Cuando comencé a leer a los primeros neohelénicos allá por mis principeños años ochenta, me veía tentado a hacer correcciones, a reescribirlos, a versionarlos, a hacerlos entrar en la norma del español que hablo. Como no escribo, no leo, no sé nada de griego, ni del clásico ni del moderno, mis versiones son hechas a partir de las traducciones en español (de Miguel Castillo, Ramón Irigoyen, Gaetano Cantú, Luis Cernuda, Nina Anghelidis y Carlos Spinedi), de traducciones al inglés y el francés y de textos dedicados al estudio de la poesía neohelénica, fundamentalmente de Cavafy, donde aparecen traducciones literales y comparaciones de estas.
Es decir, comparando las traducciones, cotejándolas, intuyendo el sentido último de los versos, construí lo que él tenía en sus manos y que los lectores de Amnios felizmente tendrán, después de ustedes, dicho sea de paso.
Los versos que leerán seguramente se me parecen mucho, sin embargo no he caído en la tentación de mutilar lo que escribieron sus autores o de poner en sus palabras aquellas cosas que no dije por incapacidad y que sin embargo pienso. Respeté los sentidos de sus versos más los hice penetrar en el espacio de la lengua castellana, del español que hablo en su norma cubana, más bien camagüeyana; es por eso que seguramente se siente el “sabor antañón” que ya en el siglo XIX Pichardo y Moya encontraba en el habla de nosotros los principeños.
Ya se ha dicho traducir es un acto de creación tan igual al de escribir en la lengua materna, que traducir es llevar hasta ella los sentidos de la lengua otra, es decir, que traducir es trasladar, pero que también hay que tener que en cuenta que la lengua es una parte a penas del complejo mayor que es la Cultura. Traducir, entonces, no es un imposible, porque si bien somos distintos en lo aparencial, somos iguales en el Eros y el Thanatos, es decir en el terreno del espíritu es donde se producen los verdaderos espacios de unidad, o más bien la Unidad real o sea la unidad del almendro, la del núcleo, la de lo esencial que se hace perfectamente trasladable, traducible.
Para llegar hasta el centro del ser humano de cada uno de los poetas neohelénicos he tomado el camino del espíritu y no el de la letra, que es apenas un mapa, y no el territorio. ¿Pero no conocer el mapa ciertamente es un problema que va más allá de lo representacional o estrictamente cartográfico? En efecto. El mapa, en mi caso, lo componen otras traducciones, varias, que me han permitido intuir, no hay que temerle al término, donde está el sentido justo, y por justo entiéndase también exacto. No demerito las traducciones anteriores que manejo, incluso en nuestra lengua, pues son las mejores, sin embargo en ellas no encuentro el verdadero “sonido” del verso castellano, es más, en algunas no encuentro ni siquiera la musicalidad del español poético, tal parece que todos los poetas escribieran versos a la usanza del coloquialismo marginal de los años sesenta y setenta o usaran unos versículos secos, desgarbados, bastante alejados de esa poética que busca “ la divinidad en un mundo del que han desparecido todos los valores religiosos” (Rivera, 1992), entonces defiendo la necesidad, al menos personal, de recuperar para los poetas griegos contemporáneos, o para los cercanos a mi sensibilidad, versiones castellanas que respondan a ese sentido “casi místico” con el que fueron originalmente creados en griego.
Existen antecedentes ilustres de “versiones” en castellano de obras poéticas en las que su autor desconoce totalmente la lengua del original. Octavio Paz hizo una hermosa versión del libro Sendas de Ocu de Matsuo Basho sin saber ni siquiera una palabra de japonés, la hizo valiéndose de Eikichi Hayashiya, es verdad, pero, más que traducir fielmente el texto, Paz intentó que su versión diera “una idea de la sencillez y movilidad de Basho”. Con los neohelénicos intenté, sin equipararme con el mexicano, más que traducir palabras atrapar la idea de religiosidad y misticismo, de grandeza ritual, del ritmo, que hacen que en los versos, incluidos los homoeróticos o panteístas o agnósticos o ateos, se sientan los ecos de los himnos áticos o bizantinos.
He tratado de versionar especialmente a Odiseas Elytis y a Yorgos Seferis desde mi propia tragedia personal, desde la trágica insularidad, para ser más exactos. Los tres, es decir los dos griegos y yo, somos hombres de las islas, hombres que hemos construido archipiélagos de palabras, hemos encontrado la forma de levantarlas desde la esencial desnudes que son las islas. Me estoy refiriendo a islas físicas, de mar y polvo, pero también de islas imaginadas, que si nos atenemos a Hölderin son las islas verdaderas. El alemán dice en el Hyperión “que nada somos sino lo que soñamos”. Así que vale también está insularidad que se construye a si misma desde una posición ante la escritura, desde el artificio de lo factual, porque ciertamente, ustedes recordarán que sólo Elytis y yo somos exactamente isleños porque Seferis nació en Esmirna, Turquía, aunque ciertamente está ciudad continental se comporta como un espacio griego insular en medio del piélago de la cultura otomana.
La insularidad no es sólo asunto de islas físicas sino que, y mayormente, de islas imaginadas, de construcciones de sentido. El poeta es un arquitecto del desamparo y la fragilidad de las islas, él es su verdadero creador, en las islas se concentra el exotismo de lo irrepetible, la tragedia y el desamparo de la finitud, junto al horizonte presente y desplazable, movido a ritmo de mareas e incluso al ritmo de la luz. La isla es cerrada y chata de día, inatrapable por exceso de resplandores que vienen del cielo y también de su reflejo en el agua; más cuando llega la noche alcanza una altura y una capacidad aérea que son inimaginables en la tierra firme, siempre tan pesada. La isla es una porción de tierra cuya verdad está en el cielo.
Mis “versiones”, que ustedes disfrutarán en entregas sucesivas, seguramente diarias, intentan entrar en el terreno de los crepúsculos, tanto de la paloma como del cuervo, y lograr cierta temperancia no desprovista de finura y de pasión.
Me he extendido pero vale la pena que te comente estos detalles antes de que ustedes se sometan a su lectura. Aquí el felino será gato, y el roedor liebre. No existe posibilidad de confusiones.
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