, abarcaba otras artes. Es decir, el proyecto de La Señora de los Cuentos - epíteto posterior- no era de Narración oral ni centrado propiamente en este arte. A ella se le debe la aparición, alredor de 1967, de una fugaz escuela de Narración oral, bautizada con el nombre de María del Carmen Garcini, que no dejó huellas ni cuenta con exalumnos que hoy ejerzan, ni siquiera como aficionados, el oficio de narrar. Esta escuela, por lo que hemos escuchado, usaba los materiales editados en la Biblioteca Nacional. Por otro lado, infantes cuentan hoy a partir de Haydeé y los niños, espacio que funciona aún gracias al apoyo de la Oficina del Historiador de La Habana, siendo esta una labor que se agradece. También habría que situar la existencia de la enseñanza de la Narración oral como instrumento pedagógico y de estimulación a la lectura o como introducción a la Literatura en las Escuelas Normales para Maestros o en las Escuelas del Hogar, o en las de formación de maestras para kindergarten. Miriam Broderman aprendió a contar con Pepita Verbisky, argentina residente en Cuba, que trabajó en la preparación de maestros para los Círculos Infantiles, cuya vida y obra valdría la pena investigar; o Tula Ortiz, nos informa que estudió este arte como parte del pensum de la Escuela Formadora de Maestros preescolares. Entre esas acciones o proyectos habría que destacar, también, los eventos de decimistas y cuenteros populares que, en la década del 60, organizara Rómulo Loredo Alonso por los lados de Jatibonico, o la labor monumental de la Casa del Caribe de Santiago de Cuba, dirigida por el preclaro Joel James Figarola, en el rescate y conservación de la cuentería y de otras manifestaciones de la cultura popular tradicional, llegando a editar el único disco de placa negra que se conserva con grabaciones de cuenteros, realizada en el patio de la Casa del poeta José María Heredia, en 1988. Entre los narradores registrados está Francisco Martínez Hinojosa, El Gordo Hinojosa, raro caso de hombre de bastísima cultura que es esencialmente un cuentero popular urbano. No me detendré, por pudor y obvias razones, en La Peña del Brocal (15 de marzo de 1987), en el festival del 89 (19 al 25 de marzo), en la importancia de la ciudad de Camagüey en este renacer, en la obra de Manolito Martínez, o en el papel liberador y ecuménico que tuvo en su momento la Bienal Internacional de Oralidad de Santiago de Cuba (septiembre de 1997). A partir de ella, fueron creadas las condiciones para desarrollar un movimiento sólido, plural, no atado a persona, cátedra o tendencia alguna Habiendo logrado quebrar hegemonías y ortodoxias, la Bienal inició una etapa de distinto signo, que podrá historiarse en el futuro y que, seguramente, deberá incluir también la aparición en el 2001 de la Sección de Narradores orales de la UNEAC, la creación en el 2003 de la Cátedra Cubana de Narración oral María del Carmen Garcini, del Foro de Narración oral del Gran Teatro de La Habana (2006) , la existencia del movimiento profesional de Narración oral, la creación de una red nacional de eventos de este arte, la Reunión Nacional de Narradores orales miembros de la UNEAC, en septiembre del 2010, en la que se redactó y aprobó el Proyecto para Calificador del Narrador oral, que deberá servir como fundamento para el reconocimiento legal del oficio, y la reciente puesta en marcha de la Cátedra de Cuentería Popular Campesina, entre otras acciones, proyectos o caminos. Tiempo al tiempo. Situamos estos cinco momentos como esenciales y determinantes para los inicios y desarrollo del renacimiento de la Narración oral en Cuba, para explicar este fenómeno aquí, teniendo en cuenta su significado y vigencia, aunque, reiteramos, que, sin la existencia de otras situaciones, personajes, personas y circunstancias, que crearon también el caldo de cultivo, que favorecieron los actos fundadores, los momentos determinantes, no podríamos plantear una tesis posible, una argumentación creíble o un discurso coherente sobre su historia; pues sin ellos sólo esbozaríamos una suerte de teoría milagrera, sin asideros ni causas, sin orígenes y resonancias, o desembocaríamos en esa suerte de malabarismo intelectual, que marcha según soplen los vientos, y que está tan de moda. Si un problema le veo a la Narración oral en Cuba hoy es justamente que no posee un cuerpo teórico múltiple, una historia polifónica, que no cuenta con estructuras académicas que le permitan pensarse desde si y para si. El Aula de Teoría y Pensamiento del Foro del Gran Teatro de La Habana está iniciando un proyecto formativo de nivel superior, pero no es suficiente ni podrá cubrir todas las necesidades por si sólo sino actúa en coordinación con otros proyectos similares. Al escudriñar las características que tienen los movimientos de narradores orales en los países en los que existe éste con carácter profesional, articulado y coherente, veremos que, dentro y detrás de ellos, hay un cuerpo que se piensa y construye. Revisen las realidades de Estados Unidos, Francia, Italia, Brasil, Canadá, Argentina, entre otros. En muchos lugares la importancia de un evento o proyecto artístico no sólo se mide por la calidad y cantidad de sus artistas y públicos, sino por la estructura formativa o teórica de que dispone o aporta. De una vez y por todas hay que vencer el escrúpulo y la superstición que tienen algunos, que llegan hasta a afirmar que “los eventos teóricos son pavosos”, es decir, que tienen pava, que convocan la mala suerte, el mal de ojo. Lo pavoso, lo realmente destructivo, se asienta en la ignorancia, y es que en ella no hay virtud, más bien lo que se encuentra es estrechez y pobreza de espíritu. En la comodidad de una butaca de la Sala Lecuona del Gran Teatro de La Habana, durante la Muestra de Narración Oral en el Festival Internacional de Teatro de La Habana, y esperando a que Mayra Navarro apareciera en escena, tuve tiempo suficiente para reflexionar sobre la historia, nuestra historia, esa que les he contado, porque, como ya vimos, ella es una de sus protagonistas esenciales, y, que, como era de suponer, es también uno de los blancos predilectos de la tergiversación y la reescritura que ensaya el narrador ausente y sus presuntos cómplices. Fíjense la utilidad que tendría conocer esta historia, que, de haberla tenido a mano, seguramente los ejecutivos y diagramadores del XIV Festival de Teatro de La Habana, el Consejo de las Artes Escénicas del Ministerio de Cultura, no hubiesen confundido a la Narración oral que se hace en Cuba hoy con la Narración Oral Escénica, de signo garzoniano, y no insistirían en calificar de tal a un movimiento profesional que nada tiene que ver ya con uno de sus orígenes. Insistentemente hemos explicado que detrás del sintagma hay una posición estética, ética, que hay instrumentos para la construcción de los discursos, y no un simple montoncito de palabras. Hay una posición de principios, que pudieron funcionar e incluso parecernos legítimos en una época, pero que ya no nos representa, no nos acompañan, no son funcionales, pues no encarnan el espíritu libertario del cuento oral, sino que son una nueva cárcel, una frontera que superamos con mucho dolor y esfuerzo, porque, para algunos, soltar esos lastres fue como dejar el hogar, el fuego primero y lanzarnos al Mar de los Sargazos. Detrás de él, del sintagma, está la historia de Francisco Garzón Céspedes y su cátedra, más no la de los protagonistas actuales, que, definitivamente separados de esa corriente, han construido su propio camino. Al fin, dirán ustedes, se apagan las luces, y la narradora sale. No lleva mantón de Manila, ni máscaras ni un encorsetado vestuario, aparece ella, sobria, diríase que con sencilla elegancia, y comienza a hablar. No hace otra cosa. Ella, que estudió música, que tocaba el piano, que sabe manejar con gracia los tacones altos y cocinar con puntual sazón, desde 1962 ha escogido al cuento, desnudo, mondo y lirondo, como guerrero y como armadura a un mismo tiempo. Están solos, en medio de un espacio-tiempo compartido, el narrador, el cuento y el público. Nadie más. ¿Y es que se necesita de alguien o de algo más? En este caso no, definitivamente no. En apariencia la narradora selecciona un camino sin muchos elementos en el paisaje, se diría que hasta da muy pocas opciones para construirlo, que bien podría ensayar y poner algo de matorral; más ella, tercamente, eso sí, insiste, en quedarse sin asideros, o mejor, con uno, fugaz y frágil, retador y vivo, y termina construyendo más que cuentos, mundos. En escena realmente encontramos nada más unos pocos elementos significantes por si mismos - los actores o los narradores- pues los otros, los inanimados, las palabras del trasfondo, son como la impedimenta de un ejército, que hay que dotarla de aliento, hay que llenarla de sentido. Muchas veces vemos a narradores que insisten en romper o superar los moldes de la Oralidad, innovar, y lo que hacen es que atiborran el espacio de representación con elementos que no dicen, que no significan, que no cuentan. Incluso los he visto llegar hasta el extremo de introducir ruidos de tal intensidad en la historia que llegan a hacerla ininteligible. Recuerdo en Barquisimeto, Venezuela, en el 1994, cuando dos narradores llenaron el escenario de hojas secas, luego, en su centro pusieron una enorme ponchera donde prepararon, a la vista de todos, una suculenta ensalada de frutas tropicales, cuyo olor inundó hasta los fosos del Teatro Juares, y ellos, por su parte, estrenaron un carísimo vestuario que incluía zapatos mandados a hacer a la medida y diseñados por un modisto famoso. Follaje, frutas, iluminación, la corporeidad de los protagonistas, las texturas del cuento y las múltiples experiencias del auditorio nunca llegaron a encontrarse, a conectarse; es más, parecía que unos competían con otros, porque ninguno de ellos realmente estaba allí para decir sino para exhibirse. Los cuentos se borraron y pasaron a ser paisaje, cuando lo que debieron ser es naturaleza. Mayra Navarro cuenta en su centro, “gloriosamente viva”, y contagia. No se borra en escena, no pasa a un segundo plano para resaltar la historia, ella encarna al cuento, ella es el cuento, en el aquí y ahora, y cuando el espectador ve que se abre la posibilidad de ser él también palabra encarnada, palabra-cuerpo, se entrega, se suma. Para que exista fábula no sólo se necesitan tema o sucesos, sino que tiempo y espacio fabular, protagonistas, y estructura oral, que es redundancia, reiteración, que es acumulativa y episódica, que nunca coloca más de dos personajes en una acción, que tiene en cuenta los motivos, las funciones, los tópicos, pero que nunca olvida que el espectador de las ciudades de hoy nace ya signado por la escritura y que si se quiere hacer acompañar y entender, si quiere que le crean, debe respetar la lógica de la escritura que está detrás de la introducción, el nudo y el desenlace. Esa noche, la del 28 de octubre, escuchamos Verde-Verde, de Daína Chaviano, Sueños, de Joel Franz Rosell, La espina de marfil; de Marina Colasantti, La cosa en sí, de Freddy Artiles, Rancho con sol, de Julio César Castro, El devorador de pasteles – cuento tradicional de la India- y La mujer chirriquitica, de Rodha Bacmaister. Todos cuentos de su repertorio, y que, sin embargo, se agradecieron como nuevos, porque lo eran. Cuando los teóricos de la Oralidad o del relato, o los folcloristas y antropólogos, se enfrentan a un cuento oral lo miran desde la lógica del texto escrito, nunca pensando en ese conjunto de significación que es el discurso, sino únicamente se atienen a su soporte material. Como ellos lo que ven es la transcripción en el papel o la grabación, olvidan que lo oral es inasible, efímero, suerte de Ave Fénix que con un chasquido de dedos, a veces, regresa. La magia se hace, el milagro aparece, cuando el contador de historia convoca las palabras, los gestos, los sonidos precisos, y el espectador los hace suyos. Nuestra protagonista sabe que depende de los otros, de los que estamos en la platea, y nos tiene en cuenta, y no es sólo asunto de que nos mira o es próxima, sino que construye para nosotros un mundo posible, un universo realizable, en el que no hay elementos decorativos, sino elementos esencialmente bellos y útiles, es decir, virtuosos. Entonces cada cual puede poner en la historia lo que es y lo que quiere, siempre a partir de elementos imprescindibles y sólo con ellos. La esencia del arte del cuentero es la virtud. Su camino y su fin es ella. Sólo unos pocos llegan a presentirla, más que por escogencia, como resultado del trabajo y de la constancia. Aún cuando las palabras de Mayra Navarro, como todas, se las lleva el tiempo, que no el viento, si bien ellas envejecen y mueren al instante mismo de ser pronunciadas, no dejan de tener esa tersura, esa perfección y gracia, que es la eternidad, la verdadera trascendencia, que es memoria, e intuición, presentimiento de la luz más que Luz. Proximidad del paraíso en la pobreza, en el desasimiento, en la desnuda imperfección de una mujer que aspira, sin embargo, a alcanzar el vislumbre. Los balcones de esa señora son sobrenaturaleza, cuerpo después del arrebato, que tiene otro sabor y otra gracia. Oírla contar historias es remitirnos a la certeza de que en La Habana también los balcones existen, son posibles… más no se alquilan, porque la virtud es don y gratuidad.

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