domingo, 4 de abril de 2010

Impudicia al contar



El mundo reta, insulta, clama, se pone de pie y ataca. A todos nos duele hondo. Más la delicadeza al decir, la capacidad de donarse, la disposición a acoger, no pasan o no deberían pasar. ¿A dónde han ido? No se trata de asumir, a pie juntillas, las normas del Manual de urbanidad y buenas costumbres de Carreño, aunque a veces no vendría nada mal. No se trata de aplicar la rigidez del silencio a lo feo, lo absurdo, lo banal y lo violento, porque están ahí y muchas veces no sólo delante de nuestras narices, sino detrás de ellas, metidas en el alma. No se trata de ocultar. Negar la realidad no la mejora. Entonces, ¿qué hacer?, cuando la urgencia nos llama a hacer, en arte y cultura, que el hombre se confronte, resuelva sus heridas y sane sus dolores, ¿qué hacer? si la realidad es tan cruel que tal parece que cada frase tiene el tufo de la obscenidad y que a cada paso corremos el riesgo de la impudicia y la grosería.

Hasta bien entrado el siglo XX el cuerpo y las pasiones estaban sometidas a la férrea disciplina del ocultamiento o el disimulo. Solo unos pocos, descarados o locos, se lanzaron a la aventura de romper las fronteras entre lo público y lo privado. La polis estaba vaciada de intimidad, pero de pronto hemos saltado al otro extremo: la irrupción de lo privado en lo publico y de esto último en lo primero, borró fronteras. La solución que dimos a la fractura de la vida humana corre el riego de tornarse pornografía.

En la Narración oral contemporánea, en tanto hija de su tiempo, se pasó desde el cuidado y la selección del texto y el discurso, creándose las bases de ciertas ortodoxias limitantes, al desenfreno en lo “confesional” y el abuso del vector instrumental que este porta. Nos detendremos a explicar el asunto.

Cuando en los sesenta y los setenta del pasado siglo, en un proceso de rara universalidad y unanimidad, el arte de contar cuentos encontró los medios para comunicarse con el hombre de su tiempo, dejando atrás folclorismos y utilitarismos, se produjo un fenómeno, por demás comprensible, a través del cual sus cultores intentaron remarcar las diferencias que entre este y los modos artísticos dominantes entonces, de allí que aparecieran conceptualizaciones que sostenían la supuesta o real condición literaria o escénica del mismo y su papel como instrumento sociológico, psicológico o difusor y reproductor de valores y costumbres en peligro de extinción. Frente a esta postura todavía “utilitarista” se opuso una tendencia más “escénica” que si bien no se despreocupó del qué valorizó más el cómo decir. Cierto estétismo enfermó el naciente “movimiento”. En busca de nuevas formas de comunicación y representación llegaron los aires de la “comedia norteamericana”, amiga de parloteo, el chiste y lo confesional, aunque conocemos de cultores del subgénero que son verdaderos maestros de la palabra y vehículos de un arte urbano emergente que se enfrenta a la banalidad y el borramiento al que son sometidos los habitantes de las aldeas hipertrofiadas. Recuerdo que los primeros síntomas de esta reacción se dieron en Colombia quizás con Roberto Nield, Gonzalo Valderrama y el Mono Linares, entre otros. Pronto lo que pareció ser una tendencia renovadora frente a la aburrida perorata de recitadores de cuentos, ya convertida en fórmula, se convirtió en norma primero y después en horma empobrecedora. No se apeló al arte de contar cuentos en toda su pureza sino a la presentación de seres generalmente estrafalarios y decadentes que, invariablemente armados de frascos de agua embotellada, cuentan con pelos y señales sus vidas, las de su familia, y lo que es peor, a través de un ejercicio desmañado y sin propósitos, que fuerza de mentiras y exageraciones, que tiene como único fin la exhibición y el escándalo, por lo que resulta francamente impúdico. Pocas nueces y ruido en demasía.

Recuerdo haber visto en los noventa a Roberto Nield contar la historia de su pasado guerrillero, las torturas a las que fue sometido, hasta llegar a la traición de la mujer amada y el fracaso del once argentino frente al equipo colombiano de fútbol, que venía a ser como el punto más alto de sus fracasos existenciales. Roberto contaba con desparpajo, se enfocaba, con saña y meticulosidad, en colocar su “nada cotidiana” en un primer plano, pero este, más que catarsis individualista, era un ejercicio de complicidad y compasión con los otros. Su nada, frente a la mía o la nada colectiva, asumían la contundencia de la revuelta, de lo político. Por otro lado, cuando estuvo en Cuba el narrador gallego Quico Cadaval, nos mostró otra cara de lo confesional que subrayaba el costumbrismo. ¿Qué diferencia entonces a Roberto Nield, a Quico Cadaval, de los narradores “exhibicionistas”? Quizás la primera diferencia sea exactamente el alto nivel artístico de la puesta en escena con la que arropan su desnudez, que quiere ser compartida y para esto se muestra, pero nunca se exhibe. Otro elemento importante sería que en ambos casos el discurso no tiende a la esterilidad por la esterilidad, a lo extremo y lo escandaloso cerrándose en sus propios fueros sino que hace de lo estéril un camino estético, y por otro lado, su queja alcanza la resonancia de lo colectivo, de lo que se desparrama y se extiende sobre la comunidad. Ante los poderosos los narradores de historia se desnudan para confirmar la potencia transformadora de las vidas ninguneadas, de las existencias negadas e incluso, para hacer profesión a favor de la energía de los fracasos y los fracasados. Frente al elogio imperial de los triunfadores se confronta la derrota, que es, como la pobreza lezamiana, irradiante.

Lo impúdico, lo realmente estéril, radica en el bufonada, en el chiste sin sentido y en la exhibición sin propósitos, en lo socialmente ignorado o distorsionado, en el individualismo onanista.

Acaba de finalizar en La Habana el Festival Primavera de cuentos -del 15 al 21 de Marzo- que organiza la Maestra Mayra Navarro y el Foro de Narración oral del Gran Teatro de La Habana, que es quizás la vitrina más importante en Cuba donde poder asomarse a la Narración oral desde múltiples ángulos, y que este año rindió homenaje a Haydeé Arteaga en sus noventa y cinco años. La directora del evento cuida al detalle la programación, que en su caso privilegia el arte del cuentacuentos frente a las tendencias, muy validas por cierto, de hibridación y mestizaje que se dan en él, aunque este no es, por suerte, un evento cerrado e inflexible en sus proyecciones. Independientemente que creemos que ha llegado la hora de extender más el diapasón del festival y de que se hace necesaria una mayor implicación institucional, que daría a los organizadores una real y potente capacidad de escogencia, no deja de llamarnos la atención que por ahí están pasando hoy todas las posibilidades y variantes del contar contemporáneo.

También en el Festival de la Navarro se puede encontrar lo confesional, y quisiera detenerme en dos espectáculos vistos, aunque no fueron los únicos, porque cada cual representa alguna de las aristas descritas.

De Argentina llegó por segunda vez Ana Rosa Ortiz, con una intervención que no alcanza la categoría de espectáculo (Así en la tierra como en el cielo), y que centra su discurso en la narración de sucesos personales encaminados, de manera directa, a divulgar su ideario ecologista y su filiación con los “ángeles”, tan de moda en la filosofía de la Nueva Era. Yo creo en la capacidad instrumental de la Cultura, creo en su utilidad, como también creo también que ella puede servir para generar o hacer disfrutar la belleza como para procurar el conocimiento de lo útil o provocar la contemplación; pero una cosa es ponderar el servicio y otra es hacer un tortuoso itinerario de propaganda y proselitismo. La historia muere entonces a manos del panfleto. Esta vez se estuvo lejos del tradicional cuestionamiento político y la narradora se adentró en zonas aparentemente más nobles y potables, sin embargo, no pasó de ser una charla sazonada con gestos y desplazamientos.

Por otro lado llegó desde la Casa del Cuento en Holguín Fermín López, con una pincelada de un espectáculo mayor – En mí toda- , en el que se cuenta la historia de su familia. Sólo que aquí, por suerte, lo confesional abandona lo trillado y entra en el plano de lo poético, de las sugerencias, y se viste con los ropajes de la precisión verbal, el cuidado uso del espacio escénico y una sugerente gestualidad, cercana a la danza, que realza lo vaporoso de los recuerdos. Hay un cierto pudor que nos cautiva, hay una gracia que convierte la confesión en susurro y que la aleja de lo estruendoso y del escándalo. Se llegan a contar cosas tan duras como la decisión, ante la pobreza extrema, que debe tomar una madre que termina distribuyendo a sus hijos entre los parientes. No hay queja, que ya sabemos prostituye, no hay asomo soez, no hay regodeo morboso ante del dolor y la perdida. Abundan el arte y la mesura al decir.

Como habrán descubierto ya, no estoy para nada en contra de la asimilación de la stamp up comedi y mucho menos en contra de la existencia de lo confesional o lo anecdótica en el arte contemporáneo de contar, pues a fin de cuentas, por el solo hecho de seleccionar una historia o desechar otra, de algún modo, cada contador está narrando la suya propia o al menos está mostrando un sector de su sensibilidad en un tiempo y en un espacio dado, lo que hace que cada presentación en público sea, en primer lugar, un acto de desnudamiento y una suerte de autobiografía. De lo se trata entonces es que esa desnudez se nos ofrezca usando todos los recursos de un arte milenario que ha encontrado ya, por si mismo, los recursos y los métodos que le hacen vigente. Pero una cosa es la refuncionalización de un arte y otra la impudicia al contar, que empobrece y atonta; cuando de lo que se trata es de colocar la Palabra en el centro de las revueltas y los levantamientos, de los gozos y las permutaciones.

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