jueves, 26 de agosto de 2010

Las tijeras de Belén Nieves Velasco



Suceden cosas raras, impredecibles, hijas del azar, de la sorpresa. Son esas, las incontrolables, las que vienen a ordenar los recuerdos, mis memorias. Es como si al tropezar, de pronto, se desataran las torrenteras y todo regresara al principio, es decir, como si retornáramos al orden y a la armonía que sustituyeron al caos primordial por obra de un accidente. Pequeñas explosiones que desatan el recuerdo de la primera vez. El viento de Dios aleteando y se hacen la luz, el firmamento, el mar, la tierra, los árboles y las simientes, los luceros para las solemnidades y los días, las bestias, los reptiles, las alimañas y el hombre. El gran tropezón. Todo a su medida, a la medida del Dios que crea, como dicen los irlandeses, para tener a quien escuchar. A Él también le gusta que le cuenten cuentos.

Hay días en los que tengo una necesidad mayor de ser salvado, de que alguien o algo venga y me saque del agujero negro. Al borde, en el límite, a las puertas de la “oscura raíz del grito”. Vienes.

Me contaré un capítulo de mi propia historia. Tengo la necesidad, cuasi divina, de que me alegren los ojos y el oído. Regresas.

Es día de feria y no sabiendo qué hacer con el fuego o con el agua, enciendo el televisor y me sumerjo en la esquizofrenia de recorrer canales. Por suerte en Cuba son cuatro, y, a pesar de mi notable alergia hacia las chinerías, me detengo en un programa de CCTV. La cámara recorre la meseta de loes del río Amarillo, y entra en las casas-cuevas. Niños con monitos, otro jugando con una flor de loto, una serpiente que rodea un conejo. Son papeles recortados por las mujeres de Yenshuan. Cenefas, cielorrasos, ventanas, puertas, todas con adornos de papel calado. Transparencias. Piedra de tropiezo.

Los motivos de esos soberbios, y a la vez frágiles objetos reproducen los tótemes de la tribu Huanq; sin embargo, siento por ellos un atractivo especial, algo sucede dentro que hace que los reconozca como míos.

Alguien podría imaginar que soy una suerte de Marco Polo, que desde una mazmorra dicta sus memorias a un frailecillo o que me alienta el sonido de la noche bajo las palabras de Félix Pita Rodríguez. Falso. Viene a mi un recorrido en bicicleta por “las llanuras marítimas del Camagüey, el silencioso, el echado de bruces sobre su cielo nocturno”, como lo describe Eliseo Diego. Lejos de la Ruta de la Seda, aunque como tela finísima, vaporosa, regresa. Camino en la sabana. El verde, la multitud, me traga. Soy apenas un punto que se mueve, que se desplaza, por el monte ralo. Calla el sol, mudas las cosas. Sólo estamos las ruedas y yo. Imagen del universo. Mandala. Ellos se alejan, son tragados por la luz.

Hace como veinte años fui hasta Sibanicú a encontrarme con la escritora Niurki Pérez y sus amigos pintores. A decir verdad ella no era una escritora, todavía no, ¿o acaso lo era?, ¡quién sabe! Por aquella época trataba de hacer un montaje, con niños, de Sueño de una noche de verano, la obra teatral de William Shakespeare. Hablamos de la música isabelina, de las características de la literatura inglesa de ese período. Entonces ella me hizo una propuesta sorprendente: quería ser mi discípula. Espantado comencé a sudar. Transpiraba tanto que se detuvo y nunca más ha vuelto a hacerme tal petición.

Justo en esas andábamos cuando llegó un amigo de ella, un pintor jovencísimo, cuyo nombre no recuerdo. Él nos sugirió hacer una excursión: ¡Vamos a Hatuey!

Ese es un pequeño y singular pueblo, que bien podría haber sido un sitio perdido y sin talante propio, uno más donde se consume la vida en una sucesión infinita de pequeños detalles que nunca chisporrotean. Pero no es así, en ese pueblo las cosas bailan con su propio son y contagian. Ese es el pueblo de Trini y los artesanos y pintores del grupo Valentín Sanz Carta, pero sobre todas las cosas, ese es el pueblo de Belén Nieves. ¿ Acaso no se llamaba Belén Nieves Velasco? La memoria, ah, mi memoria siempre en una guerra de nombres, pero no de pequeños detalles y de rostros. Esa mujer tiene nombre de poeta.

Recuerdo el sol iluminando en lo más alto mi cabeza. Y a la hierba. La recuerdo a punto de arder, sacudida por un vientecillo ralo, que, sin embargo, tenía la facultad de meterse por debajo de las puertas del alma y avivar la llama. Amor y fuego.

Llegamos a casa de Trinidad Cruz Crespo (Trini) y conocí al Quijote de raíces profundas, las plantas, los lugares, el magnífico olor de los saberes, que describió, antes de mí y en soberbia canción, Martha Valdés.

Un poco de agua fresca que mana de la fonte. De allí directo al misterio, sin preludios ni encantamientos. Sésamo abrió las puertas. Nadie se lo ordenó.

Llegamos a una casa de gente humilde, acostumbrada a las visitas y a los comadreos del mediodía. Conocían bien al pintor y a su acompañante. Sabiendo ya que más que chácharas lo que necesitaba el visitante eran imágenes, una descendiente de Belén Nieves, trajo una carpeta sin mucho brillo y desprovista de toda gracia, la puso en una de esas mesas de centro pueblerinas y dejó que el pintor fuera sacando, como un mago de chistera antañona, todas las maravillas que ella poseía.

Eran unos papeles negros, como si hubiesen sido recortados con las finas tijeras de las parcas. No me hubiera sorprendido si fuera alguno de esos mantelitos y cenefas de papel que tanto adornaron las mesas y las ventanas de los campesinos cubanos de otro tiempo, al que ya, definitivamente, llamamos antiguo. Era otro el talante y el talento de estas transparencias.

Cada papel estaba dividido en cuadrantes más pequeños, y en cada uno de ellos aparecía una escena, y la sumatoria de las escenas era una secuencia de imágenes, y la sucesión de ellas armaba una historia. Recuerdo muy bien los papeles que narraban la historia de los campamentos de la impedimenta de la Caballería Camagüeyana del Mayor General Ignacio de las Mercedes Agramante y Loynaz. El Bayardo Agramonte. Una de esas historias comenzaba en el momento en que unos monteros rodeaban y enlazaban una vaca cimarrona, y luego, de a poco, en escenas y secuencias sucesivas, uno iba uno asistiendo al proceso en el que se sacrificaba el animal, se descueraba, se salaban las carnes y demás partes comestibles, se procesaba la piel hasta curtirla, y luego de terminado el proceso, en otras delicadas escenas, se podía reconocer a los maestros talabarteros y a sus familias mambisas fabricando desde botas y polainas de montar hasta todo el arsenal de arreos que llevan los caballos de guerra y sus jinetes.

También Belén calaba centros de mesa, encajes para manteles, cenefas para las ventanas y las puertas, adornos para el techo cuando había bodas, bautizos o que se yo…cualquier acto social. Finas estampas, mas ninguna de un valor artístico y testimonial tan alto como aquellas narraciones en papel recortado, que bien pudieran reconocerse como un antecedente de la historieta cubana, pero, como suele suceder con más frecuencia de lo deseado, aún debemos esperar por los verdaderos especialistas que serán los que pueden certificar si esta intuición merece ser documentada y tenida en cuenta.

Por mucho que los teóricos de la cultura popular proclaman su valía y pertinencia, en el fondo, y a veces hasta en la evidente y escandalosa superficie, ella, la cultura nacida de las gentes de a pie, sigue siendo la Cenicienta de los “sabios”. ¿Cómo es posible que nadie, que yo sepa, haya dicho hasta hoy que los papeles calados de Belén Nieves son el antecedente de la historieta cubana y además unos de los más antiguos exponentes del género testimonial en Cuba y de la llamada literatura de campaña? ¿O acaso porque no está escrito, porque no usó el alfabeto, por que no pasó por la imprenta, lo de esta mujer no es un testimonio, no es una historia? Es tan particular su aporte que no se puede estudiar ni siquiera usando los instrumentos de la tan llevada y estudiada historia oral. A Belén Nieves la silenciamos por omisión, por ignorancia o por desidia, porque ella no pertenece, nunca perteneció, al ejercito de los “sin voz”, ella se procuró una y no dejó que nadie viniera a contar la historia en su nombre o que se la usurpara y manipulara o se construyera un prestigio letrado encima de su palabra. Recortada, con delicadas tijeras de bordar, ella nos regaló su existencia, toda ella, pues la artesana que recortó esos papeles no reprodujo escenas que le contaron sino escenas de vida, de su vida. Ella era analfabeta y urgida de contar echó mano a lo que sabía hacer y convirtió la costumbre campesina cubana de recortar papeles con fines decorativos en una forma de escritura, en un lenguaje, en un sistema simbólico. Ellos son los jeroglíficos de Belén Nieves, un sistema de escritura de auténtica factura principeña e insular. La elocuente sabana.

Hace más de veinte años que estuve allí. No sé qué se hicieron los papeles de esa señora. No sé si quiera si aún existen, si encontraron destino en otro museo que no sea el de Sibanicú, que según su sitio web hoy solamente atesora dos muestras, o, si alguien, delicado de espíritu, supo procurarle condiciones de conservación y respeto al total de la obra, más allá de la vieja carpeta familiar que guardaba abundante material. Ojalá que sólo sean mis recuerdos y que alguien me desmienta y me diga que los papeles recortados están a buen recaudo y que pueden ser vistos, consultados, y amados por los cubanos buenos que quieren cada pedazo de Patria y no una Patria hecha jirones.

Para colmo de sorpresas ese día me enseñaron además un retrato de Alphonse de Lamartine, el poeta francés, dibujado a tinta y con unas manchas en el papel, que le daban la apariencia de iluminaciones medievales. Nadie me supo explicar cómo una mujer analfabeta, en medio de los montes cubanísimos, amaba a un poeta francés con tal intensidad que al menos conservara con ella sólo su retrato o que quizás sólo dibujara un retrato en su vida, el del poeta. Esa mujer de sensibilidad prístina debió amar a su familia, debió conocer en la guerra o al menos ver en la distancia a los hombres que hicieron al Camagüey y a Cuba, los que cimentaron el civilismo y la democracia hasta en medio de una guerra. ¿Por qué no un retrato de ellos sino el de un francés?

Todavía hay quien sostiene que la oralidad no ata, no proporciona bases sólidas al pensar. Belén no conoció la escritura pero si la cultura. Seguramente llegó a ella a través de los ojos y de los oídos, la escuchó en los labios de su madre, que como todas las mujeres son el sostén y la vasija de un país, la oyó en la palabra de los que leían en voz alta, en el arte vivo de los cuenteros y en la poesía de los poetas repentistas, tan versados en cosas de la memoria, capaces de repetir cientos de versos con sólo haberlos escuchado una vez, hábiles en el arte de almacenar fórmulas y estructuras que después van intercalando en sus “fugaces y efímeras construcciones” que sin embargo aún se recuerdan y se citan con asombrosa exactitud. Antes que las copiaran o que Maximiliano Trapero las publicara yo conocía décimas enteras de las que Angelito Valiente y Jesús Orta Ruíz cantaron en la famosa “Controversia del siglo”, yo se las escuché a miembros de mi familia y a poetas de la familia Urquía. Los versos a la muerte deberían estar entre lo mejor de la poesía cubana, aunque en las antologías “serias” se las hayan saltado a la tolera.

El caso de Belén Nieves merece estudio y dedicación. Reto a los investigadores camagüeyanos – sabios hay entre ellos- para que la busquen en medio de las sabanas marítimas, en medio del olvido. Cuba lo agradecerá. No exagero, sin personas como esa guajira, la Patria no es en plenitud, está mutilada. Y mira que aquí se necesitan las cosas que esa mujer ofrece aún. Vencedora del tiempo y de la muerte. Viva en la memoria, en mi memoria, que ella cortó a su antojo, con finas tijeritas de bordar.

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