domingo, 3 de octubre de 2010

Breve la voz: Homenaje a El Caimán de Sanare

Sobre las aguas del espejo, breve la voz en mitad de cien caminos,

mi memoria prepara su sorpresa…

José Lezama Lima



Teresita Fernández, que padece de “fobia fundamentada” a los aviones, los rayos, las centellas, y los huracanes, pero que ama a los ángeles, y sabe mucho de esas cosas, rezó un Padrenuestro, un Gloria y hasta unos cuantos Avemarías, y me obligó a sentarme a su lado en la nave que nos trasladó a México en 1990. Estaba paralizada por el pánico. Cuando la bestia alzó vuelo, ella hizo silencio e interrumpió las oraciones de pronto. Poco faltó para que comenzara a cantar, a voz en cuello, una de las rondas de la Mistral, con la esperanza de que entre la mano, la flor y la danza nos sostuvieran en el aire, porque ella estaba segura de que a ese pájaro de lata no había quien pudiera mantenerlo a flote, como no fuera la mano de Dios o un enviado suyo. Pero al fin se calmó. Trajeron café, nos fuimos a la zona de fumadores, ella prendió una breva enorme, de la que gozamos los dos, como buenos indígenas, y le pareció que el bicho, más que volar, iba caminando con el mismo paso de los trenes lecheros, a los que ella adora, porque le recuerdan a José García, su padre.

Llegamos a la Ciudad de México y entonces fue a mí a quien atacó el pánico. Desde niño no me gusta el circo, me hace llorar. No soporto a los payasos, son demasiados tristes. Vi a los mejores, a Popov, a Ferdinando, a Trompoloco…, y nunca reí. Los clowns que veía ahora en las calles tenían cinco, seis, quizás diez años… Me duelen, todavía me duelen. Tragafuegos, merolicos, prostitutas, travestis, pordioseros… y una urbe a la que amé a primera vista porque tiene el vértigo y la gracia que tanto admiro… México me duele.

Teresita resistió la embestida de mis miuras. Éramos felices e ingenuos, teníamos fe. Recuerdo que nadie nos presentó, pero enseguida escogimos nuestras tribus, cada cual se fue a la suya, pero todas ellas armaban un concierto de hermosa polifonía. Clave bien temperada. Teresita y yo terminamos en la tribu de los españoles: Antonio González, Cristina Maciá – embarazada de Marina Teresa-, José Manuel Garzón que entonces estaba casado con Maite, asustadiza y herida, tan nuestra. Por otros lados andaban Pepa Aurora, la canaria, y su marido; Edgar Benítez, el psiquiatra; Ruth García, tan bella con su pelo negrísimo; Marisela Romero y Dunia de Barnola; Jairo Aníbal Niño - que ahora sabe realmente el sabor de los terrones de azúcar y del whisky Old Park – hermano, guárdeme un buche de esa primera botella, porque usted sabe que esas son como el primer amor-; y estaba, también, la Duenda Graciela Anzola.

El grupo se fue amalgamando. Llegada la primera noche los organizadores y los patrocinadores del Instituto Mexicano de Seguro Social olvidaron que el restaurante del hotel Monte Real cerraba a las 10 y que nosotros llegaríamos más tarde, pues la inauguración del evento de narradores orales escénicos – entonces todos éramos alumnos de Francisco Garzón- fue larga y desmedida, aunque para nosotros fuera un suspiro, un susurro apenas. Amamos sin mucho juicio crítico, eso es innegable. Eso vino después. Teresita y yo, sin un peso, o un dólar, o nada que ofrecer a cambio, nos retirábamos dignamente, alegando jaquecas u otras aristocráticas dolencias, pero Pepa Aurora, madraza isleña, nos descubrió y tomándonos de la mano nos hizo acompañar a los alegres compadres que penetraron en un restaurante de la calle Revillagigedo, casi frente al edificio de la Armada. Según entré descubrí que allí era donde mi mujer había ido diez años antes y ordené lo mismo que ella, camarones al ajillo.

Hablamos de todo lo humano y lo divino. Teresita tomó su lugar y pronto fue el centro de todas las resonancias y las emanaciones, además de que se la pasó probando los platos propios y los ajenos, sin saltarse ninguno. Edgar Benítez habló de los tipos de café que se toman en Venezuela, contó del guallollo, del con leche, del marrón, del marroncito, y sabe Dios si hasta de un carajillo o de un rocío de gallo, que vaya usted a saber cómo los han bautizados los guaros, que son gente de múltiples toques y escobillados, como en las fiestas de San Benito. Como niña de siete años, la Teresa, hizo que un cocinero mexicano le preparara cuanto café venezolano se mencionó esa noche.

Creo que fue entonces cuando Graciela Anzola me habló, por primera vez, de El Caimán de Sanare. Por esa época la Chela y yo hablábamos mucho. La extraño, y también a mi compadre Víctor, que me debe bautizarle aunque sea una nieta para poder cumplir con el título. Extraño también al cuentero. Nunca fuimos amigos. Eso no importa. Nos vimos pocas veces, pero a mí se me ha apagado parte de la voz desde el momento en que supe que se había ido a donde el Padre de todos las historias.

México fue una fiesta que quisieron apagarnos. Pero no los dejamos. La Chela, y los de la UNOES, nos defendieron. Así pudimos llegar hasta Barquisimeto al año siguiente.

En 1991 una rondalla, y un pueblo de pie, en el Teatro Juárez de aquella ciudad le daba la bienvenida a José Humberto Castillo. Camisa blanca, vaporosa, sobrero enorme, alpargatas y su palabra de fuego. Contó de tío Conejo y tío Tigre, pero especialmente se me grabó la de su encuentro con un espanto. Venía de una fiesta, algo pasado de tragos y con un cuatro al hombro, había enamorado a muchas muchachas, todas le habían correspondido con generosidad, y alcanzó a descubrir una que le sonreía a la vera del camino. Pocos minutos después, ya la dama cabalgaba y comenzó a sonreír. Allí descubrió la dentadura y supo que aquella desconocida, y muy bien dotada fémina, era La Dientona, uno de los espantos o aparecidos más temibles de toda la geografía venezolana, quien después de hacer gozar a sus hombres los más exquisitos placeres, los devora. Como pudo, El Caimán, se la quitó de encima y salió corriendo hasta llegar a un campo de auyamas. Calabazas dirían los cubanos. Encontró una enorme y se metió en ella, pero no sabe si por efecto del alcohol, o del miedo o del cansancio, se quedó dormido y fue a parar a un mercado en Caracas, a más de cuatro horas de camino, donde una señorita, que quería sólo una porción de la vianda, lo encontró. Menudo susto.

Recuerdo a Jaime Riasco, a Carolina Rueda, al Moisés Mendelewis, a Alekos, a Jairo Aníbal, a Mayra Navarro, me recuerdo a mí mismo, deslumbrados, encandilados por la palabra de un hombre de campo, que no manejaba las leyes del espectáculo y que para tener sentido del tiempo tenía que colocar a La Duenda en una pata, para que le indicara cuándo debía parar, porque para él sólo existía el tiempo sin fin del relato.

En 1994 nos encontramos en Sanare, en una fonda de su pueblo almorzamos juntos, Segundo Ceballos, Mau, Jorge Arrellano, Antonio González, Ricardo Cadavid, Hans Christian Atanasiú, Bertrad N´Sultaní, él y yo. Cuando supo que era cubano, me quiso contar los sucesos que le ocurrieron camino a la Fiesta del Fuego en Santiago de Cuba. Ese año estaba dedicado a Venezuela y fueron dos grandes artistas que, sin embargo, no pasaron de ser dos invitados más, disueltos en una multitud; allá estuvieron Simón Díaz, grande cantor, y El Caimán.

Cuando ya estaba acomodado en el avión que lo llevaba hasta la isla miró hacia afuera por el hueco redondo de la ventanilla y descubrió a San Pedro que le hacía señas con la mano y le sonreía:

-Naguará, San Pedro –dijo-. Me están esperando en Cuba porque la gente de allí necesita de las cosas que yo ofrezco. Déjeme llegar y yo le prometo que a la vuelta conversamos.

Estuvo en Santiago, contó, le regalaron un sombrero nuevo, tan grande como todos los que usó, y se volvió a montar en el pájaro de lata. Y otra vez san Pedro estaba manoteando frente a la ventana, en medio de un mar de nubes, pero él fingió dormir y no le contestó al santo muertero ninguna de las señas. Así se pudo salvar.

Yo preparé todo para que regresara a esa ciudad en 1997. Le estábamos dedicando la 1ra. Bienal Internacional de Oralidad y queríamos entregarle el Premio Brocal. Pero no se pusieron de acuerdo los poderosos y no pudimos reunir ni una locha para esos menesteres.

Ahora parece que el Apóstol logró convencerlo. Llevaba, según supe, mucho tiempo en cama. Algunos dirán que le jugaron una mala pasada, que fue una trampa, que un cuentero no debería morirse nunca, al menos sin antes no haber contado todas las historias de la tierra. Lo que sucedió, de verdad, verdad, sólo lo saben él y Dios. Nosotros apenas podemos intuir que tanta palabra nada más puede tener sentido y destino en la Palabra.

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