Al caer la tarde salí corriendo hasta la iglesia del Convento de la Merced en Camagüey. Era diciembre de mil novecientos ochenta y seis. Por aquellos días el templo amenazaba con abrirse en dos, como una fruta podrida o un cascarón vacío, y las autoridades, juntamente con el Obispo diocesano, habían decido cerrarlo al culto y esperar que soplaran vientos más favorables para poderlo restaurar.
La historia del desastre comenzó con la llegada de los Carmelitas Descalzos y la electricidad a la ciudad. Los hijos de Teresa de Ávila, que habían sustituido hacia ya mucho tiempo a los Mercedarios fundadores, queriendo alumbrarlo todo, horadaron el piso del coro y, usando una cadena de hierro, colgaron una hermosa lámpara de araña que extendía su luz sobre el atrio morisco que estaba debajo, combinación de arcos, obra magnifica de la alfarería y la arquitectura principeña, hecha sólo de ladrillos criollos, seguramente ajuntados con argamasa, mezcla de cal viva y sangre de toros. Así estuvo por años sin que nadie se percatara de que una profunda grieta avanzaba desde el agujero del coro hasta el presbiterio y su cúpula, justo por la mitad y a todo lo largo del templo. La herida se hacia cada vez más profunda y amenazaba con destruir lo que durante siglos se había venerado con una joya. Esa es la iglesia del Santo Sepulcro. El agujero, la cadena y la lámpara, atravesaban el punto de máximo trabajo de aquella construcción, y ya se sabe o se imagina qué puede suceder cuando el sitio en el que convergen todas las fuerzas y las tenciones se taladra, se perfora. A uno de los salones de aquel convento se habían trasladado temporalmente la mesa del altar y el lugar santísimo.
Aquel pequeño espacio, ese día 26, estaba abarrotado de fieles católicos, curiosos y hasta de periodistas y funcionarios. Cosa extraña. La música comenzó a sonar y Monseñor Adolfo Rodríguez Herrera, sereno y majestuoso, atravesó la sala. Junto a él un hombrecito delgado y sonriente. Joven, ciertamente joven. Por esta vez todos los ojos no se posaban en el prelado sino en su acompañante. Era Frei Betto, un dominico, hasta entonces desconocido para los hijos de vecino, como yo, pero que ya trabajaba acercando a opuestos y creando un clima de confianza que, a la larga, intentaría subvertir la ojeriza de unos y el recelo de otros. Betto venía de la lucha social y del compromiso con los pobres, venía de la misma corriente teológica que fundaron Gustavo Gutiérrez, Leonardo Boff, y otros, es decir, era un “teólogo de la liberación” que nos ayudó a todos en el intento, que dura hasta hoy, de liberarnos de la carga pesada de la desconfianza.
El dominico se había entrevistado durante veintitrés horas con Fidel Castro y de allí había salido el libro Fidel y la religión. El texto del antes y del después para los creyentes, cristianos o no, en este país. Fidel hablaba de nosotros, nos colocaba en el contexto de la historia y de la Revolución cubana, y nos abría a la posibilidad de participar, sin ojerizas ni límites, en la vida del país. Otros han hablado extensamente sobre las causas y las consecuencias de la larga noche de sordos y de ciegos en la que nos vimos sumidos, donde lo peor que ocurrió no fueron las dolorosas historias personales de cada quien, ni siquiera el dolor colectivo frente a la marginación y el ostracismo, sino la imposibilidad real de que un hombre de fe viera en un ateo a su hermano, a su prójimo, y lo amara, y la de que un hombre sin fe religiosa se distanciara de otro ser humano que también formaba parte de un pueblo que aspiraba a vivir la justicia y la libertad no únicamente como un derecho humano reconocido y judiciable, sino como una simple y cotidiana realidad, sólo que este último incluía a Dios en su proyecto y por esa razón se le excluía y hasta se le segregaba.
Frei Betto es una de las bisagras de la puerta ancha por donde se pasea el alma de la nación cubana, y mire usted, es un brasileño, un nuestroamericano. Hay que reconocer, además, otros antecedentes, a saber, que conforman las hojas de esa puerta o sus pernos: la fluidez y la seriedad de las relaciones diplomáticas entre el Gobierno y la Santa Sede mantenidas aún en los momentos más tirantes y controversiales que enfrentaron al Estado con amplios sectores dentro de los católicos cubanos, la inteligencia política, la flexibilidad y la amplitud de miras de algunos actores de ambos bandos; la celebración del Concilio Vaticano II y de reuniones de muy alto nivel que intentaron implementar y articular sus resultados (Encuentros del episcopado en Puebla y Medellín, y otros menos resonantes pero de hondo calado), el papel de actores internos tendentes a crear puntos de dialogo y cooperación (tanto de las Iglesias nacidas a partir de la Reforma luterana, los cultos afrocubanos, el espiritismo, así como de fracciones muy minoritarias del catolicismo doméstico), la participación de sacerdotes y fieles laicos en los movimientos sociales en el área entre los años sesenta y setenta del siglo XX, el dialogo con las Comunidades Cristianas de Base en América Latina, los sectores estudiantiles, juveniles y obreros de la Acción Católica del continente, la experiencia chilena con el Gobierno de la Unidad Popular, la experiencia sandinista y sus sacerdotes ministros del estado, el dialogo con los reformados del Caribe o la participación de amplios sectores de la Iglesia latinoamericana en la defensa de los derechos humanos y la resistencia a las dictaduras, la articulación de la Teología de la Liberación como corriente de pensamiento, la clara opción por los pobres de la Iglesia postconciliar, entre otros.
En aquel diciembre camagüeyano el dominico apenas puso su nombre y la fecha en los libros que se le abalanzaron, llevados por personas que querían tocarlo y verlo. Yo guardo mi ejemplar. Imaginarán que en aquella ocasión no cruzamos palabra y no lo tendría delante de mi otra vez hasta veinticuatro años más tarde.
Mi familia y yo tenemos un amigo gallego, José Andrés Sardina, que trabaja en las obras de restauración del Convento Dominico de San Juan de Letrán y hace unos meses lo invitamos a ir con nosotros a la Feria Internacional del Libro de La Habana. Al recogerlo nos encontramos con que el P. Manuel Uña estaba con Frei Betto y su agente literaria en el patio. Al saludarnos nos presentó a su hermano de religión. Ya no es el joven de pelo crespo y castaño, tiene canas, pero aún le brilla la mirada. Tampoco yo soy el mismo, mucho ha pasado bajo el puente.
Le conté que estaba leyendo su libro La obra del artista (Editorial Ciencias Sociales, La Habana, 2009) y me recomendó leerlo según el método de su padre: “léalo dos veces, una vez lento y otra vez para contemplar”. Después de esa breve plática cada cual siguió a lo suyo. Más yo aún estoy allí y en las páginas de Betto.
El Padre Uña -bueno siempre, hasta para Cuba bueno- tenía en sus manos otro libro del autor: Un hombre llamado Jesús (Editorial Caminos, La Habana, 2009), presentado el día antes en la Feria. De ambos libros hablaré.
Empezaremos justamente por este último.
En algunos sitios se puede leer que ese es “una biografía de Jesucristo, no autorizada, pero tolerada por las autoridades de la Santa Sede”. Lo que parece ser una aseveración simple, ciertamente común en los medios periodísticos y editoriales, en realidad esconde un conjunto de imprecisiones y hasta de mentiras rampantes y manipulaciones. Hay cierto tufo amarillista por todos los costados de tal aseveración. Para no entrar en detalles debo aclarar que, por suerte, desde hace mucho tiempo la Iglesia Católica Romana no tiene un Index para las obras de ficción sino que se limita a expresar sus opiniones, orientar a los fieles laicos sobre la lectura o a ejercer censura sobre aquellas obras que estrictamente sean de Teología católica, pero no ejerce censura o limita la circulación pues, por suerte, el fuero civil se encuentra respetuosamente distanciado de sus competencias y su alcance se manifiesta más en el plano moral o espiritual que en el jurídico. Si esta fuera una obra de la Teología de la Liberación o escrita por uno de los teólogos llamados a silencio, como el alemán Hans Kung, otro gallo cantaría.
Pero Un hombre llamado Jesús no es una biografía, es una novela, una novela sobre Jesús de Nazaret, que se apropia de elementos narrativos y estructurales de los llamados evangelios sinópticos, de la narrativa oral oriental y de recursos que provienen de la novela histórica y hasta del folletín o la literatura de cordel, y que ciertamente va contando lo que se conoce de la vida del protagonista en mucho a través de los evangelios del canon, la tradición o incluso de textos apócrifos, del mismo modo que aporta interpretaciones muy personales del autor, que especula sobre lo que posiblemente ocurriera o recrea atmósferas, ambientes, o desarrolla personajes que apenas la tradición y las escrituras cristianas mencionan o, como en el caso de María de Magdala, el autor se salta la tradicional interpretación, sin fundamento en la Escritura, que cree reconocer en la Magdalena a una prostituta arrepentida, y Frei Betto la hace ver como una mujer atacada por las autoridades patriarcales y la comunidad por el hecho de procurar el conocimiento. La especulación no se basa únicamente en la voluntad o el deseo del escritor, que por ser este un documento de ficción estaría más que justificado, sino en el hecho excepcional, pero cierto, de la existencia de mujeres que desde la antigüedad, y en esa misma época y entorno geográfico, enfrentaron las costumbres, las normas, de separarlas de la educación y la ciencias y se convirtieron en poetisas, filosofas, matemáticas, etc. llegando incluso a ser víctimas hasta de violencia física o psicológica.
Betto ciertamente hace una novela cuyo centro es el kerigma, el anuncio del núcleo de la revelación cristiana: Jesús, el Nazareno, es el Hijo de Dios, es Dios que se encarna, es el Mesías esperado, que se hace hombre, padece, muere y resucita al tercer día y regresa a su Padre, abriendo las puertas al hombre para que también disfrute de la vida trinitaria del Creador. Aunque Betto no nos muestra al Paraíso en la futuridad sino que nos lo presenta como una realidad que hay que construir entre todos, idea esta en la que se reconoce a la Teología de la Liberación pero que no es una formulación teórica, una especulación teológica, sino que es presentada como parte del cuerpo de la historia o como parte del aparato de influencias, preferencias y elecciones que la sustentan y sazonan.
Pretender ignorar al texto narrativo, a la novela - más cercana a La piedra que era Cristo de Miguel Otero Silva que a la Vida de Jesús del hagiógrafo Giovanni Papinni o a Jesús de Nazaret, obra teológica con tinte biográfico del actual Sumo Pontífice- reduciéndola a una “biografía tolerada”, no debe ser visto como un enunciado ingenuo. La potencia, la fuerza del libro del dominico está en ser lo que es, una obra de ficción, que sin embargo nos religa con lo sagrado, con la posibilidad de leer la historia del hombre desde la perspectiva del aposento alto, del sitio preñado por el Espíritu, que está siento un lugar sumamente desprestigiado, saboteado, no sólo por el ateísmo militante, sino que también por la “nueva religiosidad de mercado” que nos asecha por todas partes y que pretende colocar al hombre frente a una realidad en la que, sólo cuando acepta convertirse en consumidor pasivo, renunciando a la selección y la escogencia en exclusividad, alcanza plenitud y gozo.
Lo mismo ocurre con La obra del artista (Editorial Ciencias Sociales, 2009). Si usted lo presenta únicamente como un libro de divulgación científica, o como un texto filosófico o como el intento de una nueva antropología, en tanto lee al hombre en el Universo, lo está mutilando, aunque sea aplicable a él cada uno de esos epítetos o clasificaciones, o que en mucho se puedan obtener de él aseveraciones o ideas que se correspondan con cualquiera de esas disciplinas. El padre del autor tiene razón, el libro es ante todo, una puerta, una ventana, una ruta para la contemplación. Su eficacia descansa en que nos propone una mirada a todo desde el Todo, una visión ecuménica y global en la que el Creador habla a través de las criaturas y ellas, por su parte, lo denuncian, lo proclaman, lo muestran en su desnudez y plenitud.
Escritos ambos libros con una prosa ágil y elegante, no temen llegar a honduras y afrontar temas arduos, siempre poniendo en primer lugar al otro, al otro que lee. Muchas veces detrás de la divulgación científica o del relato histórico se esconde un ególatra que más que iluminar con el conocimiento o mostrarnos al o los personajes lo hace es centrar el foco sobre si mismo, una veces haciendo extremadamente ardua la lectura, sin necesidad, u otras colocando en boca del protagonista ideas o hechos que le son ajenos y que se corresponden más con el ideario y la vida del escritor que con él mismo.
Recomiendo leer los dos libros, en el mismo orden en que fueron comentados. El resultado será posiblemente una suerte de gran explosión espiritual que ojala derive, por un lado, en la expansión de las miradas y las percepciones, y, por otro, contribuya a la concentración y la afinación del sentido de las cosas y de la vida en cada uno.
1 comentario:
Jesús magnífico artículo, yo también estuve ese magnífico día de la visita de Betto a Camaguey, excelente tu blog, sigue siendo Hoy un buen dia para la Esperanza, un abrazo desde Chile
Nicky Peón
doctornicolaspeon@yahoo.com
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