Cuando menos uno lo imaginaba, Generoso Fabián Guevara Pérez Perdomo y Muñoz, El Mejicano, arrancaba a contar la historia de sus viajes por el mundo. Ésta era siempre una saga divertida o disparatada, aunque en ocasiones eran el paisaje o las cosas las que contaban. No había sucesos, sólo estaba el mundo frente a nuestros ojos. Sólo nosotros y las sensaciones. Solos ante el solo.
Con él aprendí que cada palabra es un volcán y un espejo, que cada una de ellas contiene la semilla de un universo y que, cuando es pronunciada correctamente, este estalla y se expande.
A veces uno lo escuchaba a través de la pared o a lo lejos. No lo tenía delante y el efecto se multiplicaba, como aquella ocasión en que le oí contar sobre Granada y describió la Fuente de los leones y el sonido del agua, y al último de los moros que lloraba como mujer lamentando la pérdida de un reino que su varonía no le permitió conservar. Aún resuenan esos chorros. Aún estoy absorto en la quietud del agua. Él narraba del otro lado del muro, para un mecánico de aires acondicionados empeñado en hacer funcionar nuestro aparato de ventana. El agujero, que antes colmaba el equipo, ahora libre de su peso, se convirtió en una pantalla donde la palabra del abuelo se hacía corpórea. Generoso Fabián creaba el mundo. Mi abuelo Generoso fue dios.
Éramos pobres, y de cierto modo aún lo somos, sólo que ya él no puede llenarnos de palabras. No sé cuando empezó a narrar su cuento sin final. Ahora ya no lo escucho y espero, yo espero, para que, llegada la hora y haciendo un pequeño gesto con sus manos, sonriendo como sólo él sabe hacerlo, me vuelva a contar la verdadera y triste historia del día en que él y Ñuñúa, es decir, el tío Sergio, y los abuelos Cándido de los Ángeles, alias Cañasanta, y Nanita, la abuela Susana, descendieron a todo trapo por la Avenida Juárez, en la Ciudad de México, donde él había nacido, hasta encontrarse con el mar, que no era tan azul como el de Cuba sino gris. Tuvieron que salir huyendo, vaya usted a saber por qué. La cosa fue tan desesperada y urgente que se marcharon sin equipaje, sin nada, y abordaron un barco que los dejó, desamparados y muertos de miedo, en Guaracabulla, luego de una travesía horrible donde no faltaron tormentas, calmas chichas de nunca acabar y hasta el intento de abordaje de unos hermanos de la costa que comandaban un patache de muy mala estampa. Feroces eran aquellos tipos. Si no llega a ser porque a mi abuelo se le ocurrió quemar el piano de cola, propiedad del capitán, que era francés, de seguro los hubieran alcanzado porque la leña que les habían vendido en el Mercado de la Ciudadela era más verde que la bilis de una tonina indigesta.
Entones mi abuelo reía a carcajadas. Con sorna. Nosotros permanecíamos mudos, con los ojos como platos y la boca desmesuradamente abierta, a pesar de los prodigios que obraba la geografía cuando encarnaba en su voz.
No importaba la verdad, porque ella era verdadera sólo en el relato. No importaba la precisión porque únicamente en el cuento estaba lo exacto. Incluso, tampoco importaba mucho lo narrado, porque lo realmente valioso era lo que ocurría entre mi abuelo y nosotros, sus oyentes, lo que ocurre entre el cuentero y sus contertulios. Lo demás son palabras y ya se sabe que “palabras son palabras/y todas son falsas…”
Después conocí a Fausto Cornell. Feo, miope, renqueaba, tenía una boca enorme llena de dientes torcidos a través de los cuales salían chorritos de baba, pero que cuando contaba una historia lograba maravillar al más pinto de la paloma. Era el sacristán y secretario de la Iglesia de Nuestra Señora de la Soledad, en Camagüey, y pasito a paso me hizo la más completa relación que se hubiese hecho jamás acerca de los sucesos y dolores acaecidos con la participación de los más ilustres parroquianos desde el día en que los carreteros descubrieron la imagen de la Virgen – una armazón de palo, que tiene dos manos y un torso de mujer del que brotan dos graciosos y púdicos bultos- en medio de la lluvia, el fango y la desbandada, hasta los instantes en que su voz se apagó para siempre, no por obra de la muerte sino de un curita que quiso reformar el orden de las cosas y no le bastó con machetear el púlpito, botar la primera mesa del altar, llevar hasta el rastro multitud de candelabros de bronce, desaparecer a San Epigidito – soldado y mártir-, cambiar el rostro del presbiterio arrancando los enrejados – filigrana, obra de maestros herreros-, y otras ingeniosas correrías dignas de su fuego e ignorancia. Lo que peor que hizo aquel ensotanado fue cerrarle la boca a Fausto Cornell. Después La Soledad se ha convertido en lo que es: una patética torta de cumpleaños. Ahí esta el origen de la caída y decadencia de casi todo ese mundo. Es decir, del mío. Mas todavía quedan los chisporroteos y los fulgores de aquel contador de historias.
Luego, luego…El relato de lo que fue La Peña de los Juglares, la que inventaron Celia Sánchez y María Vilaboy para Teresita Fernández, la de las yagrumas enormes y las piedras, la que Francisco Garzón Céspedes definitivamente convirtió en suceso y en leyenda… pero esa es harina de otro costal.
Era mil novecientos ochenta y yo venía huyendo de las derrotas, fue un año duro para tantos otros, y la Teresa dijo “A mi, que soy una mujer de eternidades, me gusta repetir con Li Po que los hombres nos pasamos la vida luchando por esa fruta inútil que es la eternidad” En su voz aquello sonaba duro, y es que no siempre la palabra puede ser grácil, ligera, “vaporosa y fina”. Recuerdo a Francisco, ese mismo día, maravillándonos con sólo dos perros y una sopa de piedra.
Estos recuerdos siempre vienen a mí desde lo luminoso, desde el chisporroteo y el contacto. Ahora mismo regresan momentos, cuenteros y deslumbres: Mayra Navarro, en Camagüey contando Suicidio de Freddy Artiles, Elizabeth Sieffer en el difícil Árbol de Navidad, Marcela Romero en La Flaca, Antonio González describiendo el Misteri d´ Elx o mostrando el epitafio de Tirante, Coralia Rodríguez en sus cuentos africanos, la Kabiria en los ojos de Rachid Arbal, Eusebio Leal contando sobre un veterinario, una cruz y un Libro de Horas, Ury Rodríguez en lo alto de sus montañas, El Caimán de Sanare en un bar de su pueblo, y muy especialmente Hassane Kouyaté, el más grande de los hombres de la palabra que he conocido.
Ante todos ellos me ocurre lo mismo, deslumbramiento y fulgor, que son los sentimientos más democráticos de mi alma, porque allí caben desde el abuelo hasta el griot de documentada tradición secular.
Pero… ¿qué tienen ellos, qué ocurrió con ellos y no con los cientos de contadores de historias que he visto en mi vida, algunos hasta excepcionalmente buenos? Trato de explicarme y sé que estoy ante una sustancia inasible y resbaladiza, aunque creo que, por instantes, se deja atrapar en su “definición mejor”: más allá del cuento, del narrador, de la narración oral, de la circunstancia, está el puente de luz que se establece entre dos seres humanos, entre el que cuenta y el que escucha y mira. Cuando esta estructura se logra conformar hemos logrado el material de más sólida resistencia, que garantiza la victoria frente al tiempo, la desmemoria y el afán por sustituir los gustos, las pasiones y las experiencias.
Por variados caminos en estos días me llegaron textos donde se menciona a un cuentacuentos norteamericano llamado Brother Blue (Hugh Morgan Hill. Cleveland, Ohio 1921- Cambridge, Massachussets, Noviembre 3, 2009). Solamente tengo algunos datos sobre él, escasos, vagos, pero suficientes como para intuir que es un ser excepcional que lograba conectarse con la gente de modo tan sólido y único que siempre es recordado en lo resplandeciente.
Escuchemos a dos colegas de Estados Unidos, que hablan de Brother Blue:
Mi hijo Ernesto, leyó para mí un texto de la revista Storytelling, Self, Society (Volumen 1, Número 1, Florida Atlantic University, 2004) donde Joseph Sobol, Narrador oral y profesor en la East Tennessee State University, dice:
“Muchos de nosotros contamos historias que pueden ayudarnos a compartir y comprender la leyenda que se teje alrededor de nosotros mismos o de nuestro oficio.
Una de ellas, podría ser la que narra como me encontré, por vez primera, con Brother Blue, al final del Fisherman´s Warf en San Francisco. Yo acababa de interpretar temas para guitarra clásica y de grabar duetos, justo al lado del mercado histórico de la ciudad. Me encontré con él al final de una larga fila de artistas callejeros y de vendedores, estaba rodeado por niños y sus padres. Todos hipnotizados. Blue contaba, cantaba, bailaba, hacía todo eso a un mismo tiempo, y, de vez en cuando, ponía la rodilla sobre la tierra y besaba el polvo. No tenía ni idea acerca de cómo se podía calificar lo que él hacía – la palabra narración oral aún no tenía un lugar en mi cabeza-, pero aquello me llamó mucho la atención, y, lo que es más importante, me colocó frente a ese estado de disfrute, de goce estético, donde el artista parece querer salvar al mundo y donde las personas y las cosas habitaban dentro de él y tienen su lugar. Brother Blue comenzó su carrera como predicador y realmente nunca se ha mantenido lejos de esos ropajes, sólo que ahora los ha teñido con una nueva paleta de colores.
Aquella vez, allí, Brother Blue contó historias, con todo su ser y con toda su alma, que fueron las que salvaron a un pobre pecador vagabundo de vivir una vida inútil encerrado entre la música clásica y la literatura.
¿Cómo es qué esta historia, la de mi encuentro con él, sucedida hace ya muchos años, se relaciona con mis estudios actuales sobre narración oral? Les cuento. Principalmente se relaciona porque la narración oral, para mi, aún esta conectada con el impulso de salvar al mundo. Ella es a un mismo tiempo una historia, un público y un poco de polvo entre los dedos. Eso permanece en la esencia de una experiencia que para mí esta viva: la chispa de Blue, que continúa rasgando el tejido de lo cotidiano, de lo vulgar, de lo soez.
El tiempo ha pasado y los fuegos de aquella historia ya no arden, más su chisporreteo puede que aún tenga influencias peculiares en el lenguaje, en las formulaciones, de nuestro profesión. Sus efectos son más evidentes en algunas de vías o planos, haciéndose más obvia la certeza de que podemos ver como todo alrededor de nosotros puede ser reconocido, estudiado, a través de generalizaciones, que nos permitirán arribar hasta las grandes y enterradas metas del conocimiento”.
En el No. 5, de 2007, de Tantágora, revista catalana de narración oral que dirige Rosen Ros, Jay O´Callahan le cuenta a Bob Reise -ambos norteamericanos-:
“Estaba en Harvard Square. Yo tenía la cabeza repleta de las normas de urbanidad que, se supone, deben seguir los adultos. Entonces vi a Brother Blue. ¡Él se las saltaba todas! ¡Bailaba el cuento! ¡Rapeaba el cuento! ¡Jugaba como jugaba yo con mis hermanas y hermanos! Me di cuenta de que yo vivía encorsetado, y Brother Blue ignoraba los corsés, ¡los destrozaba! Fue para mí como la luz de un faro, como una estrella milagrosa que me decía: ¡Hazlo!”.
No tenemos que detenernos mucho para poder advertir los paralelismos existentes entre los dos relatos: Sobol y O´Callahan hacen referencia explícita a la luz o a lo luminoso, lo centellante, lo explosivo, el faro, la estrella, no sólo de lo que sale de Brother Blue o de su recuerdo o de la estructura del espectáculo y el relato o de la circunstancia o de la memoria, pues para ellos lo esencialmente luminoso está en el contacto, en el puente establecido, un puente que nos religa con nosotros, con los otros y con lo sagrado.
El “misterio o la esencia del misterio de Blue”, si es que lo hay, nos ayuda a entender el por qué de la vigencia y el renacimiento, por épocas y a trancos, a veces más o menos largos, del antiguo y siempre nuevo arte de la palabra viva.
En Cuba, y quizás en muchas otras partes, hoy necesitamos de las cosas que ofrecen los cuenteros, tenemos, pues, que abrir los ojos y el alma, que es en mucho también pensar, estudiar, descubrir, reflexionar, argumentar, polemizar, además de ver, de escuchar y de sentir. Tenemos que tener también generosidad y sabiduría, pues sólo ellas nos permitirán poner nuestra parte en la construcción de los vínculos, los espacios, los puentes, que a pesar de que serán nuestros no dejarán nunca de ser tan idénticos, tan iguales, a los que creó Brother Blue.
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