domingo, 14 de octubre de 2012
Bajo un árbol de taparas VI
Hablamos en varias ocasiones de la irónica y trágica muerte del Venerable José Gregorio Hernández (Trujillo, 1864-Caracas, 1919), cuyos restos están hoy en la Iglesia de la Candelaria, después de descansar en el Cementerio General del Sur, y que es tenido como santo por el pueblo de venezolano. El eminente médico murió el 29 de junio a la salida de una farmacia situada en la esquina de Amadores, en La Pastora, donde había ido a comprar un remedio para uno de sus pacientes pobres. Fue atropellado por el único automóvil que circulaba por las calles de la Caracas de entonces y falleció al golpearse la cabeza contra el contén de la acera.
Algunos dicen que este accidente o la presencia de su imagen en cultos sincréticos afrovenezolanos ha detenido o demorado su proceso de beatificación y luego de canonización; más esas son especulaciones sin asidero pues se conoce que solo excepcionalmente la Iglesia Católica abandona su reserva alrededor de santidades, apariciones y milagros. Como extraordinaria se tiene la canonización de San Francisco de Asís, dos años después de su muerte, o la casi inmediata beatificación de Teresa de Calcuta y Juan Pablo II, pues lo más frecuente es que pasen hasta siglos antes de que la jerarquía católica apruebe estos procesos, que están en manos de la Congregación para la Causa de los Santos, conocida desde siempre por su lentitud, cautela y paciencia. Ante la eternidad no hay apuros, parecen gritarnos desde Roma.
A unos metros de esa esquina, en la que hay una tarja de mármol en memoria del venerable, se encuentra el Museo Arturo Michelena, sitio memorial dedicado al eminente pintor del siglo XIX. Allí desarrollamos la segunda fase de nuestro ciclo de talleres de Teoría de la Oralidad. Como he aprendido a disfrutar cada sitio y cada segundo sin mirar atrás o adelante, estaba abierto a la sorpresa y realmente fui encantado y atrapado por muchas razones. La caminata, la conversación amable y la simpatía de mis compañeros de aventura hubieran sido suficientes para continuar con mi euforia caraqueña, pero ya al final me colmaron en espacios que no esperaba.
Entre los asistentes al taller estaba un atento y juvenil anciano llamado Alejandro Moreno. Fuerte y vital, discreto, esperó al último día para regalarme el libro Historias del Polvorín y la cuarta calle, Premio Aquiles Nazoa de Literatura oral, 2011. Resulta que él, junto a Justo Barreto, era uno de los informantes de aquella obra y Livia Montes, la autora. Precioso libro que ilustra la vida en una de las quebradas más combativas de la ciudad capital. Texto útil que recoge la memoria y la voz populares.
Su autora había sido mi alumna del Barrio 23 de Enero, más allí no me dijo nada de su trabajo ya premiado, impreso y bautizado. Discreta y buena, atenta a cada gesto y palabra, Livia Montes había preferido el anonimato, pues en el fondo, ella siente que esa no es solo su obra sino que es del colectivo. Y tiene razón, pero también deberíamos dejar atrás la idea romántica del “genio popular”, reconociendo y sabiendo que el “pueblo”, en tanto colectivo protagónico no es capaz de relatar o de escribir su historia sino de hacerla. Es necesario que existan dueños de la palabra, de la palabra popular, constructores y organizadores del saber colectivo, y eso es ella, para que estos relatos sean hechos tanto escritos como de viva voz.
Livia Montes es uno de esos dueños de la palabra. Todavía estoy en deuda con ella pues no le dije en persona estás cosas ni respondí a la invitación que me hizo para que fuéramos a conversar y tomar cocuí, bebida espirituosa de fabricación nacional, que cada día recibe más la aprobación de los contemporáneos, sorprendidos por el descubrimiento tardío de una bebida ancestral.
Como vieron La Pastora, con su aliento colonial y pausado, es una especie de remanso en el que también la Venezuela vibra y vive. La semana próxima estaremos en la quinta de un dictador a ver como van las cosas por esos lugares.
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