Llegar a Caracas el 22 de junio
fue una odisea; y no exagero. Lestrigones, sirenas, cíclopes y hasta ciertas
amazonas, contemporáneas y urbanas, eso
sí, se presentaron puntuales, más no el avión. Transcurrieron doce horas entre
que el pájaro de lata saliera de La Habana y llegara a su destino. Más valió la pena. Finalmente
estaba allí y a las tres de la mañana la ciudad parecía, a lo lejos, un enorme
árbol de Navidad o más bien de dolor, sufriente, una cruz centellante; pues
detrás de cada bombilla del cerro hay una casa pobre, con sus historias de
penurias y desamparo, que el tiempo
bolivariano ha empezado a cambiar, para bien. Ya se ven las nuevas casas y
a lo lejos flotan despaciosos los vagones de los teleféricos que comunican el
valle con las alturas, siempre populosas y populares.
Atravesar
los “boquerones” e ir reconociendo los sitios y los olores fue lo mismo. Mi
memoria tiene mucho de pansensorial. Recuerdo en ocasiones una textura, otra un
sabor, otra una referencia, una cita erudita, un paisaje… o todas las cosas
juntas. No tengo una especialización o una preferencia sensorial, aprovecho y
disfruto cada estímulo venga de donde venga o sea quien sea. Soy del símbolo y
de la idea. Soy
humano.
Creía
haber olvidado a Venezuela, pero estaba en mí, más que como recuerdos como
segunda patria. Hasta ese momento no sabía que ella era mi casa, o mejor, la
casa de mi madre.
Hay
cosas que no tienen explicación o las tienen todas a un mismo tiempo. Eso
parece ser lo que ocurrió. Me esperaba una cubana gentil y un chofer portugués,
con el que después hiciera otros viajes, y fuimos directo al hotel que ahora se
llama Alba Caracas, y que antes conociera con nombre de cadena gringa. Suerte
que es propiedad del estado venezolano, pues podía encontrarme una sorpresa idéntica
a la que recibí en la SINA habanera, cuando un prepotente e infantil
funcionario me acuso de mentiroso y de otras lindezas para justificar la
decisión de negarme la entrada a los Estados Unidos, país al que no podría
llamar con los mismos adjetivos con los que nombro a Cuba, a Venezuela y a la
noche.
Desde
que vi al país me sentí amado. Y esa es una sensación inconfundible. Quizás sea
la llave que me abrió los ojos y el corazón.
Al
amanecer, los primeros contactos oficiales, y una corrección del rumbo y las
expectativas. Creía que trabajaría con profesionales, especialistas en la
recolección de relatos orales, más aquella era una verdad a medias. Impartiría
talleres de Teoría de la Oralidad a promotores culturales, líderes
comunitarios, escritores, fotógrafos, y gente de otras profesiones o sin ellas,
pero siempre en entornos populares. Después del primer temblor, acepté el reto.
Tendría que ascender al alma y a la inteligencia de la gente sencilla; tendría
que respetarlos, impartiendo absolutamente todos los contenidos que había
planificado, sólo que haciéndome entender, y para ello debería renunciar al
adorno y lo fútil para centrarme en lo esencial.
Muchos
dicen que hay que hacer que el pueblo suba, cuando más bien lo que debemos
hacer es ascender a sus cumbres.
Esta
visión desde regiones transparentes e
intensas, esta de sentarme, con mis instrumentos callados, a escuchar a la
gente sencilla, es la clave que me hizo comprender el por qué Caracas es hoy
una ciudad otra, más amable.
No
negaré que la seguridad ciudadana sigue siendo un problema a resolver en
plenitud o que hay cierto desorden urbano, que va desde esa manía de conducir
los vehículos a fuerza de colocar el morro por delante, aunque se violente el
derecho de vía del otro y hasta el sentido común, o que vuelan desde los
edificios cuanta materia sea posible lanzar, o que la mugre se acumule en un
entorno tan vital como la Esquina del Chorro. A pesar de esas sombras, no se
puede negar que Caracas hoy es una ciudad en construcción, que tiene un proyecto y un futuro,
sedimentado en los últimos trece años de gobierno popular. Ella reafirma su
hidalguía en la misma medida en que su gente se empodera, se organiza y actúa.
Amo
la ciudad y sus gentes, las que conocí en las oficinas del Centro Nacional del
Libro – organismo que promovió mi viaje-, o en los barrios populares como el 23
de Ene ro, La Pastora y Antímano, y
hasta las que no conozco y viven en el norte, el sur, el oeste y hasta en el
este.
Amo
a esa ciudad y si me siguen en los sucesivos relatos terminarán amándola; sólo
que no porque yo la ame, sino porque ella se lo merece.
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