domingo, 14 de octubre de 2012

Bajo un árbol de taparas VII

Hicimos un alto en el camino. Nos detuvo la visión de una posta inesperada: Cuentos del arañero, que contiene historias diversas, contadas por Hugo Chávez durante las más de trescientas emisiones de su programa radiotelevisivo Aló, presidente, que convocaba a tirios y troyanos en aquel país, los domingos, a la hora de la sobremesa del almuerzo, y que bien podía extenderse hasta la cena. Alguna que otra vez llegó hasta bien entrada la noche. Sustancia había para el relato. Aquel fue un espacio de privilegio, que ojala regresara junto con la fortaleza plena de su protagonista, pues era un importante medio para sostener y profundizar el intercambio que el mandatario mantiene y que está en la raíz de su proyecto político y cultural. Pasadas las elecciones del 7 de octubre, y consultadas las cifras preliminares, sabemos que el 54,42% de los venezolanos votaron por la continuidad del proceso bolivariano, a pesar de la guerra mediática, la zapa oligárquica y los errores cometidos desde su propia tolda. Para haber logrado tal exito es fundamental la obra, lo palpable, es decir, lo que se pueda comer, tocar, disfrutar, pero también se asienta y sostiene en la comunión de los relatos de vida del ser humano que es Hugo Chávez, hombre bisagra, que logra articular la historia personal, las historias colectivas y la Historia. No olvidemos que la batalla está y estará siempre en multitud de frentes, y que no se debería abandonar la frontera de los imaginarios, de lo simbólico, o dejarla a la buena ventura. Pero lo prometido es deuda, y hoy, aún cuando quisiera seguir escribiendo la crónica de una victoria anunciada, tengo que regresar a la narración de mi resiente viaje a Venezuela. Esta semana llegaremos a la casa de campo de un militar y político caraqueño, de un dictador del tipo de los tiranos hacedores de megaproyectos: Antonio Guzmán Blanco. No nos detendremos en su figura pues lo sabroso del relato no descansa en él, sino en lo que ha terminado siendo su morada. El difunto se debe remover en la tumba, quizás azufrada y ardiente, vaya usted a saber, pues lo que fuera un bucólico refugio familiar es hoy un espacio para la cultura y el desarrollo de amplios sectores populares. Seguramente, para el gusto de aquel personaje, demasiados “patas en el suelo” caminan sobre el tablado de sus pisos, se asoman a sus portales, o disfrutan de la frescura que dan a la mansión los puntales altos y las tejas rojas. Esta casa es hoy albergue de talleres, de proyectos, de sueños compartidos, por los habitantes de la parroquia de Antímano, de sus cerros profundos, en los que, al decir de un amigo, aún está pendiente “la entrada definitiva de la revolución”, pues esta es una zona en la que se acumulan deudas sociales tan antiguas y profundas que no podrían ser resueltas en los trece años de gobierno popular, por mucho que se hubiera apostado en ese empeño. Tiempo al tiempo, y trabajo. El hecho de que la propiedad de un dictador sea Casa de Cultura popular, que allí vaya la gente a crecer y a soñar, es ya un gran paso. Quizás el primero de ellos, pero ya sabemos que sin este no existirían los otros. A mi, fuereño, por mucho que sienta en mi piel a la Venezuela, seguramente se me escapan matices o destellos esenciales a la hora de ver y describir la realidad de aquel país, sin embargo, al convivir entre ellos, al escucharlos, al intercambiar puedo descubrir y sentir algunos elementos que a otros viajeros seguramente se le escapan. En taller de la casa de campo, convergieron jóvenes ansiosos de saber, personas que venían por herramientas que les permitieran ser más eficientes y atentos en sus trabajos, maestros interesados en perfeccionar estrategias pedagógicas, trabajadores que pretenden interactuar en los predios de la Cultura popular, y lideres políticos comunitarios. Estos últimos de muy diverso tipo, pues me encontré algunos de tendencia radical, empeñados en aplicar recetas y manuales; otros que pretendían ignorar la experiencia extranjera, con cierta vanidad; hasta los más orientados y sabios, que estaban abiertos a nuevos conocimientos, pero siempre intentando escoger, elegir, lo que más se acercara al alma venezolana, a la historia y la experiencia, a la practica y al sentir de sus compatriotas. Seguramente con estos últimos me sentí no sólo más cómodo, sino que más identificado. Confiemos en que el chovinismo o ese espíritu de “aldeano vanidoso” sea vencido por la racionalidad y por los relatos populares. Insisto en los relatos, en las historias contadas y vividas, porque existe la tendencia a dejarlos a la buena de Dios. No basta con aprender a leer y a escribir, hace falta aprender a contar, a narrar nuestros propios cuentos, a escuchar. De la misma forma en que “el arañero”, “Tribilín”, aprende y cuenta su historia, y la hace desembocar en la Historia, para construir y levantar, para solidificar y componer el cuerpo social de un país, hace falta que los actores populares recuperen su palabra, la Palabra. Cuando narraba en los talleres, en la casona dictatorial y en los otros espacios, las antiguas versiones de los cuentos populares, los talleristas descubrían los mecanismos de manipulación a la que estos fueron sometidos. Primero los infantilizaron, luego los ruralizaron, para finalmente convertirlos en relatos neutros, inofensivos, incapaces de dar cohesión al cuerpo social. Los cuentos populares, si seguimos la ruta de Disney, terminan siendo el verdadero opio de los pueblos. La semana próxima cambiaremos de aire y de ciudad, nos adentraremos en los llanos, en busca de la imagen de los relatos.

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