lunes, 19 de mayo de 2008

Isese prevalecerá



…Isese (la tradición) prevalecerá.
Isese permitirá que la humanidad prevalezca.

Poema del odu Ogundá Oché de los yorubá

I

Las islas, con la “maldición del agua” rodeándolas por todas partes, condenadas a prisión perpetua, si quieren viajar ascienden. La ascensión, también vista con su componente de fuga hacia lo alto, es la marca de identidad del poeta y la poesía, de la gente de las ínsulas. De cierto lo sabemos, en este país nuestro se repite una y otra vez la obsesión del viaje. Hemos llegado hasta elaborar un imaginario viajero de tal magnitud que incluye la posibilidad que la isla sea levantada en peso, que la isla sea arrancada desde sus cimientos o que sea arrastrada a golpe de remo por una multitud que nos incluye a todos, es decir, hemos inventado formas colectivas de viaje, de escape o de ascensión. Concebimos el destino, que es la verdadera esencia del viaje, como asunto colectivo.

Santa María del Puerto del Príncipe, el Camagüey, es una ciudad que viaja y asciende.

Fundada el 2 de Febrero ( día de la Candelaria, Fiesta de las luces o de la Purificación de Nuestra Señora) de 1514 o de 1515 – a decir de Hortensia Pichardo- en la costa norte de la isla, en la zona de la Punta del Guincho, en la bahía de Nuevitas, pronto se traslada hasta la zona de Caonao, asentamiento indígena, “a razón del azote de las hormigas” o de los mosquitos o de los jejenes o sencillamente por falta de agua dulce, la cosa es que poco duraron los terrenos arreglados para Plaza de Armas en un lado y en otro, porque ya en 1527, e impulsados por el alzamiento de los nativos, se decide levantar la villa y llevarla hasta su emplazamiento actual en una zona entre los ríos Hatibonico y Tínima. De un traslado a otro, más el incendio de 1609 y el saqueo de la ciudad en 1668 por el pirata inglés Henry Morgan, se perdieron, quemaron o desaparecieron los documentos fundacionales. A falta de textos sólo quedó la memoria, una cruz y una campana. Discurso que no texto.

Allí la memoria se conservó en vasijas orales, y aunque aún hay algunos investigadores que las relacionan directa y únicamente con la conversación cotidiana como género privilegiado, en estas tierras se adoptó una forma más elaborada y compleja: la leyenda. En la misma medida en que en algunas culturas el cuento, la poesía épica, se refiere a hechos reales o a fantásticos indistintamente, aquí la leyenda recogió los hechos recientes o de un pasado inmediato y los elaboró de tal modo que tuvieran la apariencia de un tiempo muy anterior al presente.

Un ejemplo. La construcción de la Ermita de la Soledad, desde el siglo XVIII construcción de ladrillo y argamasa con sangre de toro, de imponente majestuosidad, se envuelve en los velos de una leyenda que sostiene que fue la misma Señora quien de un modo discreto, pero firme, indicó el sitio donde quería habitar. Una carreta se atasca en día de mucha lluvia, entre el lodo y la basura de una ciudad naciente y caótica, y se empieza a hundir; los carreteros apurados hacen saltar a lugares más firmes bastimentos y cajas, en eso, se abre una y aparece la imagen de la Virgen, justo en ese momento, el agua para, el carromato no se hunde más y los hombres interpretan que ella quiere quedarse. Levantan una ermita de yagua y paja y se coloca un altar humilde, que hasta hace unos veinte años aún se conservaba guardado en las catacumbas de la iglesia cuando un cura de mucho brío lo convirtió en leña para sabe Dios que fogón.

Esos sucesos ocurrieron presumiblemente a inicios del siglo XVIII, porque ya para finales de ese siglo la iglesia, que de yagua y palma pasó a madera, se había construido usando los dineros del presbítero Adriano de Varona y su hermana, más la suscripción popular, y en 1800 fue declarada parroquia. No han pasado cien años de los sucesos y ya se convierte en leyenda, lo mismo sucede con el Aura blanca o Dolores Rondón, el santo Sepulcro, el Indio Bravo, etc. Sucesos, efectiva o relativamente resientes alcanzan la dimensión del mito, y para relatarlos se usa una oralidad ritualizada. La misma de la que tal vez se apropiara Silvestre de Balboa y Troya de Quesada para componer su Espejo de Paciencia en 1608, producto oral en mucho, aún cuando su autor lo escribiera en octavas reales y presumiblemente fuese sometido al mismo proceso que los delmontinos usaron con la poesía de Juan Francisco Manzana; es decir, muchas de las “incongruencias” del texto del canario y la desaparición del original o la reserva en mostrarlo se podrían explicar si José Antonio Echeverría hubiera transformado el original en un texto más cercano a las normas de la escritura y más presentable a los fines de dotar a Cuba de tradición poética. Si usted lee con atención podrá encontrar cierto tono aforístico y formulario, cierto ritmo oral inocultable en todo el texto.

Pero esa es harina de otro costal, aunque antecedente de la oralidad típica de estas tierras. Sigamos con lo nuestro.


Recuerdo a Fausto Cornell, sacristán de la Iglesia de la Soledad, contarme sucesos y costumbres citadinas, hablarme de personajes con todos los recursos de la épica homérica. Por él supe del Padre Olallo Valdés, que el próximo 28 de noviembres será beatificado, de Fray José de la Cruz Espí, de sucesos que no aparecen en libros ni memoriales, supe del padre Manuel Martínez Saltaje, párroco de esa iglesia, cubano e independista, que no escamoteaba su simpatía con la mambizada y que amortajó los restos del Mayor General Ignacio Agramante junto a Olallo poco antes que lo incineraran en los terrenos del cementerio de El Cristo. Es protagonista de un divertido Miércoles de Cenizas en el que el Teniente Gobernador español que estando apurado, lo presionaba para que le impusiera rápido las cenizas y el cura, ni corto ni perezoso, terminó no imponiéndole las cenizas y si mandándolo para ese sitio marinero que por fuerza de la costumbre hicimos cubanísimo: ¡ El carajo!

En boca de Fausto conocí a un Camagüey que tuvo limosneros millonarios, viudas alegres, borrachos que en la noche meditaban sobre la muerte y al amanecer ocupaban el nicho de San Juan Bosco, bueyes de oro, judíos tontos que compraban tiñosas, millonarios que ayudaban a reconstruir una iglesia con cuarenta centavos y unos días después lo perdían todo, conocí historias de sacristías y conventos; por mi propia boca hablé y exageré las historias de Chafa – el loco que sin reloj daba la hora exacta y que siempre estaba por La Vigía-, el viejo Patae´rumba, el rascabuchador Caricato – después arrepentido y de vida intensa en otros caminos-, los cuentos de Carlín Galán, María Juana Campamento, la Patinadora, las Altísimas, Paquito Prada, Teodoro (el director que tanto “elogiaba” Guillén), el maestro González Allué, el maestro Cástulo Harquer, Nikitín, René Escobar y sus amigos, los carnavales en la calle Príncipe y en Lugareño, Los Comandos… somos Los Comandos/ lo que sea/ venimos arrollando/ como sea… y lugares tan “culturales” como El Hueco, La Popular antes de ser Casa de Cultura, el CV Deportivo, el Cabaret Caribe… Las Cuatro Esquinas del Ángel y las Plazas de San Juan de Dios y El Carmen, el Barrio de El Cristo, donde vivía intensa la cultura negra, tan silenciada en el blanco Camaguey. Recuerdo aquel hermoso juego de palabras que en el caló de los negros del Carmen describía la conquista y colonización de una madama, los pasos comenzaban por la filandovia, y continuaban por el soprache, el sobajeo, la enterrazón del muñeco y por último “ver las palomas blancas de Benito volar…”.

Al menos hasta mi generación se vivía aún del cuento y en el cuento. Todo lo principeño y hasta lo camagüeyano, que son dos categorías distintas de ser en la sabana, es y fue materia mitológica; desde las puertas de la Iglesia de la Soledad cuyos cerrados boquetes de fusilería las asociaban a la defensa de la ciudad durante el sitio y saqueo de la misma por el pirata Morgan a pesar de que este hecho hubiese ocurrido muchos años antes de que las puertas y los muros fuesen levantados en su estado actual hasta personajes como el imaginero que vivía en la calle de San Esteban casi esquina Avellaneda y que para muchos era un ser privilegiado y especial que conservaba el secreto y la verdadera historia de Dolores Rondón, y no un simple comerciante de imágenes de yeso, de muy mal gusto por cierto.

La nuestra fue, y en alguna medida es, una ciudad de puertas adentro, de la penumbra de los patios interiores, del enrejado fino de la celosía, de la intimidad, una sociedad de medio punto. El origen de nuestro teatro está más en las representaciones familiares que por Mayo (para la celebración de la Cruz) o Navidad tenían lugar en casas solariegas de mucho ringo rango o en los discretos paseos del Día de Reyes y su carga negra, que en las grandes representaciones operísticas y zarzueleras del teatro Principal, sitio también con mitos y leyendas, incluso de mitología tecnológica por llamarle de alguna manera. Todo el sistema acústico del teatro giraba alrededor de un enorme foso central, boca misteriosa, rodeado de tinajones y botellas de cerámica para guardar cerveza inglesa, que una vez eliminado en el eufórico 1976 – año en el ganamos por primera vez el campeonato de pelota – trajo como consecuencia que el teatro se quedara para siempre sordo y mudo.

Allí también está el ambiente de la tertulia de muy diversa índole. La historia las recoge desde la fundación con Don Silvestre y sus amigos sonetistas, las tertulias familiares que realizaban los asociados a las sociedades de instrucción y recreo como La Filarmónica y La Popular en el siglo XIX, hasta las más contemporáneas del bar Correo donde asistían desde Nicolás Guillén en una época hasta Rolando T. Escardó, Manuel Villabella, Lucio, Pericruz, y el difundo Miguel Álvarez Puga, poeta y hacedor de verbos tan sonoros y excitantes como aquel “sexuar”, en otra. La conversación, la memoria y el gusto por la palabra llevaron a la Dra. Ángela Pérez Lama y sus alumnos a escribir lo que es hoy una verdadera joya bibliográfica, el libro de leyendas y tradiciones Camaguey legendario. Roberto Méndez en 2006 continuó esa obra con el magnífico e imprescindible Leyendas y tradiciones del Camagüey. En la segunda mitad del siglo XX, las tertulias adquirieron formas nuevas acordes con los tiempos: la del Consejo Nacional de Cultura con Raúl González de Cascorro y Rómulo Loredo, a donde fueron a parar Efraín Morciego, Roberto Funes y otros, que era más que otra cosa una conversada informal en el Departamento de Literatura o los esfuerzos de Rómulo por reunir a contadores de historias y decimistas como el mítico Lucas Buchillón de la zona de Jatibonico – entonces eso era aún territorio camagüeyano- o los recitales de poesía que organizaba la Brigada Hermanos Saíz, después Asociación, o las que se hacían alrededor de Fefa Gómez o Pimentel y Pupi en el Departamento de Música o de Cheni y las otras “raras y valiosas” o en el Departamento Juvenil con Zaida Montells, Beba, y muchas más, todo en la Biblioteca Julio A. Mella situada en la otrora casa del Márquez de Santa Lucía, o los espacios fundados por Zully Jaspe Fondín, Rafael Esteban Peña, Miguel Escalona, Lucio, e incluso las reuniones semanales del Taller Literario Rubén Martínez Villena dirigidos por Juan Ramírez Pellerano.

La tradición de tertulia dio lugar a la de la peña, que son hoy aún recordadas u olvidadas: la Peña del Museo Provincial con Filo Torres Jr., la de Filo Torres padre y Candita Batista, la del Museo Estudiantil con Rafael Esteban y Zully, La Peña de los Sueños o el té de Manolo Martínez, Encuentro con un mundo de cosas que dirigía el periodista Jorge Santos Caballero o La Peña del Brocal. Unas fueron resultado de las otras, unas influenciaron a las otras, aun cuando sólo fuera para no hacer lo que creíamos que el otro hacía mal. Eran espacios de oralidad pura, clásica, centrada en la voz humana, resonante y viva. Unas dedicadas a la trova, otras a privilegiar la entrevista en vivo, otras a la narración, la poesía, otras integrándolo todo. La cosa es que fue una época en que la identidad de la ciudad se consolidó.

El silencio de las editoriales, primero manifestado como “colchón editorial” infranqueable y después como ausencia y muerte, condicionó de modo tal a los poetas, a los cuentistas, a los narradores, que en los ochenta y en los noventa, resucitó una tradición antiquísima, la publicación a viva voz, que algunos daban por muerta y que aún sigue estableciendo pautas incluso sobre la manera de componer o estructurar el discurso y el texto. Pero eso es viento para mover otros molinos.

II

La Peña del Brocal. Yo fundé esa peña, pero las aguas y el brocal estaban allí desde siempre, “desde antes de la creación del mundo”.

Teresita Fernández, bajo las altas yagrumas del Parque Lenin, fundó la Peña de los Juglares; pero como todo el mundo sabe que su genio no es de género práctico, ella es sólo nómada, libre y buena, y eso es mucho más de lo que se puede esperar de un mortal, realmente fue Celia Sánchez quien soñó ese lugar para ella y María Vilaboy quien lo mandó construir y quien la trajo, y al que llegó poco después Francisco Garzón Céspedes, camagüeyano tenía que ser, y le dio forma definitiva a una tertulia en la que se hablaba de lo humano y lo divino – que en mucho era Martí- y en la que lo mismo se escuchaba la palabra sagrada de un recogedor de basura y un guerrillero, hasta la de Juan Carlos Onetti, Gabriel García Márquez, Ernesto Cardenal, Roque Dalton, Silvio Rodríguez, Alicia Alonso, Tania Libertad, Sara Larocca, y otros. Allí también nació el Brocal, desde los ojos asombrados y el oído atento de un joven que regresó a su ciudad deseando ser grande para fundar una peña, y contando, con desparpajo y atrevimiento, los cuentos que escuchó allí. Era 1981.

En coordinación con Rómulo Loredo, con Mario Guerrero, con Pedro Castro, con Elgida Gil y seguramente otras personas más, trajimos en múltiples ocasiones a Francisco Garzón Céspedes para que enseñara a contar cuentos, o mejor, que nos enseñara a contar como “hecho escénico”, aún él no se atrevía nombrar lo que después fue Narración oral escénica. Y un taller dio lugar a otro, y la gente comenzó a contar o a aprender a escuchar, y nació la necesidad de tener un espacio estable donde se contaran cuentos.

Yo quería fundar La Peña del Farol, bajo uno de los faroles de la Plaza de San Juan de Dios, pero el funcionario que en esa época determinaba que se hacía allá y hasta acullá, solemnemente anunció que eso de contar cuentos en ese sitio era casi sacrílego. No se debían hacer cuentos en el lugar en el que por unos instantes yació el cuerpo sin vida del Mayor. Le propusimos entonces hacer La Peña del Brocal en la Casa Natal de Ignacio Agramonte. Y aceptó. Fue hermoso, los cuentos no podían convivir con la muerte de Ignacio pero si con su vida, beso y diamante.

El 15 de Marzo de 1987, domingo, a las 10 de la mañana, se escuchó allí una canción de Alí Primera que decía

“… No todos los domingos son
para el descanso, no son…


A trancos, pero con pasión no descansamos hasta 1989 Mariela Pérez Castro, Luís de la Cruz, Maria Magdalena González y yo. Los demás, Manolo Martínez incluido, estuvieron por algún tiempo, aunque ese fuera uno valioso, esencial y eterno.

La peña dio a conocer en Camagüey a poetas novísimos hoy voces esenciales de la poesía cubana como Arístides Vega, Heriberto Hernández, Frank A. Dopico, invitó a Luís Carbonell, primer cubano que subió en 1957 los cuentos a un escenario, Amira Navarro, Haydee Arteaga, Linda Mirabal (la soprano), Senel Paz, Antonio Orlando Rodríguez, Guillermo Vidal, Thelvia Marín, Nazario Salazar, Papito García, Filo Torres, Candita Batista, Miguel Escalona y su grupo, Waldo Leyva, poetas improvisadores, y otros muchos.

Necesitábamos público e hice talleres, en el primero de ellos (del 22 al 26 de noviembre de 1988) terminó contando cuentos Manolo Martínez. Recuerdo su pasión mientras decía un texto de Fausto Mazó. Alumno de ese taller fue también Pedro Gutiérrez Torres, director de televisión, que si bien sabía que nunca narraría un cuento oralmente pudo hacer historias audiovisuales de altísimo nivel. El que si contó cuentos alguna vez fue Gustavo Pérez, el documentalista y poeta, que no pasó los cursos conmigo sino con Garzón y que pronto supo que lo suyo estaba entre el verso y la imagen.

En época de cansancio e inactividad teatral en la ciudad, que pareció durar siglos, produjimos y montamos Francisco Garzón, Magdalena González y yo la obra de Franz Xaver Kroetz Concierto de deseo (Wunschkonzert) en traducción de Ugo Ulive. Era una historia sin textos, realista hasta el detalle, de estructura compleja, que disfrutamos mucho hacer. El público colmó la sala cada noche. Sólo entraban diez personas a cada función… de ahí el “lleno total”. Tuvimos buena crítica, eso sí.

Para el segundo aniversario de la Peña, previo estreno el 3 de febrero de 1989 de Los cuentos del cazador, mi espectáculo unipersonal dirigido por Francisco Garzón, y por iniciativa y contando con la fe y el trabajo descomunal de Ana María García Pérez, inauguramos el 20 de Marzo de ese año el Primer Festival Nacional de Narración Oral Escénica, primero en Cuba y en Iberoamérica, importante por muchas razones, tantas que en 1993, y a propuesta del antropólogo y narrador mexicano Germán Argueta, los narradores de la corriente garzoniana decidieron que ese fuera el Día del Narrador Oral. Aún lo celebran en España, México, Argentina y Cuba fundamentalmente.

Ese festival además es importante porque se comenzó a otorgar allí el Premio Cuentería, aunque ya antes había nacido en 1988 el Premio Brocal, pionero en los de ese arte, y especialmente porque allí estrenó su primer espectáculo para adultos la Maestra Mayra Navarro Miranda (Cuentos para colmar el silencio), que aunque lo hacía con niños desde 1962, no se había decidido a dar el salto hacia el otro público. El 25 de Marzo de 1989 en Camagüey arranca un camino de la Navarro que llega hasta hoy y que ha dado forma y sustancia real a un movimiento de Narración oral en Cuba. Casi todos los narradores han pasado por sus manos: Octavio Pino, Lucas Nápoles, Mirtha Portillo, Nuvelia Leyva, Elvia Pérez y otros muchos… Recuerdo cada detalle de esa función.

En el festival se abrieron las puertas a la experimentación y a la integración de las artes en un momento en que por la razonable necesidad de reafirmar el carácter artístico del arte de narrar cuentos se prefería no mezclar, no integrar. No es cierto entonces que eso llegara propiciado por eventos posteriores. Si bien Mayra Navarro y yo presentamos espectáculos a palabra limpia y a cuento desnudo, María Magdalena González estrenó Corazón abierto, mezclando escenas de dos tragedias de Federico García Lorca (Yerma y Bodas de Sangre, hechas junto al actor Juan Surí) con cuentos y poemas; Manolo Martínez (Credo para una voz olvidada) cantó acompañado del pianista Juan Pompa, y también recitó y contó; aunque a decir verdad, Francisco cuidó que se privilegiara el cuento.

La Peña del Brocal gustaba a unos y a otros no. Levantaba pasiones y polémicas. Hicimos cuentos, teatro, poesía, conversamos, cantamos, comimos. Estábamos vivos. Pero un día tuvo que terminar y se convirtió en cuento, por eso cuando escribo o habló de ella podría muy bien decir “Había una vez…” o “Érase que era…” o “Crip…crap…” Pero yo prefiero aquello de que “La Peña del Brocal. Yo fundé la peña…”


III

Durante casi veinte años no volví a contar en Camagüey. No iba, no me invitaban. Razones tendrían. Traté de fundar allí en 1995 la Bienal Internacional de Oralidad pero no les interesó el proyecto a las autoridades del Sectorial de Cultura o las informaciones que tuvieron sobre ella eran idénticas a aquellas famosas bolas negras de los clubes privados. Fátima Pattersson y la UNEAC de Santiago de Cuba prepararán en 2009 la 7ma. Bienal. Santiago y Camagüey tienen vasos comunicantes, que bien podrían ser Adalberto Álvarez, Son 14, José Rodríguez Lastre, Pedro Castro, y la Bienal. ¡A pasear en coche…! No hay de otra.

Las aguas siguieron pasando bajo el puente de La Caridad. Manolo Martínez hizo una carrera y hoy son él y Zaida Montells los principales sostenedores de una experiencia y una vida en la Narración oral que sinceramente envidio. Si algo me gusta ser y hacer en este mundo, es ser principeño y conversador, y narrador de historias. Ellos lo son. Y me hacen muy feliz. Soy memoria, pasado, y no lo digo por modestia, sino por apego a la verdad.

Entre el 8 y el 12 de abril de 2008 el Proyecto Sociocultural eJo -que dirigen y fundaron Omar González Catá y Julio Hernández- organizó el 1er. Festival de Narración oral Cuenta Cuentos en homenaje a Manolo Martínez. Honrar, honra.

Convocaron a una treintena de Narradores orales de Ciudad Habana, Matanzas, Ciego de Ávila, Las Tunas, Guantánamo y Camagüey; entre los que se encontraban algunos de los más importantes narradores del momento. Fiesta de lujo, como su organización. Pocas veces uno llega a un evento donde el artista es el centro, y todo se mueve en función de él, donde más que la parafernalia y el auto elogio, la manipulación de los invitados en función del darle brillo y renombre a los convocantes, ellos se sometan al más estricto anonimato, de modo tal que se privilegie en primer lugar al público, a su crecimiento, a su disfrute, y para lograrlo se cree una atmósfera cordial, distendida, calma, de modo que los invitados tengan la oportunidad de desplegar toda su creatividad. Eso hizo el equipo promotor.

No crean que se estaba en un ambiente edulcorado y aristocrático, tan sólo prevaleció el buen gusto, las buenas maneras, la sencillez. Se agradece. Aunque habría que repensar la programación y los horarios, definir los objetivos y estructurar el evento de modo tal que sin abarcar demasiados espacios y temáticas se pueda alcanzar profundidad y permanencia, quizás tocar menos el trabajo callejero, que no abandonarlo, priorizando los espacios universitarios, las escuelas, los centros culturales, de modo que se vaya ganando un auditorio real y no termine la fiesta como muchos espacios que mueren sobre sus propios cadáveres, es decir, los artistas terminan ocupando el lunetario y la escena alternativamente, y si sucede, como sucede, que muchos repiten la participación en el amplio sistema de eventos que abarca todo el país y después de haber presenciado una misma contada o espectáculo en los cuatro puntos cardinales se agotan y condicionan, aunque no se crea, el acto de la representación y su acogida. Pero esas son sólo pequeñas manchas, porque la luz se hizo.




Virginia López Arnau, actriz y narradora oral formada en Teatro Escambray y directora del grupo Campanario de Guantánamo, presentó fragmentos de La voz del monte, que fue quizás el momento espectacular de más alto vuelo visto aquí. Tejedera de historias haitiano-cubanas, sin abandonar nunca la condición narradora de su verbo, se empeñó en presentarnos una historia compleja, basada en la sonoridad y el color de la voz, en el ritmo y en movimientos que más que simples desplazamientos en el espacio pudieron considerarse parte de un discurso otro muy bien integrado, coreografía hiperexpresiva y a la vez sutil. La ayudaba el diseño de vestuario de Ury Rodríguez quien construyó con un enorme lienzo un funcional traje de múltiples nudos y recovecos que contribuían a reafirmar esa sensación de urdimbre y misterio de la manigua. Los ojos, ah, los ojos de la Villy. Esos ojos valen por mil palabras. Discreta, sencilla, grande la narradora, una de las mejores del país, nos dio una lección de serena maestría.

En las antípodas Sherezada otra vez de Cila González. Historia conocida y subyugante, que bien pudo garantizar la efectividad narrativa de antemano, pero que quien la dirigió o la propia narradora optó por un discurso folklorista, basado en velos y ropajes árabes así como en una dicción que trataba de entonar el castellano con los aires de esos pueblos, que le daban más el tono de un dibujo animado o de la farsa que el de un discurso escénico que pretendía darle voz a un texto clásico. Lenta, lentísima la emisión. Excesivos movimientos que no llegaban a concretarse en danza, música que demoraba o ralentizaba la narración, cuerpo no entrenado para hacer efectiva la referencia cultural que insinuaba. Puede haber sido el susto de contar ante un público de especialistas lo que le jugara una mala pasada a una mujer cuya presencia escénica podría tonarse agradable y efectiva si tuviera detrás una mano sabia que aportara y dirigiera.

El menú, divertimento para narradores expertos, concentró el esfuerzo y la gracia de Nuvelia Leyva, Mirtha Portillo, Lucas Nápoles y Octavio Pino. Lástima que en el programa no aparezca el nombre de los músicos ni yo haya tenido la precaución de anotarlos, pues ellos fueron la contraparte de un discurso que consiguió hacer gozar a los oídos sin dejar de acariciar sutilmente el pensar. Ellos, como el polo margariteño enseña, concentraron sentido, entendimiento y razón durante los minutos -se nos hicieron brevísimos- que duró ese juguete escénico, efectivo y certero. No siempre las complicadas historias y los saltos y los zarandeos frenéticos llevan a un resultado magnífico, que como este pareció cocinarse ante nuestros ojos sin previo aviso ni ensayo.

En las funciones callejeras estuvo la gracia y la vida de este festival. Osvaldo Manuel, Daniel Hernández, Joaquín García, Verónica Hinojosa, Ury Rodríguez, Nelson Aragón (El bichito de la luz), Lucas Nápoles y el grupo de gigantería Altitonante hicieron las delicias de un público cambiante y difícil que sin embargo agradeció, aplaudió y participó de una oferta inesperada, de una sorpresa. La gente va a sus labores, a su destino, a sus problemas y de pronto es interrumpida por un cuento, por un ser humano encarnado en él, por un intruso que le arrebata su ruta y lo entra en otra, por muy breve que sea la historia, es siempre una interrupción, una pausa, y podría esperarse que el sorprendido responda con enfado o con indiferencia; es que lo desviaron, pero vaya sorpresa, vaya magia la de la lengua y el cuerpo, la del cuento, el interrumpido responde participando, respira hondo y sigue. Todos los que entraron en el juego estuvieron magníficos.

Volví a hacer La Pena del Brocal el miércoles 9 a las 5 de la tarde; buena hora, la hora de Federico. Tres fueron los invitados Ury Rodríguez, Mayra Navarro y Manolo Martínez. Ellos me hicieron creer más en el cuento, en la posibilidad de encantar con sólo la palabra. Cada uno desde su maestría y su luz.

Quizás otro de los momentos altos fue la visita a los paredones de la Sierra de Cubitas, al Hoyo de Boné. Allí la naturaleza, la historia habló por nosotros. Yo me quedé mudo de asombro. Para la tarde función en la comunidad de Vilató. Sitio para reafirmarse en “la utilidad de la virtud” martiana. Niños asombrados y gozosos, que sin embargo viven bajo los fuegos de una violencia sorda, de un hablar ríspido, de un estado de necesidad espiritual. Adultos que prefieren mirar desde lejos, que se entregan a la desconfianza. El proyecto eJo puede hacerles mucho bien si logra implicarlos, si les descubre que ellos tienen historias que contar y bellezas que armar, sino se centran en un “asistencialismo” estéril y excluyente. La experiencia, si bien citadina, de Zaida Montells y el Taller La Andariega, con niños y adolescentes, tiene mucho que hacer allí. Ellos tienen tacto y sabrán hacer bien las cosas. Es mi esperanza.


Manolo Martínez. No se puede escribir la historia de la oralidad artística en Camagüey sin él. Razones muchas para dedicarle un evento en el que reinó no sólo por su historia sino por su quehacer delante de todos. Efectivo y de buen gusto, haciendo un esfuerzo extraordinario de mesura y contención para que las emociones no lo desorganizaran, no lo desbordaran, no le jugaran la mala pasada del nudo en la garganta y la lágrima, aun cuando yo mismo no me pude contenerme en muchos momentos. ¿Cómo pudiste terminar en el Brocal la Elegía a María Belén Chacón de nuestro admirado Emilio Ballagas? Aún me lo pregunto, ¿cómo hiciste para terminar en pie? De la tragedia a la risa, de la memoria al presente, de la picardía al elogio, saltaba un Manolito – ya nadie le dice así, es cosa de viejos amigos- vital y con tablas, con muchas tablas, que adquirió en los tiempos de cantar en el Cabaret Caribe y en aquel que quedaba en la calle Príncipe, frente al periódico Adelante hoy Telecentro, y de cuyo nombre no puedo yo acordarme, y que ha reafirmado en los múltiples espacios que ocupó durante estos últimos veinte años. Yo me precio de haberle abierto las puertas, lo demás lo hizo él con esfuerzo y talento. Del Cabaret a los campamentos, de la contabilidad al silencio, del cuento a la vida. Esa es la historia verdadera. Desde hace mucho dejó de ser mi alumno, si alguna vez lo fue, porque yo no creo haberle enseñado algo que realmente valiera la pena. Es mi compañero de avatares.

Fui feliz por Manolo, con Manolo Martínez. Agradecido, como si fuera a mí a quien reconocían, cuando la ciudad decidió otorgarle el Espejo de paciencia, a Mayra Navarro y a Georgina Almanza. Camagüey se honraba. Georgina Almanza, Premio Nacional de Radio, que en su modestia y finura, no dejó nunca de recordar que apenas comenzaba en la Narración oral, estaba sorprendida de tanto afecto. La Navarro es hoy una gran artista y además la creadora de un sistema pedagógico sólido y de probada eficacia. Los mejores narradores del país han sido y son sus alumnos. Ella que fue la que acompañó a Eliseo Diego, a María Teresa Freyre de Andrade, a la Biblioteca Nacional José Martí en el esfuerzo multiplicador de La Hora del Cuento, la que inspiró a Francisco Garzón cuando la vio contar bajo una luz cenital y a puro cuento en el Teatro Carlos Marx, la que sostuvo el trabajo de la Cátedra Iberoamericana de Narración Oral Escénica durante quince años, la creadora del Foro de Narración oral del Gran Teatro de La Habana y sus eventos y acciones, la primera en obtener categoría profesional como artistas de la escena, la Maestra.


IV

Durante muchos años soñé con que mis cenizas, el polvo que seré, fuera depositado en el rectángulo sagrado de San Juan de Dios. Ya no sueño con eso. Ya ni siquiera sueño. Soy polvo, “polvo enamorado” en la plaza. Me he levantado con la ciudad, he ascendido, en peso.

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