sábado, 5 de junio de 2010

El Teatro duele



El vencimiento de los metarelatos y el fracaso de los mitos, el cansancio de lo clásico, el agotamiento de los modelos teóricos que explican la realidad, el concepto que la define o la muestra - a ella y a su contraria- , el vacío o la nulidad de los sentidos, pudieran explicar la elección y la tendencia postmoderna al grito, a la herida metafísica, e incluso podrían explicar su tendencia a reafirmar lo inútil, lo vacío, lo fracasado. El sujeto postmoderno, entonces, se sumerge en la perreta, más que en la revuelta, asume el no-discurso o produce ruinas o las degrada y las quiebra para construir lo nuevo pero desde lo carnavalesco, el pastiche, y en el caso del postmodernismo cubensis, se apropia del choteo para hacerlo desembocar directamente en la banalización de los discursos y los actos.

Pero para el cubano de hoy banalizar es una actitud verdaderamente revolucionaria, transformadora. Lo banal es la única materia prima legible y disponible, luego entonces genera discursos que más que alternativas son lecturas parricidas del mundo, por un lado, y por otro, escarificaciones, tatuajes, mutilaciones que se produce así mismo el cuerpo social, o a través de sus especialistas, no con fines autodestructivos sino regresando al modo primigenio de diferenciarse, de llevar hasta la piel la mayor cantidad de sentidos, signos y significaciones. Marcarse, mutilarse, es el modo de renacer. Ya que lo colectivo va perdiendo peso y sustancia se asume como plenitud lo individual, lo personal. Y no hay nada más tuyo que tus propias marcas autoinflingidas o encargadas.

Banalizar la muerte de la Historia y de la realidad, también de las historias, de los relatos, es una manera, otra, de renacer.

Variedades Galiano, última puesta en escena de El Ciervo Encantado, grupo que dirige Nelda Castillo, más que un hecho escénico es una escarificación, un rito de marca. El cuerpo social encarna en una yegua de carretón, una demente a la que sólo falta un explicito gorro frigio, y un demonio altamente erotizado.

Donde se esperaba la velocidad, el vértigo, que parecen ser el tempo, el ritmo, que mejor acogen al signo dominante de esta época, la Castillo elige la lentitud, lo entrecortado, la pereza y una dicción que por momentos nos recuerda, remeda, al balbuceo, a lo infantil. Esto puede, al unísono, provenir del ritmo social percibido, del tiempo que media entre el momento en el que el asunto publico ocurre y el que este es reconocido o respondido o intervenido por los agentes decisores, incluso hasta podría tratarse de la representación o la vivencia de un tiempo en que el diseño de un proyecto-país-otro no aflora definitivamente aún cuando existe consenso alrededor de su necesidad y pertinencia.

La sociedad cubana se ve a si misma detenida, estancada, aunque no ha llegado aún a tal punto que se perciba postrada. Ella espera, acepta, y en cierta medida acumula fuerzas, tenciones, concentra sentidos, que la llevarán hasta una arrancada vertiginosa que romperá la inercia. Sólo que para ese momento ojala que el cuerpo social en su integridad logré la unanimidad y unicidad necesarias para que la estampida no genere un proceso de asimetrías y asintonías que lo fragmentarían, en el mejor de los casos, aunque podría incluso dañarlo o deformarlo en sus esencias.

Hay, según el discurso escénico de El Ciervo, tres modos de asumir o vivenciar este tiempo cubano de la espera, del arranque: el tiempo del animal de carga – paciente, reconcentrado, pero imparable-, el tiempo esquizofrénico – que avanza, retrocede, hace guiños, emite dobles mensajes- y el tiempo erotizado – destructivo y potente, engañoso, aunque vital-.

Estos tres tiempos, discursos acaso, encarnan en una trinidad de personajes y de actores. Mariela Brito, más cercano su diseño a la imagen del esclavo que a la del animal de carga, se muestra contenida y a la vez dislocada, descolocada, viéndose forzada a distribuir las tensiones musculares, las intenciones, en medio de la ausencia de palabras, que no de discurso, todo el tiempo manteniéndose en las fronteras que separan lo simbólico de su caricatura. Por eso los orines iniciales logran ahogar lo que bien hubiera podido ser una descarnada imagen del ciudadano y no la del grotesco o la de la cierta impudicia, que si bien es posible, visible y perceptible, no ha llegado a inundar todos los espacios. Su yegua es una isla rodeada de otras aguas por todas partes. Más lo amoniacado no es el signo insular dominante. Otros humores ocupan su espacio. Dígase sangre, babas, sudores o licores. Eduardo Martínez, demonio no creador, más cercano al ideal gnóstico del demiurgo hacedor del cuerpo físico, del Malo, remarca su desnudez y construye una imagen falocentrica que no hubiese necesitado de subrayados luminosos o centellantes, sino que muy bien se podría sostener nada más que a través del discurso, bozalón perfecto, sublimación del sentido, concentración de este y explosión ritual. Quizás el mejor tejido, la mayor fábrica, este del lado de la jovencísima Lorelis Amores, defendiendo un personaje que es en mucho orate a la vez que res pública, suma de detalles y perfecciones que van desde el guiño, la manera de fumar o de ensartar el cigarro, los rictus, las expresiones faciales, haciendo contraste con la majestuosidad y esbeltez de un cuerpo siempre a punto de desmembrarse pero que conserva la potencia, la perfección y la belleza todo el tiempo.

El pathos, la capacidad trágica del cubano, concentrada en un juego de textos y texturas varias – poemas, una novela, la calle, la gente de la urbe, la lucha y el forrajeo-, en las manos de Nelda Castillo, alcanzan la potencia de lo que realmente duele, de lo que hace sufrir pero que a un mismo tiempo garantiza la integridad de un cuerpo social que contiene los granos de la resurrección, la posibilidad de ser semilla, a pesar de la convivencia con lo feo, lo fútil y lo chapucero.

Variedades Galiano es un despojo, una limpieza, un ebbó, zarallelleo más que catarsis. Valdría la pena desbordar la Capilla del Ciervo Encantado, regresar a ella muchas veces e intentar nuevas y otras lecturas pues esta es apenas una entre las muchas posibles, una en un aquí-ahora bien diferenciado, una que es resultado de un ser y un estar único, que arrastra estados de ánimo, conceptos, orígenes, visiones, que logran trasformar y subvertir cada puesta, aunque esto solamente ocurra en el brevísimo espacio-tiempo que ocupa un ser humano. La puesta logra asimilar capacidades y poderes realmente camaleónicos. Se tiene la sensación, desde la luneta, de estar haciendo el texto y el discurso, de ser corresponsable de lo que sucede cada vez.

Por eso es que comencé anunciando que a mi me duele el Teatro, este y no otro, este y no otro espectáculo, que es mío, prolongación de mí. Muerte y resurrección en mí.

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