lunes, 1 de junio de 2009

Viaje a la calle de San Juan, en Orihuela


Para Antonio González, José Manuel Garzón,
Cristina, Maite y la familia González-Beltrán.

1993. El sol era copioso, como el fuego. Las calles de La Habana, polvo y silencio. Guijarro seco. La ciudad a oscuras daba tumbos. Se presentía la rosa de los vientos, la indicación de un norte, de un destino, más nadie se atrevía a pronunciarlo. Andar era un lujo. Encontrar ruta un acto de gracia que cuando llegaba traía largas celebraciones, aunque a la mesa sólo hubiera un pedazo de pan de apenas ocho gramos. Pan verde y amargo sobre el mantel manchado, antes blanco, paño de las grandes ocasiones familiares. Generoso saltaba el alcohol destilado en alambique casero. Tortuoso camino el del azúcar hasta convertirse en aguardiente. Animal duro que te raspaba el alma y la garganta. La cosa es que me invitaron a las Islas Canarias en Febrero, al Festival Internacional de Narración Oral Escénica, y ya eso era un andar. De más está decir que hubo celebración, gozo y muchas horas para llegar al aeropuerto. Boyeros era una cinta larga y descolorida. Llegamos al avión, bestia salvadora, que al decir de Lezama era una “lata que nos separa milímetros de la eternidad”. Fue un viaje tranquilo. Era de noche.

Madrid me recibió, al amanecer, con un cuchillo helado cortándome el aliento. Ocho grados bajo cero, más confieso haber sido feliz. Una gabardina alquilada y las ganas fueron suficientes. Horas más tarde ya sobrevolaba las Islas Canarias, las Afortunados, el Jardín de las Hespérides, la patria de la Locura según Erasmo de Rotterdam, la de mi bisabuelo Antonio Reyes, natural de Güimar, que peleó en la Guerra de Martí y que nunca quiso aceptar la vergüenza de la derrota representada por aquella pensión de setenta y nueve pesos. A mi lado iba un turista japonés, que a pesar de que fingía muy bien no dejó de mirarme con cara de espanto al no entender el por qué un hombretón de seis pies podía llorar si allá abajo solamente estaban siete montones de lava volcánica, algunos kilómetros de arena y unos graciosos platanales. Pocas veces los turistas logran entender algo que sea realmente sustancioso.
Me parecieron fríos los canarios, demasiado peninsulares para mi gusto. Pero esa fue una primera impresión que me duró muchos años hasta que entendí que ellos no eran fríos, sino que un personajillo había lanzado entre nosotros los polvos de la discordia. Me salva la memoria de la patria primera de los míos el rostro de Alicia, la ceramista, la constructora de afectos que ahora trabaja en la eternidad con materias más nobles, más duraderos. Ella me enseñó la isla, los lugares hermosos, los esenciales, los que casi nunca aparecen en los mapas. Ella me enseñó la isla de los caminantes.

Trabajé mucho y bien en las Canarias. Recuerdo la función del Teatro Chico en la Isla de la Palma. Pequeña joya en miniatura. A la puerta de ese teatro unos simpáticos escolares cantaron para mí viejas canciones cubanas que los nuestros no cantan porque no las conocen, o porque no se las hemos cantado nunca, como si no supiéramos que ellas son el Libro de los Libros de la Patria. Fue hermoso en Agüimes recibir el Premio Chamán (Internacional de Narración Oral Escénica otorgado por la CIINOE) que le otorgaron a La Peña del Brocal, que fue como dármelo a mí mismo.

Respirar las Islas me hizo bien. No sería decente, y eso a mi me importa mucho, enumerar las piedras que fueron a parar a mis zapatos. La fortuna de esos lugares merece mi silencio. Algún día, si vuelvo, me prometo a mi mismo cantar canciones viejas a la puerta de todas sus iglesias, teatros, en sus bares, en sus calles, en los colegios, en la casa de la gente buena que por allí se da como la verdolaga en Cuba.

Después me fui a Madrid. Vivía en un colegio de señoritas, el Colegio Mayor Isabel de España. Uno siempre se imagina esos lugares como internados lúgubres y pacatos. Este era un colegio disciplinado y noble, lleno de mujeres hermosas que recibían la cultura como lo que es, fiesta. Desde allí visitamos otros lugares de España, entre ellos una noche a Elx, la tierra de La Carátula, la de los González Beltrán, la de José Manuel, la de Cristina, la de Maite, la de Adrián. En aquellos tiempos su Teatro Principal no estaba restaurado y la zona de camerinos parecía un antro. Esa noche bajó tanto la temperatura que yo creí que podía desarmarme en pequeños témpanos. Suerte que estaban Marcela Romero y Marilú Carrasco. Nos pusieron un pequeño hornito eléctrico y nos juntamos, apretados, en derredor de él, casi en actitud de adoración.

De regreso a la capital me fui a vivir a la calle de Las Huertas, saliendo por la estación del metro de Antón Martín, poco más abajo de la Real Academia de Historia, a punto de llegar a la calle Paseo. Como a unos pasos de allí está la Plaza de Santa Ana, famosa por sus polvos blancos y sus alucinados, en la mañana uno tenía que salir del edificio saltando sobre los cuerpos de una multitud de pobres seres que seguramente habían sido sorprendidos por sus propias guerras y sucumbieron en ellas. Cuerpos tumbados, jeringuillas, ligas, preservativos. El metro era una bestia que escupía cuerpos desechos y que luego volvía a engullirlos. Paraba, junto a dos amigos, en la buhardilla de un edificio del Madrid del Siglo XIX. A nuestras espaldas estaba la tumba de Miguel de Cervantes, desde una ventana se veía una casa en la que habitó Francisco de Quevedo, la casa de Mariano José de Larra y la tumba de Félix Lope de Vega. Madrid era una ciudad de muertos. Entonces me quise ir hasta la vida y me fui al sur. A Elx, a la ciudad del Misterio. ¡Viva la Madre de Dios!

Madrid es también la ciudad de grandes y preciosos museos, la del buen llantar, la de las librerías – ah, y yo siempre sin dinero-, la de los café – Libertad 8 es mi preferido-, la de los sitios hermosos, pero esa es harina para otro costal. Perdón, hablé de harina, y me saltó a la memoria una diminuta pastelería en la Calle del Amor de Dios. El viejo pastelero amaza, hornea; su mujer vende. Noble hojaldre el de sus almas. La ciudad tiene mucho de esa fina masa.

Descendí a los infiernos madrileños hasta que una voz me anunció que estaba en la estación de Chamartín. Cuatro horas en tren hasta Alicante. Tierra seca y roturada, grandes viñedos y algún que otro miura, pueblos blancos, pequeños, tristes, de viejos, algunos abandonados. Aquella planicie ocre me era tan familiar, era cosa de la sangre, de los labriegos castellanos que llegaron por la derecha de mis venas.

En el andén estaban José Manuel Garzón, actor de muchos dones que alguna vez interpretara, entre otros personajes, a Miguel Hernández, estaba Antonio González, fundador del Grupo de Teatro La Carátula, el hijo de Don Nazario, republicano puro y hombre de una sola pieza. Veinte minutos después estábamos en la casa quinta de los González Beltrán, mi casa ilicitana que hoy es sólo memoria en nosotros, la casa en la plantamos un árbol para Isabel, la de la pinada del viejo, la del olivar, la casa en la que conocí a mis amigos españoles buenos, la casa donde me enamoré de toda la vasca de José Manuel que preside la Virtu. Elx es una ciudad de vivos.

Por las tardes iba puntualmente a la Plaza Mayor, al bar Arlequín, a tomar ginebra con agua tónica, junto a Don Nazario. El me contó de la República, de sus héroes y sus mártires, de sus traidores, de cuando salió por el puerto de Alicante hasta Orán, del exilio argelino, de cuando Antonio nació, de cómo hacían teatro, del regreso. Era una escuela de historia pero sobre todas las cosas de bonhomía. Por las noches regresaba con Antonio al mismo sitio, entonces yo tomaba una cerveza negra, La Cueva del Ermitaño. Hablamos de lo humano y lo divino.

Fuimos a muchos sitios. Bares como el Jamboree en Alicante, el de Pepa y Julio que ya no existe, al menos como era entonces, o el Club Directo de allí, o vistamos el Carmen del Campillo, donde el otro José Manuel, su dueño, me contó la historia del lugar y me mostró su reliquia más preciosa: la carretilla de su abuelo labriego. Subimos hasta la Fuente Roja, visitamos infinidad de restaurantes para comer cuscús y costra, paella valenciana o mariscos, sopa de cebollas y delicadezas como los frutos secos, o comimos múltiples recetas de cordero o aquellas judías con perdices que tanto recuerdo.

Todo eso fue importante, aprendimos a querernos y a ser fieles los unos con los otros a pesar de los vientos, pero nada como visitar juntos a la casa de la calle San Juan, en Orihuela, en la que nació Miguel Hernández, el poeta, en 1910. Fue él quien me hizo amar a mis amigos con uno de esos amores viriles que ni la muerte vence.

No recuerdo si fuimos camino de Murcia o de Alicante, seguramente de Alicante, si que lo primero que hicimos fue llegarnos al Colegio Santo Domingo, el de los jesuitas, donde estudiara el poeta. Creo que hoy es una institución pública. Tiene ese olor tan típico que he encontrado en las escuelas del mundo. Me llevaron hasta un gimnasio, dicen que allí estuvo el aula donde estudió el poeta por muy poco tiempo pues su padre quería para él destino de pastor, y para eso las letras ofuscan y confunden, sólo basta con seguir el paso de las cabras. Mucho le rogaron los hijos de San Ignacio, hasta prometieron garantizarle los estudios universitarios al muchacho; pero ya se sabe, el hambre no es buena consejera y si eso se junta en un ser amargado y severo, se puede llegar hasta donde el amor no llega y él no aceptó y se lo llevó de regreso a la casa.

El tiempo borra y limpia. Hoy el nombre del poeta maldito, muerto entre los piojos y la tuberculosis, preso, el que ni siquiera se podía pronunciar en otra época, está en todas partes. Todo lo recuerda. Posiblemente a los demás, a mi no. Su nombre escrito en las paredes, en los muros, en las tarjas, en las telas que cruzaban a cada lado de las calles, no tienen la consistencia que adquiere cuando escucho su versos dichos a viva voz, sus poemas en el aire, cantados por Juan Manuel Serrat, o dichos por un buen recitador.

Por los lados de unos riscos, al final de la calle de San Juan, si no recuerdo mal, está la casa. Paredes blancas, techo de tejas a dos aguas, puerta y dos ventanales enrejados. Una tarja de cerámica indica que allí nació Miguel Hernández. Casa sencilla. Estaba cerrada a cal y canto. En silencio nos fuimos por un costado y subimos a las piedras, una pequeña montaña escalonada, a la que seguramente subía el poeta. Era su aposento alto. Desde allí vi la higuera y el techo de los corrales, la casa desde atrás y un poco arriba. Quise gritarle a Miguel, pero sabía que era inútil, que aquella ya no era su casa. Su casa es el viento.

Estuve allí no sé cuánto tiempo, hasta que por la calle vimos acercarse a un hombre, llegar a la puerta, abrirla y entrar como Pedro por su casa. Era el celador. Como una cabra bajé hasta la calle. El hombre había ido a comer y después a la siesta, tan castiza. Se disculpó por hacernos esperar. Por sus maneras tuve la impresión de que aquel sitio no era muy visitado, y menos en las tardes. Era un hombre pocas luces, conocía sólo pequeños datos sobre los habitantes de la casa, pero era gentil y sabía hacer su trabajo dejándole a uno tiempo para encontrarse con las huellas de Miguel. De frente, un poco a la derecha, está una habitación donde se guardaban unas alpargatas y un bastón, dicen que del poeta, y una cama. La cocina, más bien estrecha como la economía de sus moradores.

Salí al patio y pude encontrarme de frente con la higuera. Supongo que es el árbol que inspiró muchas veces al poeta, el que sentía con cualidades ígneas. “Cómo escuecen las higueras…” dice en El adolescente, que se encuentra entre sus primeros poemas. Otros textos hacen referencia a la higuera hasta llegar a la Elegía dedicada a Ramón Sijé, “con quien tanto quería”, el que se había muerto “como del rayo”:

Volverás a mi huerto y a mi higuera;
por los altos andamios de las flores
pajareará tu alma colmenera
de angelicales ceras y labores.
Volverás al arrullo de las rejas
de los enamorados labradores.

Hasta ese momento vi objetos sencillos, cosas de un museo o de una casa cuyo dueño se marchó hace mucho tiempo. Al estar frente a la higuera, que está viva, la abracé llorando y se me reveló el sentido mi viaje a España: ¡Miguel, hermano, aquí estoy. Vine a encontrarme contigo! Fueron unos segundos en los que estaba el tiempo, todo él.

El sencillo celador me dejó llorar, después me llevó al corral de las ovejas, que está al fondo del patio. De regreso, íbamos otros, me llevó a mi solo hasta un cuarto, con ventana a la calle, iluminadísimo, y puso en mis manos el libro de visitantes; escribí cosas que no recuerdo, quizás puras tonterías, sólo sé que firmé en nombre de Cintio Vitier, de Fina García Marruz, de José Lezama, de Eliseo, de Roberto Manzano –cuyo estro siempre me recuerda el del oriolano-, de Rafael Almanza y de Jesús Curbelo, en nombre de mis ángeles tutelares, los poetas.

En la sala estábamos todos cuando ya a punto de salir, quizás conmovido por el llanto y la emoción o por quién sabe qué, el señor volvió a separarme del grupo y me llevó a otra habitación que estaba a mano izquierda. Allí había un enorme arcón, uno de esos que en Europa usan para la ropa de cama o los vestidos, que siempre huelen a alcanfor y a naftalina, que dicen sirven para matar la polilla y otros bichos como el olvido. Abrió la caja enorme y extrajo una más pequeña, de vidrio. Fría y transparente, que contenía hojas secas y tierra y otros despojos insignificantes.

Me miró de frente y al verme mudo, con cara de extrañeza me dijo:

- Mire bien… mire al fondo. Mire. Eso que ve allí es la mejilla derecha del poeta y el cuero cabelludo. Tenía piojos y estaba rapado, por eso parece un pedazo de piel cruda.

No miré. No pude mirar. Yo que siempre veo o que siempre quiero ver, como Tomás, o meter los dedos en la llaga, no pude.

Yo quiero ser llorando el hortelano
de la tierra que ocupas y estercolas,
compañero del alma, tan temprano.

Alimentando lluvias, caracolas
y órganos mi dolor sin instrumento,
a las desalentadas amapolas

daré tu corazón por alimento.
Tanto dolor se agrupa en mi costado,
que por doler me duele hasta el aliento…

Nos fuimos por la calle de San Juan, hacía arriba. Mis amigos me llevaron a conocer un teatro circular y no lo vi. Compraron carne de vaca, hicieron bromas, pero yo no estaba de ánimos. Sólo pensaba en él, en Miguel Hernández, el poeta que cuando yo nací ya había adquirido esa suerte de universalidad que sólo otorgan el don, la gracia, el canto y la muerte. Su voz y su escritura habían descendido al reino de la oscuridad y ahora estaban, después del retumbar de flautas y atabales, en el viento, en el olor de la guayaba, en el reino de lo resurrecto, que es el de la tierra y el cielo nuevos, el de la Luz.

Nunca más he regresado por los lados de Orihuela. Ya no somos los mismos, para bien nuestro y de los otros, pero si alguna vez regreso, conozco ya el destino, la ruta de mi viaje. Entraré hasta el patio, abrazaré la higuera, que está viva. Y volveré a decir las mismas palabras: ¡Miguel, hermano, yo soy Jesús, poeta, y vine a visitarte! No veré nada más. Nada. Sólo la higuera.

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