Llueve, afuera llueve, y recuerdo
una tarde caraqueña, junto a Emilio Jorge Rodríguez y Daniel García, mis compañeros de
aventura, caminando por La Candelaria, en medio de una llovizna pertinaz. Éramos
llevados por Mirna, nuestra culta y generosa guía. Mujer que ama a su ciudad y la conoce. También la
sufre. Vemos gentes por todas partes, en el apuro por librarse de la lluvia,
pero no espantados por un acto de violencia, tan comunes en la primer y sucesivas
Caracas que he ido viviendo y reconocido.
Algunas
pensarán que no me pareció agresiva la ciudad porque no me agredieron, y eso
puede ser, también puede ser; pero algo ha cambiado, ahora es una ciudad más
incluyente, más de sus gentes y para ellas. Me gusta pensar que esta urbe en
los próximos años será un modelo de convivencia, un santuario para seres humano diversos y armónicos.
Confieso
que había olvidado que cosa era ser feliz, y allí volví a sentir la felicidad a
chorros, la simple felicidad de despertar y estar vivo. No ocurrió nada
excepcional, nada de esas cosas que reconocemos como motivos para sentirla. Fui
yo, y eso bastó. Me sentí querido, respetado, tomado en cuenta, sentí que me
escuchaban personas a las que era útil y placentera mi palabra. Sólo estábamos
Caracas, la nueva, y yo.
Uno
de los motivos más intensos para esta percepción nació de mi contacto con las
gentes del Barrio 23 de Ene ro, de
mala fama y peor estampa durante mucho tiempo. Ahora empieza a renovarse, y al
conocer su gente hasta yo me remocé.
Aquella
es una comunidad
rebelde, auténtica, constructora y especialmente conciente de su ser, una
colectividad que desde siempre decidió vivir para si. Ideada por la megalomanía
constructiva del último de los tiranos públicos venezolanos, fue ocupada, y
trasformada por su gente. Allí se movieron las luchas guerrilleras de los años
sesenta y las luchas urbanas y obreras que prepararon, que están en la raíz,
del Caracazo contra el neoliberalismo, del
alzamiento del 4 de Febrero y después de la revolución bolivariana, empoderada
desde 1998 hasta hoy, resistiendo güarimbas, golpe de estado, acoso mediático y
quinta columna interna.
En
la Venezuela del Pacto de Punto Fijo, la post-pérezjimenista, la derecha
internacional y sus lideres norteamericanos ensayaron la teoría de la seguridad
nacional, el neoliberalismo en economía, la guerra mediática, el
neocolonialismo político y un lento, cuidadoso y aplastante proyecto de
criminalización de la protesta social, entre otras muchas barbaries, sólo que
en medio de una democracia formal, con elecciones y alternancia de partidos en
el poder. En la Venezuela entre 1958 y 1998 hubo una dictadura tras bambalinas
que en el escenario exhibía el glamour de la meritocracia y el surgimiento de la
cultura “sifrina” y consumista,
aderezada con el mal gusto y la pompa de unos nuevos ricos capaces de
vender su alma a Satanás con tal de mantenerse en el poder. El pueblo y su
miseria se veían porque los cerros crecían y cercaban el valle, pero con no mirarlos
tenían.
Recuerdo
como los políticos en época de campaña electoral repartían antiparasitarios,
cual golosinas, creando una cultura de la necesidad de quitarse periódicamente esos
bichos, como si los pobres fuéramos perros incapaces de contarle nuestros
síntomas a un médico y este ponernos el tratamiento adecuado; además de que no
imaginaron nunca que terminaríamos enterándonos que no existe aún un
antiparasitario universal capaz de matar a tirios y a troyanos indistintamente,
es decir, uno que eliminara a los
cientos de parásitos que nos infestan o que el origen de nuestros males radica
en la pobreza, que es la fuente de donde
mana la enfermedad y la violencia, y no, como nos quisieron hacer creer, que
todo sucedía porque éramos sucios y agresivos por naturaleza, o al menos por
mala administración y peor entrenamiento para dirigir nuestros destinos. Tengo
viva la imagen de un niño de Lara que lloraba pus o la de una mujer que
sangraba durante seis meses sin parar y que aún le faltan otros seis para ser
operada en un hospital público, pues tal era el tamaño de la lista de espera.
Muchos
eran los males que se fueron acumulando y le dieron presión a la caldera social
que terminó explotando en el Caracazo del 89, el mismo que le dio un soberano
puntapié al “inefable” Carlos Andrés
Pérez, de infeliz memoria en la política, pues tiene el
indeseable mérito de haber sido el último de los tiranos ocultos que infestaron
la 4ta. República; pues al presidente
Rafael Caldera, que si bien fue uno de los autores del pacto que le dio origen,
hay que reconocerle el mérito de no haber cedido a la tentación de no reconocer
el triunfo popular en las elecciones que llevaron al Palacio de Miraflores a
Hugo Chávez. El 23 de Ene ro estuvo
en epicentro de esas luchas, y todavía hoy mantiene viva sus células más
combatidas.
Decir
que allí no hay choros y malandros, acumulación de violencia y desorden, es una
manipulación y una mentira, como lo es generalizar y singularizar como
corrupción total a una comunidad viva e intensa. De ella estaremos hablando la
semana próxima, pues posee el árbol de taparas que fue mi paraguas y fuente, el
responsables de mis ojos nuevos.
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