viernes, 11 de diciembre de 2009

Una excursión a Vueltabajo



Para Pablo A. Fernández, Alex Pausides, Waldo González, Mayra Hernández, Villafañe-el ceramista, Orlando Laguardia, Lina, Teresa y Marlene-las buenas maneras. Para los niños de Las Terrazas.

El aire, la levedad del aire golpeaba la cara de los paseantes. En la misma medida que ellos iban abandonando la ciudad, penetrando el verde, sus cuerpos recuperaban consistencia, peso. Quizás la verdadera marca de lo gaseoso está en lo pétreo, por eso sus nombres comenzaron a ser pronunciados de una manera distinta. Pablo, que encarna la pequeñez y el llamado, limpiaba los pies de los poetas, según un rito que aprendió en El Cairo, y les abría los caminos. Sus cabellos, blanquísimos, indicaban un rumbo más allá del levante o del poniente.
Aquel era un viaje a los orígenes, al asombro. Doble faz ingenua y deseosa, la misma que acompañó a los cronistas de Indias. Suerte de prolongación de las ensoñaciones de Miguel de Cúneo, el savonense, que en el segundo viaje de Colón se embriaga y alucina ante el paisaje o frente a la nativa, más violada que requerida, cuyo sexo parece entrenado en escuela de rameras. Por esa época todos los nombres eran sonoros y deslumbrantes: Río de Luna, Río de Mares, Río de Banderas... Todo adquiría sacralidad y realeza; Cuba por instantes dejaba de ser isla rodeada de agua por todas partes y se convertía en Fernandina, por Fernando de Aragón, o en Juana, en honor al príncipe heredero, o se confundía con Cipango o con Catay, o se creía Tierra Firme, o se sospechaba que en la profundidad de la manigua podría encontrarse el Gran Kan y su corte o que las torrenteras de especerías y sedas vendrían, a paso de camello, para traspasar la costa y penetrar el mar, el agua que ardía en ramos. Parecían ellos los embriagados por esa mezcla de tabaco y campana que es la cohíba. De aquello apenas queda el olor a guayaba.

Es noviembre y un grupo de intelectuales y artistas, invitados por el Proyecto Sur y el Festival de Poesía de La Habana, hacen un viaje a Las Terrazas, reserva a medio camino entre la urbe y los pueblos pinareños, comunidad que los huracanes salvan y respetan porque, hasta para ellos, es obvio que allí se ofrecen cosas que la gente necesita para seguir viviendo y que sería injusto privarlos de la posibilidad o del espejismo que contienen los paraísos.
Uno llega hasta esos lugares y cree que tiene cosas que decir o que ofrecer y se queda mudo, y saca escudillas rotas, cabos de agujetas, cascabeles, jubones, camisas usadas, y espera que los naturales cambien las baratijas por oro. Y uno cree haberlos engañado o se asombra ante tanta generosidad o de su ingenua manera de estar en el mundo. El trueque tiene lugar entre cantos y alborozos. Pero ellos, los naturales, saben que se están apropiando de las palabras y que con ellas se va el alma y el aliento. Los naturales reconocen que se están quedando con lo mejor.
Como a los muertos, ellos lo hacen pasar a uno por el olor y el viento de las guayabas cimarronas, por el verde, por los palos del monte, por el vistoso curujey, por las madres de agua, y al final, te devuelven la vida, sólo que purificada y bella, como debe ser la de los ángeles y la de los bichos salvajes. Inocente y atenta, no recordando, no esperando, no deseando, sólo viviendo. Aquí y ahora. Presente sin alfa ni omega. La vida plena.
El poeta repentista improvisa versos amables en la escuela, el de la guayabera de hilo lee y evoca al que se perdió entre la bruma y la furia, yo juego, el matrimonio presenta un libro azul, enorme y único, una antología de décimas. Yo envidio a los poetas que las escriben. No he aprendido a ser libre y disciplinado a un tiempo, sin embargo, si usted atiende la forma última de mis versos descubrirá más de una vez al octosílabo. Solapado. Quizás un día me atreva, todo será cuestión de romper el molde.
Los niños cantan. Me cantan por mi cumpleaños. A mí, casi un anciano frente a ellos, me cantan con la alegría de sus pocos años. Soy feliz y niño.
Cuando todo parece que va a terminar nos colocan frente un lago entre árboles que se doblan y multiplican. Bosque en el aire, maraña en el cristal del agua. Me ocurre lo mismo que hace casi treinta años en Teotihuacan, en la Pirámide del Sol. Les cuento. Españoles, venezolanos y cubanos, reunidos en un hotel de la Ciudad de México, el Monte Real, Revillagigedo # 70, al lado del edificio de la Armada, casi sobre la Alameda, y todos queremos visitar la ciudad que ya era ruinas quinientos años antes de la llegada de Hernán Cortés pero que sigue convocando; tomamos el Metro en la Estación Juárez hasta la de Indios Verdes, de ahí en lo adelante un “camión” ruidoso, al que sólo le faltaban chivos y pollos, nos lleva sin muchas pausas a nuestro destino. Por el camino me alegra ser daltónico, todo el verde me es familiar, hasta que cruza el horizonte un borriquito peludo que carga una paca de heno diez veces mayor que su estatura. Me trae de Cuba a tierra de mexicanos. Llegamos a la ciudadela, nos acosan vendedores de falsas piezas precolombinas, y a trancos, como cabras de monte, subimos hasta lo alto del teocali. Abajo estaban las tumbas, los baños, las habitaciones de los sacerdotes, el Palacio de las Mariposas y el jaguar pintado en la pared a medio camino del Paseo de los muertos, abajo las cabecitas, como puntos, de los turistas japoneses y de los vendedores. Yo sentado sobre el altar, en la cumbre. Doy un paso, miro al valle, el tiempo se detiene. Un rayo de luz verde se posa en mi cabeza. Creo haber estado horas en contemplación silenciosa. De pronto, me doy cuenta que mis amigos me esperan. Pido disculpas y digo que ya podemos bajar. Todos me miran con cara de espanto. Sólo Antonio, el español bueno, se atreve a decirme que no saben qué me pasa ni por qué me disculpo, que sólo me he levantado del altar, dado un paso al frente e inmediatamente me he volteado, que no han pasado ni diez segundos, que podemos estar ahí un rato más. El tiempo suspendido o el tiempo eterno del presente sin fin. Frente a los árboles, frente a las palmas erectas, yo he tenido otra visión del tiempo. Lo he contemplado.
Bromas, recordamos a ciertos personajes y no sé por qué. Ese gallo nunca hubiera cantado aquí, pero lo evocamos. De allí a los condumios.
La Fonda de María, un restaurante que poco difiere de esos sitios para paseantes con dinero que están por todas partes. Pero he aquí un nuevo espejismo. Se sirven abundantes y exquisitos manjares de la tierra. Los empleados, discretos, nos dejan gozar de la cerveza, de las bromas, del barullo. Si fuera exacta la sentencia de que somos lo que comemos, esa noche fuimos puros y recios como campesinos.
La noche llega. Es hora de volver. Ha sido demasiado hermoso para ser verdadero el paseo. La jauría de parlanchines calla. Vuelven nuestros hábitos. Nos ponemos el chaquetón del ciudadano y retomamos el hilo de nuestra vida. Empezamos a nombrar las cosas con términos idénticos a los de antes de partir. El recorrido ha sido inútil, pienso. Perro huevero aunque le quemen el hocico. Pero algo sutil se nos ve en el fondo de los ojos. Algo ha pasado. La Palabra tiene una nueva manera de emerger por el gaznate. ¿Será el viento, será el aire, la levedad del aire que golpeaba la cara de los paseantes?...

1 comentario:

Pedro F. Báez dijo...

¡Dios mío, estoy temblando! ¡Qué forma tan magnífica, tan depurada, tan de corazón tienes para escribir y describir lo que ven tus ojos y siente tu pecho e interpretan tus sentidos! ¡Qué regalo divino y maravilloso tienes, Jesús! Estoy totalmente sobrecogido y apabullado ante la magnificiencia y la claridad de tu verbo... y como he estado en los lugares de los cuales hablas, te sé, te siento tan verdadero y tan visceral como si fuera yo mismo y me postro ante la belleza y la regia humildad de tus planteamientos y descripciones... Es casi como leer un pasaje de Martí en "La historia del hombre contada por sus casas', de la Edad de Oro. ¡Qué privilegio inconmensurable el saberte mi amigo y haber sido parte de tus primeros años de formación académica, intelectual y social!