martes, 15 de mayo de 2012

Adiós al Premio Brocal

Para Gúdula Loreto y Lourdes, ángeles Veinticinco años después de que fundara La Peña del Brocal, en Santa María del Puerto del Príncipe, “ciudad provinciana y polvorienta, cuyos habitantes parecían acostarse a las nueve de la noche”, según el poeta y monje trapense Thomas Merton, o “suave comarca de pastores y sombreros” - en la bucólica y elegiaca versión de Nicolás Guillén- y habiéndose cumplido veinticuatro años de la instauración de los Premios Brocal - primeros en reconocer el trabajo de los narradores oral-.. Decidí terminar su ciclo otorgándolo por última vez a cinco personalidades de la cuentería: Mayra Navarro, en el año de su cincuentenario como narradora; Ury Rodríguez, por su medio siglo en el oficio y a Hassane Kouyaté, Mimi Barthélémy y Coralia Rodríguez, invitados a Los Dueños de la Palabra (La Habana, Marzo 24 al 26 del 2012), un trío de Maestros. Por extensión, con este premio, se proclamaba la valía y el nivel de un arte que, por entonces, no pasaba de ser una artesanía verbal o un juego de muchachos En otros lugares he contado la historia de aquella peña que quiso ser del Farol, y apoderar del rectángulo que es la Plaza de San Juan de Dios, pero que la obligaron a reconsiderar sus fueros y la desterraron hasta los bordes de un pozo ciego, preciosamente decorado, pero necesitado de encontrar su propia esencia. A la Casa Natal del diamante con alma de beso, Ignacio de las Mercedes Agramonte y Loynaz, fuimos a dar con nuestros magros bártulos, Mariela Pérez-Castro Basulto –poeta-, Luis de la Cruz Posada – jovencísimo músico-, María Magdalena González Atao – actriz -, y yo, que era un poeta sin obra, un narrador sin cuentos y un entusiasta que estaba muy poco lleno del dios del saber y la mesura. Realizamos dos temporadas largas antes de que desapareciera, dejando una huella extraña, porque para algunos fue uno de los sucesos más significativos de la cultura local en esos años, pero, para mi, su marca se reduce a ser el testimonio de una época de aprendizajes, de la que no salí muy bien parada ni plantado. En ese brocal contaron desde Francisco Garzón, Haydee Arteaga, Menchy Núñez, la Navarro, José Raúl García, Simón Casanova, Manolo Martínez, y hasta cuanto valía y brillaba en la entonces conocida como Narración oral escénica - sintagma vacío y engañoso- que, sin embargo, removió los cimientos de la cultura cubana e introdujo los primeros elementos para crear, no sólo un movimiento de narradores orales de nuevo tipo, sino una manera otra de entender lo oral, propiciando - contra la voluntad de su principal impulsor- que podamos hoy contradecirla y superarla, pero no ignorarla, porque significaría negar nuestro pasado. Garzón, en justicia, fue la primera persona en ostentar tal distinción. Si algo nos hace sentir placer, y por qué negarlo, hasta cierto orgullo, insano a pesar de que lo edulcoremos, es haber convocado a importantes personalidades de todas las artes, cuando alguna de ellas ya lo eran desde antes, pero también a otras que tuvieron que esperar al paso del tiempo y a otros vientos para ser reconocidas: Luis Carbonell, Linda Mirabal, Thelvia Marín, Margot de Armas, Antonio Orlando Rodríguez, Senel Paz, Sergio Aldricaín, Froilán Escobar, Guillermo Vidal, Bertha Caluff, Arístides Vega, Heriberto Hernández Medina, Miguel Escalona, Grupo Fervet Opus, Nazario Salazar, Joel Jovert, Papito García Grasa, Filo Torres, Candita Batista, Alejandro Zayas Bazán, Augusto Blanca … y un grupo de mis amigos que hoy están considerados entre los intelectuales más solventes de este país, todos ellos poetas: Rafael Almaza, Roberto Manzano y Jesús David Curbelo. La peña dio voz a la Narración oral, abrió puertas a los artistas y sus públicos, además de dar a conocer, entre cuento y cuento, en una época que ni ediciones territoriales existían, a un conjunto de poetas que después serían reconocidos en antologías, ensayos y saraos, pero que entonces no pasaban de ser “unos muchachos estrafalarios y ruidosos que decían versitos sin mucho sentido”, según la preceptiva y la moral imperante. Todo tiene su sentido y su momento, “su borde estrecho, su medida”, como bien dice Mirtha Aguirre, poetisa de versos finos, olvidada y sufriente bajo el peso de una obra ensayística colosal pero poco revisitada. Desde hace muchos años debería de haber dejado de otorgar el Premio, porque ya la peña no funciona tal cual desde 1989, al menos en su lugar de fundación. Una temporada lo dí con los auspicios del Museo Nacional de Bellas Artes y del promotor cultural Luis Piedra, porque hacíamos la peña allí, aunque no fuera lo mismo y no tuviéramos brocal. Otras veces, fue el reconocimiento que otorgaba la Bienal Internacional de Oralidad de Santiago de Cuba, que yo fundara junto a Fátima Patterson durante, el ya lejano, septiembre de 1987. En la actualidad ella sigue gerenciando el evento sin mi compañía, aunque el proyecto original y la realización de las dos primeras versiones fueron míos. Cosas de cuento y de cuenteros. Ahora ya el Premio ha pasado a vivir en ese estado de gracia que es la memoria y el mito, pero que, en este caso, no encuentra rito apropiado para su encarnación, así que lo mejor será dejarlo donde está, y no molestarlo. Paremos, pues los premios ya no son lo que fueron, y se han tornado un modo de contar la historia, olvidando las buenas maneras. No es este un gesto de protesta o de rebeldía; no se mal interprete. Es, sin otro sentido o trasfondo, el reconocimiento de la brevedad y la fugacidad como valor, la expresión de la profunda certeza de que es necesario que la semilla caiga en tierra y muera para poder dar frutos en sazón.

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