martes, 25 de diciembre de 2007

Thomas Merton y la Isla brillante I


Thomas Merton o la semilla de Fray María Louis o el proyecto del Padre Tom, estuvieron en Cuba, los tres que son uno: el poeta, el monje trapense y el místico. Roble, madera tallada, carbón ardiente. Los ojos que vieron Cuba en 1940 estaban listos para la contemplación, ya contemplaban, “atendían en toda su pureza” ( Diego).

“La vida de fe… orienta a los cristianos a vivir como si estuvieran viendo al Invisible. Pero los lleva también, y por el mismo movimiento a descubrirlo y hacerlo presente entre las cosas visibles” dice José Román Flecha en uno de sus textos sobre nuestro poeta; y es precisamente por allí por donde quiero que comencemos este viaje.

Hablemos de la contemplación. Estamos delante de un acto de supuesta quietud que entraña las más altas migraciones del espíritu; el hombre camina hacia el Uno trascendente, Dios, y El “se abaja”, se mueve al mismo son y hace suyas las miradas humanas, ahora divinas, magníficas intuiciones. Dios y el hombre arman comunidad. A solas con el Solo, dirán los cistercienses. De ahora en adelante quedará claro que cuando decimos contemplación no sólo hablamos de miradas fijas, de arrobamientos, de intensidades y silencios sino que también de un estado que se expresa en la revelación de lo no visto, de un Invisible que se ofrece a una comunidad, le muestra su faz y le cambia el rostro, se lo transforma en luz.

Los poetas, no importa su credo, son solitarios que aprenden a mirar el invisible de las cosas, son los hijos de Prometeo, dispensadores del fuego. Toda poesía es conversación en las orillas del mar primordial e ignoto del Silencio. Todo poeta es un contemplativo.

Comienza el viaje.

Thomas Merton llegó a Cuba en abril de1940, poco después de Pascua; había sido operado, le quitaron la apéndice, y quería reposar, además de encontrar rumbo a su vida, sería sacerdote católico, estaba decidido, pero se debatía entre los hijos de Francisco de Asís o los de San Benito. El dinero le alcanzaba para viajar a México o a Cuba, optó por la ínsula, y decidió bien: aquí encontró, según sus propias palabras “una isla brillante donde la bondad y solicitud que me acompañaban a donde quiera que dirigiese mis débiles pasos alcanzaron su grado máximo”.

En su diario describe una Habana “bañada de éxito, una buena ciudad, una ciudad real”, en la que él ve” abundancia de todo, inmediatamente accesible y, hasta cierto punto, accesible a todos”. El hasta cierto punto salva a Thomas de la visión indolente del turista. Recuérdese que ese es el año de la constitución de 1940 -hecha con la participación de los sectores más diversos, incluidos los comunistas, con brillante ejecutoria en la constituyente-, recuérdese que por la situación de guerra en Europa y la distante mirada de los Estados Unidos que no entraban aún en el conflicto, la industria azucarera cubana estaba en época de vacas gordas, además de la aparente estabilidad política. Eso hacía que se viera una ciudad ruidosa, llena de faroles, de negocios, de bares y cantinas, sin embargo, detrás del “progreso” estaban sus víctimas y no escaparon a los ojos de Merton: “cuando abandonaba la iglesia no faltaban mendigos”. Los mendigos hacían la diferencia.

De todas maneras la gran exaltación espiritual del futuro poeta y monje le juega una mala pasada y en su diario pinta una ciudad reconocible sólo a pedazos.

Como lo más interesante es que usted pueda conocer a los poetas por lo que dicen y no por lo que yo digo, me impondré la costumbre de citarlos in extenso, aunque con la advertencia de que ciertamente los cito a capricho, a voluntad diríamos. Ese es el único privilegio del ciego que escribe, el único que me es dado y como no es recomendable que un ciego guíe a otro, lo mejor sería que cada cual busque la fuente y beba, allí las aguas siempre son cristalinas aunque bravas.

Volvamos a La Habana y veámosla con los ojos de Tom, un joven ingenuo y apasionado, nacido en Prades – Francia- en 1915, tiene ahora 25 años, es un católico converso, que quiere seguir un camino alto. La isla es un misterio, La Habana un acertijo para él:

La animación de los bares y cafés no está secuestrada tras las puertas y los vestíbulos: todos ellos están ampliamente abiertos a la calle, la música y las risas llegan a la calle, y los peatones participan en ella, de la misma manera que los cafés participan también en el ruido, las risas y la animación callejera.

Esa es otra característica de la ciudad de tipo mediterráneo: la completa y vital compenetración de todos los ámbitos de la vida pública y comunitaria. La vida real de estas ciudades se encuentra en la plaza del mercado, en el ágora, el bazar y los soportales.

Vendedores de billetes de lotería, de tarjetas postales o de ediciones extraordinarias de periódicos vespertinos (casi a cada minuto aparece la edición de algún periódico) entran y salen de la multitud y de los bares. Bajo los soportales se instalan músicos que cantan o tocan algún instrumento para desaparecer después.

Si estás comiendo en una mesa de las terrazas de la plaza, participas de la vida de toda la ciudad. A través de los soportales puedes ver, recortada contra el cielo, una musa alada de puntillas en la parte superior de las cúpulas del Teatro Nacional. En la parte baja, los árboles del parque central: y todo el mundo parece estar circulando a tu alrededor, a pesar de que los viandantes literalmente no vienen ni van de las mesas en que se sientan los comensales, que comen sabrosos platos de judías negras o pintas.

El alimento es abundante y barato: pero es que, además, sino tienes dinero, no tienes que pagar por él, porque es de todo el mundo, se desborda e inunda las calles. Tú animación no es algo privado, pertenece a todos los demás, porque cada uno te lo ha dado a ti en primer lugar. Cuando más observas la ciudad y te mueves por ella más amor recibes de ella y más amor le devuelves y, si así lo deseas, pasas a formar parte integrante de ella, de todo el complejo abanico de alegrías y ventajas, y esto, después de todo, es el modelo mismo de la vida eterna, un símbolo de salvación. Esta pecadora ciudad de La Habana está construida de tal manera que, cualquiera que sepa vivir en ella, puede interpretarla como una analogía del reino de los cielos.

El entusiasmo exagerado, la exaltación, la vida anterior balanceándose entre la Europa de la bohemia – su padre era pintor- y el mundo académico de los Estados Unidos, país del que se hará ciudadano en 1950, y, por qué no, el pecado mortal de lo libresco, hacen que Merton vea sin ver, reconozca una Habana mítica en la que conviven el cuerno de la abundancia y el bárbaro noble, generoso, un país donde el sufrimiento y la inequidad no existen, donde todo parece oler a frijoles negros y colorados, donde la gente abreva en la Fuente de la Eterna Juventud. Más que La Habana creo ver una ciudad mezcla de la Utopía de Moro, la Ciudad del Sol de Campanella y la Civitas dei de San Agustín. No aparece nunca el olor del arroz blanco, huevo frito y plátanos de las apuradas muchachas de los Barrios de Colón y San Isidro, no aparecen la ausencia de olor a comida o el mal olor de los hacinados solares centrohabaneros, tampoco el rictus de la Timba, El Fanguito,no escuchamos el grito de Pogolotti, barrio de negros y de obreros.

De todas maneras algo se filtra, la sensibilidad del poeta y el místico están ahí esperando agazapadas. Los vendedores de periódicos entran y salen de todo sitio en busca del centavo salvador, los músicos fantasmagóricos cantan y tocan, aparecen y desaparecen, artistas del rebusque y la lucha, los vendedores de billetes se llevan la suerte tras sus pasos y voceos. Están en las páginas del diario de Merton, en su memoria y en su corazón, de modo que después limpiará sus ojos de las escamas del lujo y la apariencia logrando entender el devenir de la isla, ciertamente en peso.

Los renglones torcidos, ¡perdón Teresa!, después se convertirán en escritura derecha. Tengamos paciencia.

Por ahora vayamos a la ciudad real que pinta nuestro poeta: una urbe en la que lo público y lo privado se mixturan, se confunden con algarabía y desparpajo, una Habana en la que de balcón a balcón se lanzan piropos, improperios, ensalmos y polvos de brujería, una en la que el choteo y la risa conjuran la frustración y el dolor. Ciertamente La Habana, espacio mítico en el que bien se representa el ideario insular, es una ciudad de puertas abiertas, capaz de la acogida y la asimilación, en donde uno puede tener cualquier intercambio con cualquiera, donde se hacen pocas preguntas y se enuncian excedidas respuestas, donde nadie es huésped, extranjero, sino familia, compadre, contertuliano.

La cita larga viene de su diario, sin embargo en la autobiografía de Thomas Merton, La montaña de los siete círculos, best-seller en su época, grandioso y rebosando de sustancia, filtra otras apreciaciones:

No creo que un santo que hubiera sido elevado al estado de unión mística pudiera cruzar las calles peligrosas y lupanares de La Habana con una contaminación notablemente menor de la que parezco haber contraído yo.

El diario, escritura súbita, casi automática, generalmente más centrada en la emoción y la inmediatez que en la reflexión, entra en contradicción con la autobiografía, género en el que se habla de lo pasado, de lo sentido, pero ya en conexión con la cabeza. Es por eso que en La Montaña… se describe una Habana grata, acogedora, escenario de su “vagabundeo” místico pero que tiene calles peligrosas y lupanares que la hacen irreconocible en aquella “analogía del reino de los cielos” que aparece en el diario.

Yo pensaba que una breve estación bastaría para Thomas Merton. Pero no es así, aún no he revelado los misterios del poeta en Cuba, nos quedan sus visitas a Matanzas, Camaguey, Santiago de Cuba y su regreso a La Habana; nos queda lo mejor del viaje.

En la próxima estación encontrarán ustedes nuevos motivos para acercarse a Thomas Merton.

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