viernes, 22 de abril de 2011

Catalejo de Cuentos o la aventura de narrar la Ciudad



En el principio fue el rectángulo de San Juan de Dios. La plaza, el hospital, la Iglesia y una cesta de pan tras la puerta. De la plaza, irregular y recoleta, brotaron las aguas, que al principio dividían y emporcaban, pero que luego tomaron su cause, se hicieron agua en el agua primordial y tomaron los sonoros nombres de Hatibonico, Tínima, y otros caños mínimos de los que no se guarda memoria. También nacieron los manantiales de San José. Todo esto ocurrió cuando, desde el hospital, sopló el viento, ruah, que puso orden y la tierra comenzó a separarse de las aguas. Cada quien tuvo su sitio, su reino. La Trinidad de la Iglesia endureció el barro y con él a sus pies, trono y asiento, trazó las calles y puso los ganados, las bestias y todo lo que nace de la tierra o se arrastra o camina o vuela. Con la cesta de pan ellos, los del Triangulo, hicieron a los hombres y a las mujeres. Primero a las mujeres, porque de su costado, de su costilla, nacieron los hombres y las casas, y dentro ellas se hizo el milagro del nacimiento de los fogones, los patios, los largos zaguanes, los corredores, las comadritas, las agujas de tejer y los tinajones.

Y como ya estaban las cosas hechas se les dejó a todos tomar posesión de la ciudad el Día de las Candelas o de la Purificación de Nuestra Señora, que así fue nombrado esa jornada de abundancia y orden. Al principio, desde la Plaza se veía el mar, pero como recordaba al caos, a las cosas sin forma, a la violencia de lo no conocido, la gente, reunida en capítulo, decidió pedirle a la Trinidad que los levantará de allí y que creará para ellos una tierra de promisión, donde brotara leche y miel, pero que no se viera el mar.

Así fue. Pasó un día, dos, y hasta siete. La ciudad levantada en el aire. Cuando todo estuvo listo abajo, ella, con todo y todos, se aposentó en el centro de la tierra; y para que nadie se olvidara jamás de la posibilidad de regresar al desorden y la Nada, Dios, el Uno y el Tres, dijo una última palabra: Creado está el mundo, este es su centro, y se llamará Santa María del Puerto del Príncipe.

¿El Príncipe de los Demonios, el Príncipe de las Tinieblas? Si ciertamente ese es, si es el que sospecho, ¿por qué en un mismo nombre Él juntó al innombrable y a la Toda Belleza? No hay respuesta, esa es una historia que deberá ser narrada, que espera aún por hacerse palabra.

Los primeros habitantes se reunían en Las Cinco Esquinas del Ángel e intentaban contestar a esas preguntas, pero no habiendo respuestas, con mucho sigilo fueron tejiendo sonetos y octavos reales con otro tema, y que es lo que hoy está recogido y se conoce como Espejo de Paciencia, que no es más que una historia de travesuras, que de tanto ser contada y conversada adquirió ese aire de misterio y densidad que hoy le acompaña. Allí mismo, e insistiendo en resolver el enigma primordial, y otra vez agotados por el inútil zafarrancho, los habitantes se dedicaron a inventar otros sucesos más claros, más pedestres, pero no por eso menos deslumbrantes y hablaron de una carreta hundida de que salta una virgen con traje de bordados catalanes, de indios bravos, del sonar y el soñar de un Santo Sepulcro, de un aura blanca, de un medico chino, de una Veracruz, y, por su puesto, hasta de otra visita del Enemigo malo.

Se contaban historias en las casa, se hacían fiestas y teatro, se recibían a comedieros y comediantes, y se fueron fundando otros lugares sagrados como el Teatro Principal, el Bar Correo, o la Cafetería La Babita, o el Parque Agramonte, hasta desembocar en La Peña del Brocal. Salto de Siglos, del que nace el Té de Manolo, que no puede ser otro que Martínez, y que devolvió a la ciudad a su estado primordial, la colocó otra vez alto en el cielo, para eso, él, ciudadano de marras, no encontrando ni estando dotado de artes más potentes, se limitó a trepar a tirios y troyanos, porque en el centro del mundo siempre hay dos y hasta tres o cuatros bandos o bandas, en fila india, hasta depositarlos en la azotea de la antigua Sociedad Popular San Cecilia. Ese fue el sitio más alto al que se podía aspirar por aquellos años. Pero un día, a él, al Manolito, se le clavó una espina en el costado y se fue a contar sus cuentos a otra parte.

Pareció que el centro del mundo ya no era más. Un omphalos, lo que se dice uno que se respete, tiene que tener voz y palabras, pero no cualquiera, sino una que lo cree, que lo invente, que lo rehaga. Santa María del Puerto del Príncipe se estaba muriendo de silencios.

Hasta aquí la historia, la fábula que cuenta el nacimiento de mi mundo, el origen de Camagüey y los dueños de su Palabra.

Ya la memoria no me da para más. Pues yo hace muchos años me fui a vivir junto al mar, junto a ese océano que tanto me recuerda al caos y a la Nada, pero del que no puedo desprenderme.

Tenía la percepción de que la ciudad estaba viviendo más de su prosapia que de fueros vivos. Se hacía un Festival Nacional de Narración Oral pero no tenía sustento, o los estos se limitaban a Zaida Montells, a quien escuché contar desde que ella estaba recluida en el pequeño espacio de la Biblioteca Provincial Julio A. Mella, otrora Sociedad Lyceum, y mucho antes casa señorial del Marqués de Santa Lucia. Pero una sola voz no hace ciudad.

Es cierto, muy cierto que una no basta, pero si esa voz persiste, insiste, se esfuerza y grita, de ese aullido, de ese resonar, pueden brotar ecos.

Y así sucedió. El Proyecto Cultural eJo, el de Omar González Catá y Julito Hernández, acogió la palabra que clamaba en el desierto, que estaba por manifestarse, y se hizo el milagro de la aparición de un grupo y de un espacio de creación, que recibieran el legado y la memoria, el gusto por contar y la necesidad de reinventar la ciudad.

Hay que reconocer que entre eJo y Zaida Montells está el origen, la llama primera, la chispa que encendió el bosque. Otra vez Santa María tiene quien la narre, la invente desde la palabra viva. Ya no más es sólo la ciudad de los poetas, grandes, notables, potentes, ya no será más la Casa del Silencio, ahora será además una ciudad de Narradores Orales, de Cuenteros.

Grabiel Castillo, Kenny García, Mónica Domínguez, Javier del Toro, Silvia Avilés, Diosmani Fernández, Geovanis García y Alberto Tamayo, arman Catalejo de Cuentos, que es el primer grupo estable de Narración Oral creado en Camagüey, porque La Peña del Brocal y el Té de Manolo no fueron nunca un colectivo de ese arte, sino un núcleo de artistas que se movían alrededor de un cuentero y de los cuentos.

Los Catalejo aún están en sus comienzos, se les nota el temblor e imprecisión de los inicios, pero también los fulgores de lo que podrían ser y hasta de lo son. Durante casi una semana conviví con ellos en el pasado febrero y me sorprendió que nunca los escuché repetir una historia, se notaba que estaban trabajando para hacerse de un repertorio lo suficientemente grande y bien temperado, como para poderse enfrentar a todos los públicos y a todos los espacios; tenían la pasión, la fuerza de gozo al contar, el ansia de aprender, y aún conservaban el oído atento, pues lo he dicho muchas veces, apropiándome de los versos de Octavio Paz, “para hablar/aprende a callar”.

El silencio, la escucha del Silencio y de la Palabra, es algo poco frecuente en el movimiento profesional de los nuevos narradores. Hemos llegado a conformarnos con poco, no tenemos, como colectivo, la sed de conocimiento, el ansia de explorar y de experimentar. Algunos han conservado desde la primera historia exitosa un “estilo”, una batería de recursos expresivos que probaron su efectividad pero que no procuraron desarrollar, y hoy, apenas, son una caricatura de lo que podían ser si esos mismos recursos los hubieran explotado y refinado, probado y sazonado con otros, que los hubieran enriquecido. Nos faltó humildad y paciencia. Si, no estoy hablando de virtudes teologales, sino de recursos y estilos, de procedimientos, de virtudes pragmáticas. No puede ser que denostemos de la crítica, del desmonte de nuestro trabajo, de la opinión contraria, que nos conformemos con un pequeño arsenal de conocimientos teóricos básicos y de una batería elemental de recursos en la representación, que en mucho han sido superados, no debería ser que nos siga pareciendo la teoría y la investigación como un mal necesario, como el patico feo que hay que tolerar más no hacerle mucho caso “pues solivianta a la tropa con sus ideas”. Catalejo me proporcionó varias lecciones, yo aprendí de ellos.

Soy feliz, y mucho. Los gestores, las instituciones de la Cultura, los que deciden, los que tienen en sus manos los hilos, las cuerdas, las maromas, deberían atender, acompañar y estimular a Catalejo de Cuentos. Por ahora no veo otra posibilidad para que la Ciudad, ese centro del mundo que es Santa María del Puerto de Príncipe, sea otra vez narrada. Ya sé, lo sé de cierto, que una ciudad es contada por todos sus habitantes, pero nadie, nadie, nadie debería olvidar que la memoria de esos cuentos habita, se pronuncia, se conserva, se almacena, se reproduce, en la lengua del cuentero. No tiene otro lugar de residencia.

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