domingo, 14 de octubre de 2012
Bajo un árbol de taparas VIII
Cuando llegué a Venezuela en 1991, en los otros viajes, o cuando vine formando parte del contingente de médicos cubanos que abrieron la Misión Barrio Adentro, no sabía que estaría alguna vez en los llanos. Por aquellos años el país se me redujo a los estados Lara, Mérida y al Distrito Capital.
En el 2003 regresé entre el miedo y la sorpresa. Sabía cuál era el territorio, más no dónde estaría mi casa. Y eso asusta. Mucho.
En el aeropuerto de Maiquetía no me esperaban, como en los otros viajes, ni en los sucesivos, cosas conocidas. No desembarcamos en un local lleno de pasajeros corriendo como hormigas, ni estaban las Señoritas de Rojo, diligentes muchachas cuya principal misión era guiar a los extraviados por pasillos, enormes e impersonales, hasta depositarlos en una nueva ventanilla, puerta de embarque o taxi. Llegamos a un sitio lleno de materiales de construcción, a través de los cuales nos abrimos camino. Solo estábamos los Guardias Nacionales y nosotros. Aquello más parecía un hangar en obras.
Atravesamos la pista, a pie enjuto, y llegamos hasta una mesa con televisor que hacia las veces de cabina de emigración, ocupada por un funcionario que nunca me miró a los ojos pues estaba más atento a un partido de béisbol entre el Magallanes y los Leones de Caracas que de su trabajo. Después entendí que el individuo hacía lo que debía, pues nadie debe perderse, por ninguna razón, un clásico, como sería en Cuba no disfrutar de un encuentro entre Industriales y Santiago, o ver jugar en su terreno a los Yanquis de Nueva York contra cualquier club de las Grandes Ligas. Los encuentros entre ambos equipos venezolanos son cosa de argolla y garabato, como diríamos por aquí.
En los parqueos del aeródromo me llegó el susto colosal, o más bien el terror. Ahí escuché, por vez primera, el nombre de la ciudad en la que viviría por dos años, y créanme que el nombrecito, a secas, no permitía otra emoción: Calabozo. Cárcel, mazmorra, potro de torturas, esbirros, soledades, rechinar de dientes. Cuántas cosas encerradas en una palabra. Calabozo.
Si alguien hubiera tenido más sentido común o piedad filial que prisa, hubiera pronunciado el nombre completo de aquel sitio: Villa de Todos los Santos de Calabozo. Sede archiepiscopal, asentamiento de la represa más grande de América Latina, zona arrocera colindante con el parque natural Aguaro-Guariquito, situada a un costado del río Apure, distante dos horas de San Juan de los Morros -capital estadal-, ciudad tranquila y polvorienta, provinciana como pocas y amable a su manera.
Otro puede ser el cantar, si se entona el verso completo. Pero las cosas son como son, y no como deberían ser.
No estuvimos en Caracas más que minutos, pronto salimos para nuestro destino. Los llanos de noche, vistos en una autopista, desde una buseta que avanza por caminos tortuosos, no son nada del otro jueves. Hay que verlos de día o en la oscuridad de la sabana, montado sobre una bestia, y sintiendo el agua bajo los pies. Otro gallo canta.
Recuerdo nada más que el paso por la Encrucijada – olor a arepa, cachapa y empanada- y una indicación de carretera que señalaba la distancia hasta un municipio llamado Girardot. Nada más.
En otros lugares he contado de mi estancia en Calabozo, de las personas que conocí y del amor que me nació. Pero debo renunciar a lo que no mueva los molinos del presente.
Permítaseme una digresión para hablar del cielo que está sobre esos lugares. Eduardo Saborit no sabía lo que decía cuando en su famosa canción, devenida himno, Cuba, que linda es Cuba, afirma, con otras palabras, que el azul del cielo de la isla no tiene competencia. Él no vio el cielo venezolano, en los llanos, cuando cae la tarde o al alba. No hay azul, ni oro, ni rojo, como aquellos. No hay cielo como el de mi segunda patria. No lo hay. Créanme.
Volvamos a lo nuestro.
María Romero, la más salía que un balcón, nació en Maracay, así que cuando siete años después de mi primer encuentro llanero, llegué a esa ciudad, de algún modo la conocía. Sentía la proximidad del Barrio de Santa Rosa, la enormidad de la Plaza Bolívar, o las malas pulgas de su beata, la Madre María de San José, que se conserva incorrupta, en una urna de cristal, cosa que, según Leonor Basalo - importante fotógrafa-, la convierte en la Bella Durmiente de los Llanos.
Nada conocía de la ciudad a la que entraba, así que todo transitó de la sorpresa a los gozos.
Una joven – Patricia- había escuchado sobre mi taller y quiso compartirlo con los suyos. Me dijeron que iría hasta el Municipio Girardot. Pero yo no recordaba ese sitio, o más bien en mi memoria era un anuncio en la carretera, partiendo de aquella encrucijada tan llena de olores y sabores. Mis amigos conocían la ciudad colombiana de Girardot y porfiaban que hubiera alguna de igual nombre en su país. Ellos deberían saber lo que afirmaban. No fue hasta que llegué que descubrí la identidad del sitio. El Municipio de marras es una entidad político-administrativa, un territorio, no una urbe; sólo que dentro de ese espacio está la ciudad de Maracay, capital del Estado Aragua.
Allí viviría los cuatro días que cambiaron mi mundo.
Antes de entrar al Museo de Antropología e Historia, donde sesionaría mi taller en las mañanas, dimos vueltas en el auto, guiados por un portugués amable, hasta que reconocimos el lugar. Vueltas al laberinto, encuentro de minotauros.
Nos esperaba un edificio necesitado de reparaciones urgentes, que sin embargo mostraba una belleza singular. Sólida arquitectura, desprovista de adornos superfluos, pero hecha para resistir el sol y los excesos de los llanos, sin perder armonía y elegancia. Soportales inmensos, amplios salones con patio central, bañados por la poderosa luz de estos lugares, albergando una valiosa colección de muestras de la cultura material precolombina, necesitada de rediseño en su museografía, de modo que pueda ser más atractiva y eficaz en su propuesta. El tiempo ordenador y las buenas manos de los responsables seguro harán su trabajo.
Todo estaba dispuesto, así que, casi sin sacudirme el polvo o saciar la sed, arranqué a hablar sobre Teoría de la Oralidad para un publico atento, joven, que me miraba como intentando descubrir por dónde iban mis fuegos. Me sentía observado por los ojos de una mosca. Ese órgano facetado, que encantaba a nuestro Lezama Lima, y que permite componer una imagen desde los ángulos más insólitos. Unidad en la diversidad.
Normalmente, cuando habla, uno es el que observa, mira el silencio del auditorio, y compone una fotografía, a la que le va añadiendo elementos visuales y táctiles que nos permitirán medir el grado de empatía o de penetración que alcanzamos. Pero esta vez toda estrategia fallaba, yo era la imagen.
Más que incomodidad sentía curiosidad, estímulo.
Hasta el final no pude saber de qué se trataba. Cuando estábamos tomando un refrigerio se me presentaron los muchachos, y fue ese el momento en el que se armó el rompecabezas. Resulta que la mayoría del público estaba integrado por los artistas del Colectivo Fotográfico del Estado Aragua d76, que fundara y dirige la maestra Leonor Basalo.
Había ido a bailar en la casa de los trompos.
Todo sucedió a paso veloz, como si supiéramos que debíamos aprovechar el tiempo presente, que era nuestro único tiempo posible. Me llevaron a ver una exposición con imágenes tomadas por ellos durante una de las fiestas populares más importantes del calendario celebratorio venezolano: Los Diablos Danzantes de Cata. Imágenes de una potencia extraordinaria, que conjugan precisión compositiva y destreza formal, cosa poco frecuentada y menos alcanzada en los predios del arte contemporáneo.
Generalmente estamos acostumbrados a cierto estilo, cierta maña a la hora de fotografiar, digamos que revisteril o turística, que comulga con la mirada y el ego del conquistador, del que invade los espacios de la Cultura Popular y la degrada convirtiéndola en folklore y no en reproducción y testimonio asombrado de una vida profunda, de un universo simbólico; pero d76 se va al otro extremo y logra, más que atrapar la ceremonia, vivirla. Estas fotos son una prolongación de lo que ocurre en el espacio físico y lúdico de los danzantes.
Interrogándolos, punzándolos, intentando descubrir el misterio de las imágenes de esta familia, llegué hasta el lugar donde se cocinaba la hermosura. Es que estos fotógrafos tienen alma y olfato, tienen oído atento, y para ellos lo más importante no es apretar el obturador, disparar, sino contemplar.
Muchos le temen a esa palabra porque entraña, cierta dosis de quietud, de inacción. Pero en este caso, como en todos los esenciales, la contemplación no es más que el camino para dejar que el otro ocupe el vacío que hemos abierto en nuestro interior, lo habite, lo complete, y entonces se produzca esa suerte de sobreabundancia, capaz de hacer brotar lo bello y lo útil, que necesariamente se derrama en actos concretos, en acciones con vida.
Fui hasta Aragua a encontrarme con la ciudad y sus ojos iluminados, y eso es suficiente como para que la vida se tuerza, se enrumbe hacia nuevos pastos, urbes, hacia otros cielos y otras tierras por venir.
Fui con ellos a un mercado, cuyo techo estaba tejido con mano maestra; descubrí el espíritu de algunas cervezas que me eran extrañas; y conversamos, sencillamente hablamos de quiénes éramos y de cómo mirábamos.
Ahora quiero volver, pero para escuchar los silencios de los danzantes de Cata, llevado por los ojos de d76, guiado por ellos, que resultaron ser más intensos y extensos que los de Virgilio, aunque yo no sea más que el reflejo de un tiempo al que llamarán antiguo y no el Dante.
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