viernes, 27 de mayo de 2011

Los negros cuentan



Historias de la tradición oral afrocubana vueltas a contar

I

Obbara, el oro y la verdad

En tiempos en que los ciegos cosían, los paralíticos saltaban por encima de las murallas y Obbara todavía era un campesino, un hombre al que le gustaba conversar y contar historias, la gente comenzó a darle fama de mentiroso. No lo entendían. Más él continuó sin importarle la sonrisa burlona o el duro látigo de la lengua de los vecinos. Continuó haciendo lo suyo. Sembrar y contar, celebrar y podar, cantar y recoger.
Un día quiso invitar a los orishas, que son los santos y dioses del pueblo yorubá, y preparó un banquete que pudiera complacerlos según su gusto o costumbre. Preparó los platos que corresponden a la dieta de cada uno, pues hay que decirlo, esos seres son tan melindrosos y exigentes como cualquiera de los habitamos este mundo, y tan glotones como un ejercito de comejenes. Tienen una sed insaciable y gustan del aguardiente y del vino de palma como el más experimentado de los beodos.
En la fiesta estaban muy felices, y se sintieron complacidos porque el campesino y su mujer no dejaron de atender a cada uno según su rango y poder. Todo estaba en orden hasta que Obbara, con la boca y las ropas manchadas de abundante salsa, se acercó a ellos y les comentó sonriente:
- Ahora que la comida llega a su fin y ustedes parecen estar saciados, mi mujer y yo los acompañaremos. No hemos comido nada, nadita de nada. ¡Y vaya hambre que tenemos!
Los orishas se sintieron muy ofendidos y hasta burlados. Uno a uno se fueron levantando de su sitio en la mesa del banquete y, no sin antes lanzar maldiciones sobre sus anfitriones, se fueron retirando. Una vez a fuera, se pusieron de acuerdo para quejarse ante Olofi, poderoso Señor, creador de todas las cosas y los seres, pues ya el campesino había cruzado la delgada frontera que separaba la mentira del cuentero y la arrogante palabra de la impiedad. ¡Mira que no respetar ni a los santos del cielo, amigos y compañeros de Olofi, Oloddumare y Obatalá!
Estaban tan ofendidos que cada uno de los orishas no pudo conciliar el sueño y al amanecer, como convocados por un mismo rencor, se presentaron hasta su Padre Olofi, que desde muy temprano estaba trabajando en su campo calabazas. Los iracundos entraron a su caza de paja y lo esperaron. Al llegar se pusieron de pie, y cuando Shangó, dueño del rayo y tocador de tambores, iba a quejarse en nombre de todos, él lo detuvo con un gesto delicado, los hizo sentar y habló:
- Ya sé, sé muy bien ha que han venido. Desde aquí todo se sabe, ¿qué no sabré yo, que soy viejo, y creé las cabezas? Ahora regresen a sus casas y vengan en tres días. Los esperaré a todos. Obbara también será convocado. Veremos que dice ese campesino. ¡Márchense, que tengo cosas que hacer, y el mundo no espera!
El viejo se retiró solemnemente y volvió con su blancura al campo de calabazas. A los orishas no les gustó mucho tener que volver y mucho menos estar obligados a ver la cara grasienta del mentiroso. Pero no les quedó más remedio, pues, donde manda el primero, el segundo obedece.
Mientras tanto, Obbara, siguió trabando y esperando, esperando y trabajando, hasta que el horizonte pudo distinguir a un mensajero que se le acercaba. Cuando ya estuvo junto a él, en el medio de un campito de quimbombó, le dijo:
- Oiga, el Padre Olofi, le dice que en tres días vaya a su casa, que ha invitado a todos los orishas, que no falte.
Y a los tres días todos estaban reunidos en la casa del Creador, todos menos el campesino, el cuentero, el fabulador, el mentiroso. Elegguá, que abre y cierra los caminos, juguetón y pendenciero, desde la puerta no deja de bailar y reírse, anunciando que faltaba Obbara, que todos estaban menos él, que seguramente estaría muy atareado en urdir una nueva mentira y que se le había olvidado la invitación hecha. Todos reían y contaban las muchísimas mentiras que le habían tenido que escuchar al ausente.
A poco de estar allí, entró el Señor. Los orishas se pusieron de pie, y uno de ellos, no sabemos si fue Oggún, el dueño de la forja, o Ikú, la muerte, o vaya usted a saber quien, lo ayudó a cargar un pesado jolongo que cargaba sobre sus hombros.
- ¿Están todos?
- ¡Falta el mentiroso! – contestaron a coro y con fingida indignación el resto de los invitados.
- Pues no importa, empecemos, pues él llegará, seguro que lo veremos entrar por esa puerta.
En silencio Olofi comenzó a repartir unas hermosas calabazas, elégguede, recién cortadas. Se las dio a todos, pero respetando la dignidad, la fuerza y el prestigio de cada quien. Las calabazas eran hermosas pero no iguales. Entre los invitados empezaron a escucharse rumores y susurros que mal ocultaban la molestia de los santos. Uno de ellos por lo bajo dijo:
- Yo no vine a que me hicieran regalos, vine a resolver un pleito contra un mentiroso redomado. ¡Por eso las cosas están tan mal repartidas! ¡Dentro de poco ni en el cielo se podrá vivir decentemente!
Así estaban cuando, de pronto, un olor a flores blancas lo fue llenando todo. Primero era sólo un leve olor, pero a poco era tan intenso que los invitados, y hasta el dueño de la casa, empezaron a buscar, con la nariz en alto, para poder saber de dónde venía aquel olor. Fue un sirviente el que dio la voz:
- Un jinete vestido de blanco, que monta una bestia blanca, se acerca por el horizonte resplandeciente de blancura.
Olofi sonrió y dijo que era Obbara el jinete, los orishas no disimularon las frases de burla. Un campesino sólo puede oler a sudor, a tierra, a bosta de animal, y vestir los ropajes de su oficio, es decir, los de la suciedad. Imposible encontrar un campesino refulgente y blanquísimo. Pensaban todos. Pero era Obbara, que había hecho ebbó, que es ofrenda y es limpieza, sólo él se había lavado, perfumado, vestido de blanco y cabalgado en animal blanco, de modo que su blancura se confundiera con la del anfitrión y no la manchara.
No más entró aquel campesino, revestido de pureza, su Señor le entregó una calabaza pequeña, deforme y sin gracia. Entregando este presente los despidió a todos, no sin antes advertirle que tendrían noticias de él, pero que no podía decirles cuándo pues eran muchas sus ocupaciones y ya los años le pesaban demasiado como para tener prisa.
Ninguno de los santos se atrevió a protestar, más sin embargo cuando ya estaban lejos de la casa del Señor de la Blancura, Ochosi, el cazador, lanzo su calabaza al borde del camino y dijo:
- Para burlas estoy yo, además yo no necesito calabazas, en mi casa se come carne, carne de lo que yo cazo, de lo que yo me procuro. No necesito que un viejo, por muy santo que sea, me haga regalos. Yo lo que quería era justicia, y eso es sencillamente, castigo para el mentiroso.
Los demás orishas imitaron al cazador y botaron sus calabazas.
Detrás venía Obbara, solo, feliz con su humilde regalo, pero muy honrado, pues no todos los días un campesino recibe un regalo del creador del mundo. Al llegar a ese tramo del camino, y mirar a las cunetas, vio las calabazas y en ellas enseguida reconoció el regalo hecho a cada uno de los orishas. Las recogió con cuidado, las metió en unas alforjas blancas, que tenía debajo de la montura de su caballo blanco y se las llevó a su casa.
La mujer, al sentir el olor a flores blancas, volvió a respirar. Su marido había vuelto sano y salvo, cuando ella esperaba un castigo, pues pocos son los que se logran librar de la ira de tan principales señores. Él se desmontó, se quitó toda aquella blancura y retomó su indumentaria de campesino, no sin antes advertir:
- Esas son calabazas, regalo de Olofi. No las toques, no las cortes ni las cocines. Nunca las maltrates.
Y regresó a sus oficios.
Pasó el tiempo, y un día y otro, y las estaciones y las lunas pasaron. Eran malos tiempos, se había olvidado la lluvia de caer y los sembrados morían, y la gente no tenía ya que llevarse a la boca. Así que un día, que Obbara se había ido a trabajar su campo, y no teniendo nada que cocinar, la mujer le quiso meter mano a las calabazas, olvidando la prohibición de su marido, tomó un cuchillo afilado, seleccionó la mejor de ellas, e intentó cortarla, pero, el instrumento no pudo pasar más allá de la cáscara, dejando ver el contenido de la vianda, que estaba repleta de oro. La mujer recordó entonces las palabras de su esposo y comenzó a temblar de miedo hasta que llegó Obbara y le contó todo lo que había hecho; más él no se inmutó, sencillamente le ordenó dejar las cosas como estaban y esperar.
Más no pasó mucho tiempo antes que el mensajero de Olofi le trajera al campesino otra invitación.
Tres días después estaban todos, absolutamente todos, sin que faltara nadie, reunidos en la sala de la casa del Padre. Había un fuerte olor a flores blancas y era tanta la blancura que se llegó a confundir con la del Señor, que llegó se sentó y dijo:
- Mis calabazas, ¿dónde están las calabazas que les regale? Muéstrenmelas, devuélvanmelas ahora mismo.
Los orishas se miraron entre ellos, aterrorizados, sin poder decir palabra. Nadie se atrevía a confesarle al gran Señor el verdadero destino de su regalo: la cuneta de un camino. El silencio se podía cortar como se corta el queso, o la cuajada de la leche. Justo en ese momento, Obbara, pidiéndole permiso al anfitrión salió y regresó con unos jolongos blancos llenos de calabazas, que enseguida reconocieron todos.
Los santos temblaban de ira y de miedo, Obbara de emoción. El viejo Señor no se inmutó. Con voz suave, como si fuera el viento que pasa por debajo de las puertas o el que acaricia las ventanas, se le escuchó decir:
- Obbara, Obbara, amado por mi corazón, desde hoy tuyo es el oro que se oculta y todo cuanto diga tu lengua será tenido como verdad. Así es y así será hasta el fin de los tiempos, tanto en el pueblo de los orishas como en la tierra de los hombres. Sea.

II

Obbatalá y Orula

El padre Obbatalá estaba viejo y cansado, muchos años ya pesaba sobre sus hombros el gobierno del Universo. Quiso entregar el mando a un joven y fuerte guerrero, pero este debía tener la sabiduría de un anciano; así que `peguntó a todos ¿Quién era ese?, y la respuesta siempre fue la misma: Orula.
Pero el viejo levaba demasiado tiempo en esas cosas de la política como confiar, aun cuando la multitud proclamara a Orula, joven, fuerte y sobre todo sabio. Él quiso probarlo, así que lo hizo venir, y le dijo:
- Orula, cocinarás para mí el alimento más exquisito. El mejor de todos.
El muchacho no entendió. Era un guerrero, ¡como iba a hacer cosas propias de mujer!
Pero aquella no era una orden cualquiera sino que venía directamente de la jícara superior, de la bóveda celeste, del dueño del cielo y de la tierra. Venía desde la pureza, la paz y la libertad, y no quedaba más remedio que obedecer.
Orula se fue a la plaza del mercado, que a esa hora era un gran toldo de color y luz, de olores profundos, de cantos y de cuentos… pero por más que buscaba no lograba ver. Cuando ya el toldo empezó a tornarse gris, allá en un recodo, se topó con una sucia tenducha en la que estaba un vendedor que parecía esperarlo desde antes de la creación del mundo y que vendía enormes lenguas de toro.
Compró una, la puso en una cazuela de barro, a fuego lento, lentísimo, la sazonó con las especias más finas, con los aromas más delicados, y cuando estuvo listo el manjar, lo puso delante de su padre, que gustó y degustó aquel plato hasta arrancarle una leve sonrisa de satisfacción. Pero ya se sabe, la política.
Preguntó el anciano:
- Orula, ¿por qué este y no otro es el alimento más exquisito?
L muchacho se inclinó, miró a su padre a los ojos y respetuosamente descendió la mirada hasta posarla en la cazuela.
- Padre, usted bien lo sabe, de su boca conocí el aceite de la Palabra. Con la lengua se llama a los ancestros, con la lengua se canta, se dicen los poemas, se derrama el aché, la bendición del cielo. Lleva demasiados años gobernando, y lo sabe, sabe de cierto que con la lengua se puede levantar un pueblo.
Obbatalá sonrió en lo profundo de su corazón, pero el muchacho dijo bien… ¡muchos años!
- Ahora, Orula, cocina el alimento más detestable. – dijo el viejo, hizo un gesto y se fue.
Él no lo pensó dos veces, regreso a la plaza, a la tenducha gris y compró otra lengua de toro, idéntica a la anterior. La cocinó en la misma cazuela, con el mismo fuego, con los mismos aromas y con idénticas especias. Todo igual.
Puso el manjar delante de su padre, que tras el primer bocado hizo un gesto de extrañeza, apartó la cazuela y dijo:
- ¿Cómo si antes era el más exquisito, ahora este es el alimento más detestable?
Orula fue quien sonrió esta vez. Trató de sostener la mirada, pero había tanta fuerza y verdad en aquellos ojos que prefirió bajar los suyos. Respetuosamente dijo:
- Padre, padre mío, a usted debo el saber reconocer, por su olor, la buena y mala palabra. Sus muchos años me han enseñado que la lengua también sirve para mentir, para poner zancadillas, para lanzar la maldición y el miedo, para invocar a la muerte y la desgracia. Usted lo sabe, con la lengua se puede hundir a un pueblo.
Obbatalá se puso de pie, creyó que su sangre volvía a correr como cuando era un joven y la sabiduría regresaba a él multiplicada, y dijo:
- ¡Orula, Orula, hijo mío. En tus manos dejo el gobierno del Universo!

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