lunes, 12 de octubre de 2009

Cenizas




Voz. Voces. Palabra que arde en medio de la noche. Bajo la lámpara el libro se torna maravilla. Es una edición leve, delicada. Me la regaló Marcela Romero, la narradora de historias, la chilanga, la que un día se me perdió en medio del tumulto de la Feria del Libro de Guadalajara. La flaca trabaja ahí de campana a campana, sólo le quedaba tiempo para algún que otro café en la noche, una conversada con los amigos o visitar el Hospicio Cabañas para escuchar por última vez a Noel Nicola. Entre sus manos descubrí Seda de Alessandro Baricco. Ella creyó me podría gustar.
Debe haberse decepcionado. Mi cara indicaba que no me interesaba el libro. Y era cierto. Mi amiga me había ido dotando, poquito a poco, y no sin sobresaltos y reservas, de una enjundiosa colección de libros que prometían suplir la inalcanzable edición de las Obras Completas de Octavio Paz recogidas por el Fondo de Cultura Económica en doce tomos. Mi pasión por el poeta es pública y me ha proporcionado abundantes luces y graciosas escenas versallescas que alguna vez contaré como quien cuenta la historia del rey que andaba desnudo.
Me paseé por todos los estantes del muy nutrido festival de editores y libreros persiguiendo libros de Thomas Merton e intentando comprar algunos que me hablaran del budismo Zen y del budismo tibetano. Aunque esa operación parezca sencilla es una de las más arduas búsquedas que uno puede emprender en su vida de lector. Tanto y de tan mala calidad se publica sobre esos temas que es peligroso hasta acercarse a los catálogos de las “editoriales serias” pues ellas, ocasionalmente, también sucumben ante el encanto del gato que parece liebre. Buscando a uno encontré a los otros. En un anaquel estaban prácticamente juntos el Bardo Thodol (Editorial Kairós, 2001) y Místicos y Maestros Zen de Thomas Merton (Editorial Lumen, 2001). Por un lado el Libro Tibetano de los Muertos y por otro uno de los acercamientos más certeros a la cultura del Oriente que se pueden leer de este lado del mundo. Fray María Luis, el poeta Merton, nos introduce en el Zen, en el Tao, en el pensamiento clásico chino, para desembocar en el monaquismo ruso o protestante, ambos poco conocidos y peor valorados por la pragmática cultura contemporánea.
Mi amiga, respetuosa de tantas rarezas, no resistió la envestida de un miura que no atendió con suficiente pericia sus telas. El libro de Baricco era una llamada de atención.
Me precio de ser un buen lector de símbolos y signos, más sucumbí en la simple lectura de un libro con nombre delicado.
Estuvo durmiendo el sueño de los libros justos, es decir, amontonado por años en la fila de lo porvenir. Un día, sin saber por qué, comencé a leerlo. Me sucedió lo mismo que a una amiga al leer mi primer libro de poemas: confesó no haber entendido nada pero no pudo dejar de llorar mientras lo sostenía sobre su pecho. Yo entendí el libro, entendí la historia, pero quedé fascinado, tanto que aún ciento como me quema.
Aquel hombre escribía como los viejos contadores de historia. Se me confundían las formas de las escuelas japonesas de narrar, la intuición de lo que debe ser el arte de los contadores marroquíes en la Yemá El-Fná, o los recuerdos que tengo de la primera vez que descubrí a Emilio Salgari de la mano de mi amigo Pedro Báez Centelles, el que me regaló toda la serie de Sandokan. Baricco escribe con la precisión y el encanto con el que narran los Kouyaté, que es el de los grandes griot de África, con la emoción que debió poseer frau Catalina Viehmann mientras le contaba cuentos de hadas a Jacob y Wilhem Grimm, con la serena majestad de Marie Shedlock, Ruth Sawyer, Sara Cone Bryan, Mayra Navarro, Coralia y Ury Rodríguez, Luis Gómez, el cienfueguero, o el ciego Hermógenes, allá por los firmes de la Sierra Maestra. Baricco borra toda huella de escritura y le incorpora a la letra el fulgor de la voz.
Para nuestro autor la escritura es apenas cenizas de una voz quemada, al menos esa fue la impresión que le atribuye él a Hervé Joncour, buscador de huevos de gusanos de seda y su protagonista, cuando mira los caracteres de la escritura japonesa sobre el papel de arroz con los que una distante y enigmática mujer intenta, desesperadamente, comunicarle lo que quedó en ella de una noche, que bien pudo no haber existido, si nos atenemos a que el autor apenas dibuja trazos y susurros, insinuaciones. La técnica del italiano se remite directamente al narrador oral tradicional, que no dibuja, que no precisa, que no describe, sino que cuenta hechos, cabalga sobre el potro de los sucesos, y esta montura no se permite largas parrafadas sino atmósferas, detalles, reflejos, entreluces, que sin embargo impactan tanto en los oyentes que estos terminan por construir un mundo de situaciones y paisajes tan preciso, tan exacto, que hasta pueden percibir olores, texturas, sabores que nunca fueron mencionados o descritos. Es famosa la anécdota de la maestra argentina Dora Pastoriza de Etchebarne que después de contar una niña le dijo que a pesar de que había descrito a un personaje llamado Mercedes como “morocha de cabellos lacios” ella “siempre la iba a ver rubia con una cabellera suelta llena de rulos…” La Pastoriza se atuvo a la letra y lo morocho lo describió tal, más el sonido de la voz hizo que en la cabeza de la niña lo negro se tornara oro y hasta pudiera presentir el olor a jabón de castilla del pelo recién lavado que le golpeaba la cara. Vean que dice “siempre”, es decir, la sensación es permanente, intemporal, eterna; está aunque nunca se le anunció. Alessandro Baricco provoca reacciones similares. A estas alturas no sé si leí Seda o si lo imaginé.
Cuando está de moda el autor impío, el autor torturador, el escritor dominador, el que es incapaz de hacer ni siquiera pequeños gestos, mínimas señales que permitan una lectura placentera, el que empuja a los otros a su mundo, el que siempre coloca la sardina en su braza, el que desinforma, tergiversa, manipula, sita, asalta, plagia, retuerce, se apropia; Baricco se sale de la moda y regresa a las viejas artes, a las antiguas mañas. Aquí todo es lugar común: un héroe común, que visita lugares comunes, que como todos los protagonistas de los relatos tradicionales tiene pruebas y premios, que hay sorpresas al final y que todo está bajo el manto espeso del misterio pero facilitado por frecuentes reiteraciones que tienen el sabor de la formula, aunque con pequeños giros y variaciones, la música del texto funciona cada vez como un tema repetido pero siempre nuevo. Lo cotidiano entra en la dimensión de lo poético. El camino, reiterado hasta la saciedad, de adelante hacia atrás y de atrás hacia delante, adquiere resonancias que no se esperarían nunca de la enumeración. La simple mención del lago Bajkal, y el cambio de epíteto cada vez que se nombra, hacen del listado uno de los momentos más memorables y sugerentes de la obra. Todo lo que viene deberá ser leído desde la emoción, la sensación, que nos provoque el epíteto. En el lago está el nudo de la ruta y de la historia.
Pequeños detalles, estructura delicada y frágil como la seda, que sin embargo ofrece resistencia y amparo, seguridad. Si esta historia pudiera ser tocada, y lo es, tendría la sensación de la seda pero la consistencia y la firmeza del acero.
Aunque Alessandro Baricco repita o insinúe la idea de que la escritura es reservorio de la voz, recurso para atrapar y fijar la fugacidad, y vea a está como esencial y auténtica, como nacida del hombre sin que medien artefactos, aunque yo no esté de acuerdo con él, aunque piense que la escritura y la oralidad son dos tecnologías, dos sistemas (autónomos y autosuficientes) productores de sentido, diversos, que se rozan, que se complementan; no dejo de admirarme. Soy un ser humano lleno de sutiles o gruesas incoherencias, y caigo siempre en mi propia trampa. A Seda lo leí como si tuviera delante uno de esos manuscritos iluminados que nacían en los monasterios europeos, uno de aquellos que no tenían espacios entre palabras de manera que reproducían, o daban la sensación de hacerlo, el fluir de la palabra viva, nacida de los labios y del cuerpo de un ser humano que cuenta.

1 comentario:

Pedro F. Báez dijo...

¡Bravo, Jesús! Soberbio y magnífico artículo sobre Baricco y todo lo demás del gran Luis Carbonell. ¡Genial!

Abrazos :)