sábado, 29 de diciembre de 2007

Thomas Merton y la Isla brillante II


Si usted me está siguiendo los pasos, si el mío ha logrado moverse al ritmo de los suyos, si mi bastón de ciego parlanchín le guía entre la montaña de legajos y papeles, si ha logrado liberarse del polvo y las termitas, si la poesía le está siendo familiar y gustosa, no he perdido mi tiempo. Y lo que es mejor, usted sabrá de lo que estaré tratando, porque el poeta de esta ocasión es el de la semana pasada: Thomas Merton, el mismo que viste y calza, el que pintó en su diario una Habana “analogía del reino de los cielos” y en su autobiografía otra con “ calles peligrosas y lupanares”. Ya lo explicábamos, el diario es un género de improntus, la autobiografía uno de memoria.

Hoy descubriremos además nuevas claves, que sumadas a las ya dadas, nos permitirán seguir el andar de Merton por la “isla brillante”, como él llamó a Cuba en su autobiografía, que no en su diario. Sin dejar de darle peso al improntus. Decíamos que era un católico converso, es decir un hombre que decide en conciencia aceptar la fe católica romana, uno que se bautiza adulto más por convicción que por tradición, decíamos además que este catecúmeno tiene vocación, del verbo vocare que significa llamado, y esta vocación era un llamado a la vida sacerdotal, pero que no sabe si lo están llamando a ser hermano franciscano o monje trapense. A estas alturas ustedes, ciegos pero no mudos, se están haciendo una pregunta, ¿Quién llamaba a Thomas Merton? Simple, lo llamaba Dios. Entonces las respuestas que necesitaba Tom las tenía el Otro, y había que buscarlas, y una manera de hacerlo era echarse a andar.

El llamó a su estancia aquí “vagabundeo por Cuba”, pero hay que dejarlo explicarse porque parecería que estamos delante de una “ de aquellas peregrinaciones medievales que consistían en nueve décimas partes de vacaciones y una décima parte de peregrinación”(Merton). Y no, él poeta vino a Cuba a “ hacer una peregrinación a Nuestra Señora del Cobre”, según sus propias palabras, es decir, Merton no estaba aquí de vacaciones, había venido a encontrarse con la Virgen, con la patrona que nos dimos los cubanos.

Eso explica el nivel de exaltación que se respira en su diario y la deformación que sufre La Habana de 1940 cuando él la describe, tanto es así que años después al hablar de su experiencia cubana reconoce que le acompañó cierta dosis de “inmunidad frente a la pasión o el accidente”. Aquí por accidente se puede traducir realidad y esa inmunidad viene como un don resultante de su renuncia a poseer cualquier cosa del mundo o de la expresión privada y posesiva de ese mundo que es el cuerpo.

El viaje de Thomas Merton por Cuba o se entiende en términos de peregrinación o se fracasa, es ahora que podemos descubrir por qué La Habana en él es más parecida a la visión de la tierra prometida de Moisés sobre el monte Moria que la visión que de ella tienen otros viajeros o la que se desprende de la vociferada y vociferante prensa habanera de la época. Merton no es un viajero, es un peregrino que “ a cada paso que daba se abría un nuevo mundo de gozos, gozos espirituales, placeres de la mente, la imaginación y los sentidos en el orden natural, pero en el plano de la inocencia y bajo la dirección de la gracia”.

Atiendan este final, que es significativo: nuestro poeta no vino a Cuba sino que fue traído. ¿Traído a qué? A que le contestaran ciertas preguntas pero sobre todas las cosas por la certeza de que él necesitaba de un ambiente católico, porque, sostenía, “antes de que haya alguna posibilidad de una experiencia completa y total de todos los goces naturales y sensibles que desbordan de la vida sacramental” era necesario el ambiente del catolicismo francés o italiano o español. Se desprende que esa vivencia era un imposible en la sociedad norteamericana, había que buscarla en Cuba, con un catolicismo todavía muy español, a pesar de los treinta y ocho años de “república”. Aquí describe iglesias “cargadas de impetuoso dramatismo español” en las que encuentra “en todos los rincones a cubanos en oración, pues no es verdad que los cubanos descuiden su religión…o no es tan cierto como complacientemente piensan los norteamericanos, basados sus juicios en las vidas de los jóvenes ricos y lívidos que vienen al norte desde esta isla…”


Sin cometarios. Aunque vale la pena que hagamos algunas precisiones. El cubano ciertamente “no descuida su religión”, pero ¿de cuál religión hablamos? De la suya propia, de su imaginario, de la que nace de la rara combinación del bautismo católico por tradición y el anticlericalismo por cultura. Pero eso seguramente es tema para los científicos sociales. ¡Zapatero a tus zapatos!

Hay otro elemento que le cautiva de Cuba: el idioma. A Merton el español le parece una lengua fuerte, ágil, precisa, con la cualidad del acero, que le da la exactitud que necesita el verdadero misticismo, pero que es a su vez suave, gentil, cortés, devoto, galante y suplicante. Le parece, como a Víctor Hugo, “una lengua apropiada para la oración y para hablar con Dios”. Vino a peregrinar y quiso hablarle a Dios en un idioma que le fuera grato, una lengua que “tiene algo de la intelectualidad del francés” pero que “nunca desborda en las melodías femeninas del italiano”.

Aquí fue un príncipe, un millonario espiritual, rodeado de seres humanos que resistían el ruido persistente y estridente de la ciudad. Extraño cada día esa cualidad que la visión mertoniana nos otorga: paciencia frente al vaho sonoro que nos envuelve; porque la cualidad principesca es aún abundante y empecinada. Valgo una digresión más.

De iglesia en iglesia, del parque Central a la casa, ¿qué casa, dónde estuvo, sería por los costados del parque, por Centro Habana o más cercano al Vedado? ¡ Quién sabe!! Quién supiera! “Cuando estaba saciado de oraciones, podía volver a las calles, paseando entre las luces y las sombras, deteniéndome a beber enormes vasos de jugos de fruta helados en los pequeños bares, hasta que regresaba a casa a leer a Maritain o Santa Teresa hasta la hora de almorzar”. No habla de la casa, ni del libro o los libros de Maritain, más de Santa Teresa si: lee su autobiografía.

De La Habana, va a Matanzas, a Camagüey y a Santiago de Cuba, atraviesa, en un bárbaro ómnibus, la isla, pero la ve gris aceitunada, ¿ sería acaso daltónico? Esta isla es verde, inmensamente verde, al menos así me lo cuentan los que cosas verdes ven. Yo la veo también gris aceitunada y soy daltónico.

Thomas esperaba ver a la Virgen en algún ceibo del camino, pero no la vio, bella, en ninguno de los ceibos.

En Matanzas va un parque, no dice tampoco cuál, la gente gira como manillas de reloj, mujeres a compás y hombres a contracanto. Seguramente miradas furtivas, pequeños roces, un guiño, una tos nerviosa, una sonrisa detrás del abanico. Tom convoca una pequeña multitud y en español les habla de su fe, una escena tierna y conmovedora, ciertamente infantil. Uno dice, no sé por qué lo imagino viejo y mulato, que Merton es “un católico muy bueno”. Duerme feliz en Matanzas, le gusta el elogio.


Sus pasiones, que no alborotaban, regresaron en Camagüey, despertaron, pero no tenía por qué preocuparse, Santa María del Puerto del Príncipe no era un lugar peligroso. Yo que soy de allí me limito a decirle a Tom que no ande en esa gaveta, que no toque esa tecla, que mejor dejamos las cosas como están, que pueblo chiquito es averno grande, aunque aquella, mi ciudad, no es tan pequeña como la pintan ni tan grande como hubiéramos deseado. Es gracioso su dibujo: “ ciudad muy insípida y soñolienta…en donde prácticamente todo el mundo estaba en cama a las nueve de la noche”.

En Camaguey leyó a Santa Teresa de Ávila, “bajo las palmeras grandes y magnificas de un jardín enorme que tenía enteramente” para él. Cintio Vitier, que pasó su luna de miel por esos lugares, cree que Merton se refiere al Casino Campestre, parque lleno de árboles de diversas especies, el más grande de Cuba, en el que está un ceibo, El árbol de la República, como lo llama el poeta Rafael Almanza; pero creo se equivoca. El Casino es parque no jardín, las palmas sólo guardan la avenida que actualmente conduce al stadium y que por la costumbre que han tenido las tiñosas de tomarlas por casa nada de admirable ofrecen, por debajo de ellas hay que andar en marcha apurada, no se puede leer, además bajo las palmas -flacas, pestilentes y manchadas- no hay bancos. Más parece que nuestro amigo describe los jardines del antiguo Hotel Camagüey, antes Cuartel de Caballería del Ejército español y hoy Museo Provincial. Es un jardín de palmeras enormes, con bancos y una fuente recoleta en la que un niño de mármol orina con inocente desfachatez. Rodeado de arcadas de medio punto, es un lugar solitario y silencioso, propicio para la lectura en la que uno tiene la sensación de que el mundo es suyo y sólo suyo. El casino quedaba en las afueras del Camaguey de los años 40, el Hotel quedaba a dos cuadras de la Terminal de Ferrocarriles y a unas cinco o seis cuadras del lugar desde el que llegaban y salían las guaguas de la línea Santiago-Habana en la calle Avellaneda. Además, para leer en el Casino hay que disponerse a viajar, los hoteles de la época estaban distribuidos en las calles República, Avellaneda y Maceo, y el Hotel Camaguey estaba en los inicios de la Avenida de los Mártires.

A favor de la hipótesis de Vitier esta la devoción de Merton por la Virgen de la Caridad, motivo de su peregrinar. Para ir a saludarla en Camagüey hay que atravesar una avenida y llegar a un barrio, los de la Caridad justamente. A su costado está el Casino Campestre. Era una zona bien comunicada, los tranvías, los coches, los ómnibus, todo llegaba hasta allí, en esa zona estaba la Colonia Española, un hospital de prestigio; pero el poeta no menciona esa iglesia, sino otra del centro, la de Nuestra Señora de la Soledad, advocación rarísima, que le acompañó siempre. Si Merton hubiera ido al Casino Campestre hubiera visitado al Santuario, si lo hubiera conocido lo hubiera descrito, tenía un altar mayor de plata pura y gruesa, muy barroco, dicen que hermoso, del que sólo quedan pedazos, obra de unos curas belgas a los que les urgía la entrada del Concilio Vaticano II en Camagüey.

Veamos a Thomas Merton describir mi amada parroquia: “… encontré una iglesia dedicada a la Soledad…una pequeña imagen vestida, en una hornacina sombría: apenas podía uno verla. ¡La Soledad! Una de mis mayores devociones; no se la encuentra, ni se oye nada acerca de ella en este país – se refiere a USA-, excepto una antigua misión de California que fue dedicada a ella”. Realmente la imagen no es tan pequeña, tiene unos 150 o 175 cm de altura y con el manto abierto, de terciopelo negro bordado en oro por monjas catalanas, otros tantos. Es un esqueleto de madera del que solamente vemos la cara y las manos. Por debajo, que es un busto, la Virgen tiene senos que casi nadie ha visto, pudorosamente se le cubrían con un corpiño y cuando se le iba a vestir se mandaba a salir a los intrusos. Estaba en esa época ya en un nicho bien iluminado, aunque las luces sólo se prendieran durante las misas, lo sé de cierto por el padre Miguelito Becerril y por Fausto Cornell, dos de mis amados amigos difuntos. La iglesia tenía el piso de lozas grandes de barro cocido y las paredes blancas, pintadas con cal. Merton no debió haber oído misa allí, hubiera recordado el poderoso órgano Hamont, todavía hoy famoso a pesar del tiempo, y las tres naves totalmente llenas de luz, mientras no había liturgia la penumbra y el silencio se enseñoreaban.

No más comentarios, me excedí. Apenas debe quedar tiempo y no llegamos a Santiago de Cuba. Será para el próximo artículo.

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