lunes, 2 de noviembre de 2009

Notas en el margen/ Elogio del poeta Roberto Manzano


Hubo épocas en las que escribir era un acto de complicidad de todo el ser con el Ser, hubo otras en las que se renunció a él para dejarse habitar, otras en las que el cálamo o la pluma del ave, muerta y resurrecta, prolongaban los puentes y las puertas. Hemos llegado incluso a cotos donde el abismo, el vacío y la nada se tornan cuerpo escritural o escritura verdadera. Del agua quemada a la piedra sin pulir, del golpe de dados al azar concurrente, del ara a la vacuidad. Solos frente al canario amarillo de ojo tan negro. Solos ante el Solo. En conversación. Silencio y entretarde. Al menos hasta esas edades uno podía balancearse entre el eros y el tánatos sin mucho riesgo o en plenitud de ellos. Cuerda de equilibrio. Arribando a la encrucijada de los monumentos que se edifican a si mismos o de los artefactos que se contemplan no queda de otras sino que celebrar la paciente terquedad del que insiste en afirmar sus pasos sobre el poema, las matemáticas o la física cuántica, que han venido a sofocar los fuegos causados por la ausencia de una filosofía o de una verdadera religión donde el Hombre y Dios puedan encontrarse a gusto. La nostalgia de la Jerusalén del cielo nos arrebata el placer de disfrutar al agua que pasa sobre la china pelona o al chisporroteo de la luz que se despereza en el cielo. Una nada frente a la nada de otra Nada mayor.
Cuando en Cuba esas emanaciones azufradas alcanzaban su cenit comenzamos a nacer un grupo de poetas que quedamos en las márgenes del campo de batalla en el que se fomentaba o se despedazaba la “nueva republica letrada”. Por un lado estaba el bando de los penitentes y por otro el de los severos y elegantes petimetres, no por eso menos agresivos, que desde el principio propusieron la renuncia a la patria real como único camino para alcanzar la patria poética, como si una no habitara en la otra o como si las dos no fueran emanaciones de una que está por encima y en nosotros a un mismo tiempo.
Los penitentes asumieron la conversación, el supuesto lenguaje popular, la ironía, el artificio y la ingeniosidad como banderas; mientras que en el contenido se caracterizaron, por un lado, por la celebración a los “machos fundadores” y sus actos, y por otro, por la autoflagelación como consecuencia del no haber podido, querido o comprendido el papel civilizador de tales. Estos, en tanto auxiliares de los reales maestros de capilla, se esforzaron por desterrar los múltiples instrumentos e impusieron en cenáculos, revistas, concursos y saraos una norma que pronto se convirtió en horma y que a su vez no logró nunca alcanzar las alturas que sus predecesores habían logrado al llevar la veta coloquial que atraviesa la poesía cubana hasta los territorios de un coloquialismos-exteriorismo-antipoesía de raíz anglosajona y latinoamericana a un mismo tiempo.
Los petimetres, más recientes, casi de ahora mismo, asumieron la ideología y la pragmática del postmodernismo y se preocuparon más de la posibilidad de “vivir como poetas” en Cuba que de ser realmente poetas en la ínsula. Llegaron tan lejos en sus actos que al desmontar la teleología insular de Cintio Vitier, que había sufrido más que ellos los avatares de las contingencias pero que espero con estoicismo y humilde elegancia su momento, terminaron por enfrentarse con José Martí, porque este significaba la realización en el presente de una posibilidad colectiva. Criticando la tendencia a la polarización y el dogmatismo de los penitentes terminaron por enfrentar, en teoría claro está, a Orígenes con Ciclón y con Lunes de Revolución, a José Lezama Lima con Virgilio Piñera, a Gastón Baquero con Eliseo Diego y un largo etcétera de pares. Ellos aplicaron el dogma, la censura, la tergiversación, la manipulación con la misma pasión y saña con que sus adversarios intentaron reescribir la historia literaria del país.
Es decir, penitentes y petimetres aparentemente lograron confundir la vida literaria con la literatura – y eso lo ha estudiado ampliamente nuestro poeta- al efectuar la conversión o refuncionalización forzosa de categorías políticas y sociológicas en categorías estéticas. Confusión de los instrumentos. Así, la pertenencia, quizás sea más exacto decir la militancia, en alguna de las corrientes que interpretaban o hacían la vida de la polis se convirtió en “valor o antivalores literarios”. Cabeza y cola siempre han sido y serán parte una misma serpiente. Si no estabas con unos, estabas con los otros, y si no estabas con ninguno te situabas en la banda de los enemigos.
¿A dónde ir si en tu fuero interno no podías, ni debías, ni querías, comulgar con unos ni con otros? La solución estaba, ¿está?, en los márgenes, en los bordes del campo de batalla, o más bien, en ese terreno de nadie que está entre los contendientes. También esa es una manera de entrar en batalla pues debería recordarse que a esas fronteras van a parar los proyectiles de ambos lados y que es allí donde se producen las llamadas “bajas colaterales”. Discúlpeseme desde ya este lenguaje un tanto cuartelero.
Por suerte, los márgenes o las fronteras nunca estuvieron ni están deshabitados. Ahí se encontraban los poetas periféricos de mi generación: la poesía del centro, los poetas del Camagüey y del Gran Oriente, y una porción importante de No-poetas, según los cánones vigentes en la época, pero que formaban un sólido bloque de paciencia y eticidad: los restos del origenismo, el bando lírico de la llamada Generación del 50 (Francisco de Oraa, Carlos Galindo Lena, Rafael Alcides, Luís Marré, etc.) y, entre otros, Delfín Prat, Lina de Feria, y Roberto Manzano Díaz, el autor de uno de los mejores poemas escritos en lengua castellana en los últimos treinta años, Canto a la Sabana. No hablo aquí de Raúl Hernández Novas ni de Ángel Escobar porque en ambos se da el raro fenómeno de estar y ser visibles desde el margen. El trío Prat, Feria y Manzano son el símbolo de la callada resistencia en esa zona silencio, casi limbo, en la tuvieron que sobrevivir durante años. Atiéndase y entiéndase que aquí el termino sobrevivir abarca tan al ser biológico como al ciudadano y al intelectual.
A Roberto Manzano lo conocí en uno de aquellos eventos frecuentes y masivos, provincianos y hermosos, siempre acompañados de alguien venido del “centro” aunque su obra no mereciera tal centralidad. Se acababa de presentar su clásico Canto…en versión papel tipo folio, 11 y medio por 13, diseño a rayas y presilla medianera. Era un objeto espantoso que sin embargo me cambió la vida. Durante meses iba por las calles adoquinadas y retorcidas de mi ciudad y sólo podía pronunciar con cierta cordura

Mi ojo
es un vidrio
negro de presencias.

Recorro la piel y el paisaje de los míos
y los míos se presencian en la corteza.


Como los versos, los ripios o las insinuaciones me habían abandona y por aquellos años estaba enfermo de grafomanía, se me ocurrió la posibilidad de ejercitar el músculo del pensamiento poético obligando al Canto a la Sabana a entrar en mi propia norma, horma o sistema de mañas. Después de una paciente operación de monte y desmonte el texto original comenzó a sonar con mis sones. Había descubierto una manera de ser yo sólo que a través de la voz de otro. En el poema de Manzano está en los cimientos que sostienen mí Archipiélago. Le acompañan Rafael Almanza, Roberto Méndez, Jesús David Curbelo y Luis Álvarez, aunque en el caso de este intelectual sólo sea por aquellos dos versos que valen la misa, y no París, y que dicen algo así como…los mundos que no entiendo/me enamoran.
A Roberto Manzano se le sigue sujetando a la reacción anticoloquial, a la poesía de la tierra o tojocismo, al deísmo o al apego a la norma castellana de los principeños, y eso no hace más que mostrarnos la parte haciéndola aparecer como el todo, y la presencia y vigencia de penitentes, petimetres o sus epígonos. Él es un poeta que ha transitado del paisaje humano, pasando por un deísmo celebratorio de la raíz sagrada que se manifiesta en todo, hasta llegar a ese estado de presencia que es la Idea como expresión del Ser. Ese ha sido un camino de despojamiento pero también de aproximación y ganancia, de mantener la ruta y de asumir la espiral, el crecimiento, la marcha zigzagueante.
Durante años, además, escuchamos hablar de una supuesta raíz nerudiana o vallejiana en nuestro poeta. Con independencia a la descarada manipulación y a la operación de ninguneo que se esconde tras el supuesto elogio o la vocación ordenadora de tales ideólogos o canonistas, habría que situar definitivamente a Manzano como medida de si mismo. Él es una de esas voces que exhiben tal particularidad y reciedumbre que no admiten la búsqueda de regularidades externas. Difícilmente él o su obra producirá discípulos o epígonos. Manzano debe ser estudiado, presentado, como medida de si mismo o como plenitud en si mismo.
Sólo los fuegos me dan para estas breves notas, para estas provocaciones o insinuaciones. Otros vendrán detrás de mí con mayor tino y cordura. Otros me han precedido con armas mejor veladas.
Sólo el testimonio y la escritura desde los márgenes pueden alcanzar la centralidad y la justicia que merece la esbeltez que este poeta escogió para sus versos. Sea.

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