sábado, 30 de enero de 2010

Mensaje a los poetas/un texto de Thomas Merton


MENSAJE A LOS POETAS

Hermanos, os hablo desde la distancia como uno que debía estar allá con ustedes. Mi ausencia no es sólo el resultado de mis certezas, sino también de mis incertidumbres.
Nosotros los poetas sabemos que la razón de un poema no es descubierta hasta que el poema en cuestión existe. La razón de un acto vital no se realiza sino en el acto mismo.
No llegamos juntos a la solidaridad por razones que hayamos previsto de antemano. La razón de nuestra solidaridad aparecerá cuando hayamos avanzado en medio de las contradicciones y las posibilidades.
Nosotros los poetas no nos forjamos a nosotros mismos límites o certidumbres con nuestras propias mentes. El Espíritu de Vida que nos ha convocado, en el espacio o en el acuerdo al menos, hará de nuestro encuentro una epifanía de certidumbres que no pudiéramos conocer en el aislamiento.
La solidaridad de los poetas no está planeada ni soldada con convicciones políticas, en cuanto éstas son materia del prejuicio, la malicia y la proyección. A pesar de sus debilidades, el poeta no es un hombre malicioso. Su arte depende de una inveterada inocencia que perdería en los negocios, en la política o en las formas igualmente organizadas de la vida académica. Nos congregamos para defender nuestra inocencia.
Toda inocencia es materia de fe. No hablo ahora de un asentimiento organizado, sino de las convicciones interiores personales "en el espíritu". Estas convicciones son tan fuertes e incontestables como la vida misma. La solidaridad de los poetas es un acto tan elemental como la luz del sol, como las estaciones, como la lluvia. No es cosa que pueda ser organizada, puede sólo ocurrir. Sólo puede ser "recibida". Es un don al que tenemos que permanecer abiertos. Ningún hombre puede planear la salida del sol o el aguacero. El mar sigue estando húmedo a pesar de todas las abstracciones. La solidaridad no es colectividad. Los organizadores de la vida colectiva dudarán de la seriedad o la realidad de nuestra esperanza. Si nos infectan con sus dudas perderemos nuestra inocencia y con ella nuestra solidaridad. La vida colectiva está frecuentemente organizada sobre la base de la malicia, la duda y la culpa. La verdadera solidaridad es destruida por el arte político de incitar a pelear a un hombre contra otro, y por el arte comercial de estimar a todo hombre por un precio. Con estos ilusorios cálculos el hombre construye un mundo de valores arbitrarios sin vida ni sentido, lleno de estéril agitación. Lanzar a un hombre contra otro, una vida contra otra, una obra contra otra obra, y expresar el cálculo en términos de costo o de privilegio económico y honor moral, equivale a infectar a todo el mundo con la más profunda duda metafísica. Divididos unos contra otros por los propósitos del cálculo, los hombres adquieren inmediatamente la mentalidad de objetos a vender en un mercado de esclavos.
En una situación tal no hay alegría, sólo rabia. Cada hombre siente que la raíz más profunda de su ser ha sido envenenada por la sospecha y el descreimiento. Cada hombre experimenta su misma existencia como culpa y traición, y como una posibilidad de muerte: nada más.
Nosotros nos ponemos de pie juntos para denunciar la vergüenza y la falsedad de todas las mentiras colectivas.
Si vamos a permanecer unidos contra estas perfidias, contra todo poder que envenene al hombre y lo someta a las mixtificaciones de la burocracia, el comercio y la política, tenemos que rehusar ser reducidos a una medida. Tenemos que rehuir una identificación precisa. Tenemos que rechazar las seducciones de la publicidad. No debemos permitirnos ser lanzados unos contra otros. Tenemos que no aceptar devorarnos y desmembrarnos unos a otros para la diversión de la muchedumbre. No debemos permitirnos ser tragados por ella para aliviar su propia insaciable duda. No tenemos que estar meramente con algo y contra algo, incluso si estamos con "nosotros" y contra "ellos". ¿Quiénes son "ellos"? No nos permitamos ayudarlos mediante una "oposición".
Permitámonos permanecer fuera de "sus" categorías. Es en este sentido que todos nosotros somos monjes: porque permanecemos inocentes e invisibles para los publicistas y los burócratas. Ellos no pueden imaginar lo que estamos haciendo. Nunca serán capaces a menos que nos traicionemos a nosotros mismos ante ellos, y ni siquiera entonces serían capaces.
Ellos no entienden nada excepto lo que ellos mismos han decretado. Son unos tipos listos que tejen palabras sobre la vida y luego hacen la vida conforme con lo que ellos mismos han pronunciado. ¿Quién puede confiar en alguien cuando los que hacen la vida dicen mentiras? Es el negociante, el político, no el poeta, quienes devotamente creen en "la magia de las palabras".
Para el poeta, precisamente, no hay magia. Sólo la vida en toda su impredictibilidad y su libertad. Toda esa magia no es sino una cruel aventura previsible, un círculo vicioso, una profecía que se cumple a sí misma. La poesía es inocente ante la predicción porque ella misma es el cumplimiento de las predicciones ocultas en la vida cotidiana.
No seamos como aquellos que quieren que el árbol muestre primero sus frutos y luego, como mera publicidad, las flores. Estamos contentos con que las flores vengan primero y luego los frutos, a su debido tiempo. Como el espíritu poético.
Obedezcamos a la vida, y al Espíritu de Vida que nos llama a ser poetas, y cosecharemos los frutos de que está hambriento el mundo. Con esos frutos calmaremos los resentimientos y la rabia de los hombres.
Estemos orgullosos de no ser hechiceros, sólo gente común.
Estemos orgullosos de no ser expertos en ninguna cosa.
Estemos orgullosos de las palabras que nos son dadas para nada, no para enseñar a nadie, ni para refutar a nadie, ni para probar ningún absurdo, sino para apuntar más allá de los objetos hacia el silencio donde nada puede ser dicho.
No somos persuasores. Somos los niños del Indecible. Somos los ministros del silencio, necesarios para curar a todas las víctimas que mienten muriendo de falsa alegría. Reconozcámonos como lo que somos: dervishes locos de un secreto amor terapéutico, que no puede ser comprado ni vendido, y que los políticos temen más que a una violenta revolución.
Somos más fuertes que la Bomba.
Digámosle sí a nuestra propia nobleza, abrazando la inseguridad y la abyección que una existencia de derviche nos impone.
En la República de Platón no había ya lugar para los poetas y los músicos, menos aún para los derviches y los monjes. Como Platones incompetentes que creen poseer el mundo en el que viven, creen que pueden seducirnos con banalidades y abstracciones. Pero nosotros podemos eludirlos, simplemente entrando al río heracliteano que nunca es cruzado dos veces.
Cuando el poeta pone su pie en ese río eternamente móvil, la poesía se engendra a sí misma del agua centelleante. En ese instante único, la verdad se manifesta para todo aquel que es capaz de recibirla.
Nadie puede acercarse al río sino por sus propios pies. No puede ser llevado en automóvil.
Nadie puede entrar al río vistiendo los ropajes de las ideas públicas y colectivas. Tiene que sentir el agua en la piel desnuda. Tiene que saber que la inmediatez es sólo para las mentes desnudas, y para el inocente.
Venid, derviches: he aquí el agua de vida. En ella danzad.



Thomas Merton.

Nota: este texto fue escrito para un congreso de poetas celebrado en México en 1964, al que Merton no pudo asistir. Poseo el mecanuscrito de Merton, que él le enviara a Cintio Vitier y que este regalara a Carlos Manresa.

Traducción de Rafael Almanza, en el 60 aniversario de la visita de Merton a Cuba.
Pascua de Resurrección del Jubileo 2000.

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