En 1991, a través de la Unión
de Narradores Orales de Venezuela (UNOES), llegué a Santiago de León de Caracas.
Tuve miedo, mucho miedo. El periódico El
Nacional reseñaba la muerte de una niña en el céntrico Boulevard de Sabana
Grande cuando un malandro, al arrebatarle una cadena – que imitaba al oro, más
no era-, terminó disparatándole en la frente, en medio de la multitud y el
bullicio meridiano de una de las arterias comerciales más concurridas. Para
entonces la ciudad de Simón Bolívar era la más peligrosa de America Latina.
Por
suerte estuve sólo unas horas allí.
Regresando
de Barquisimeto, urbe centrooccidental muy recoleta y pintoresca, me fui a
vivir a la
urbanización Las Mercedes , que aún sigue siendo un sitio
donde vive gente de alta solvencia, y a cada momento el sueño me lo interrumpía
un tiroteo; idéntico al que presenciara una noche, cuando Iván Curiel, el
esposo de mi tía Concha, insistiera en mostrarme el Panteón Nacional. Justo
frente a ese sitio, sagrado para cualquier nuestroamericano
de bien, de un lado la
Policía Metropolitana y del otro una orquesta de choros, se disputaban la zona.
Esas
impresiones iniciales se repitieron por años. No llevo cuenta de las veces que
he estado en aquella, que siempre fue una ciudad sucia y hostil. Subir desde
Parque Central, por la
Avenida México , cruzar el Parque Carabobo, donde está el
Ministerio Público, es decir la Fiscalía, y llegar hasta las Torres del Silencio era
una aventura similar a la de un
explorador del siglo XV que penetrara en territorios habitados por caníbales. A
veces una pequeña curva, un tramo mínimo de calle, podía hacer la diferencia
entre la vida y la
muerte. Salir del antiguo Caracas Hilton, por su amplio
corredor externo, y cruzar hasta el residencial Anáuco, por la placita que
queda frente al Museo de Arte Contemporáneo, era un acto de temeridad sólo
comparable con atreverse a entrar en la jaula de un león hambriento. En ese
tramo cualquier cosa sucedía. Uno no podía ni siquiera ir tranquilo y
confiado hasta La Candelaria, barrio
hermoso, y visitar, en la iglesia del
mismo nombre, la tumba de José Gregorio Hernández , o
atravesar la Avenida
Baralt , cruzar por debajo Puente Llaguno, para llegar hasta
la zona colonial y rendir homenaje al santo venezolano en el sitio donde
falleciera, atropellado por el único automóvil que circulaba entonces por Caracas,
antes de convertirse en la colmena humeante que es hoy.
A
Caracas le tuve miedo siempre, era una ciudad que no se me rendía y que yo no
lograba amar. Más algo pasó esta vez.
En
sucesivas entregas intentaré contarles de los misterios y hermosuras de una
ciudad otra a la que amo, y no sólo porque fue fundada por un Lozada, que según
se cuenta en la mitología familiar, fue quien introdujo mi apellido en esta isla , cuando hizo puerto en Santiago de Cuba , y se
dedicó a reparar sus naves y a cumplir con
el mandato bíblico de “crecer y multiplicarse”, para después zarpar a Tierra
Firme.
Hay
que tener paciencia, porque he aprendido que ustedes, mis queridos lectores en
la Red, prefieren la brevedad y la síntesis. Así que no encontrando otro modo de ser
“mínimo”, me decido por ir contando las historias en brevísimas partes. ¡Que
así sea, y nos encontraremos en cualquier esquina de Caracas! Me gusta la
Esquina del Chorro o la de Pajaritos, pero esa es harina de otro costal.
No hay comentarios:
Publicar un comentario