Todavía no sé de dónde viene mi palabra. Uno quiere averiguarlo, saber cómo brota. Pero yo sencillamente hablo y no sé responder esas preguntas. A veces son los otros los que interrogan. Los por qué tienen la máscara del misterio. No sé. Honestamente no sé. Quizás nació de mi necesidad de contar, de comunicarme o me la encontré en el teatro, en la cuentería, o me tocó sin que yo lo hubiera pedido. Ella es también un don.
Me crié en un ambiente entre el campo y la ciudad y ese es un universo en el que aún se cuenta mucho. Los vecinos se reúnen en las noches y se hacen cuentos de aparecidos y desaparecidos, como aquel en el que un negrito chiquiticose trepaba sobre la grupa del caballo del que estaba narrando sin que se lograra saber nunca de dónde había venido o cómo había llegado hasta allí, o el del caballo blanco que en las noches lanza estrellas desde sus casos o los de las lloronas, las madres de agua, los fuegos fatuos o los de las muertas jóvenes y bellas que engatusan a los choferes de alquiler que acostumbran a ligar a las mujeres solas que recogen a la vera de los caminos sin siquiera saber de dónde vienen o hacia dónde van.
Creo que esas historias a mí me fueron endulzando la lengua y educando el corazón.
Mi mamá y mi papá nacieron en esos campos, también mis abuelos. Son de las montañas yateranas. Eran dueños de finca y se juntaban con los trabajadores de la recogida del café a contar y a escuchar. Allá todavía la palabra es muy necesaria e importante. Ella une, reúne y es la alegría.
Allí sigue existiendo la armonía que es el fruto de la palabra. Cuando subo a las lomas la puedo sentir.
Mi padre es también un hombre de la palabra, aunque no sea un artista, porque en mi familia no los hubo hasta mí, más cuando él o mi abuelo contaban yo podía verlos trasladarse de un lugar a otro o ir a visitar una novia o en las noches muy oscuras que pasaban cosas extraordinarias o cruzar un río crecido a las doce de la noche. Yo vivía esa fantasía que ellos trasmitían. Sus ojos eran mi camino. También sucedía con mi mamá. En Yateras hay mucho frío y allí la gente sabe abrir caminos con la palabra. Es un lugar muy duro. Arar un campo para sembrar frijoles en esos sitios debe acompañarse de la palabra. No se puede hacer en silencio. La palabra allí es un rito que acompaña a la necesidad. Es también un poder.
Por otro lado, vivir en Guantánamo marca. Es una ciudad que está muy untada por el Caribe, bañada por las aguas y las gentes que vinieron a vivir y a contar con nosotros; y los medios, ya se sabe,mhacen a las personas, las cultivan. Yo creo que ese sitio es muy importante para el nacimiento de mi imaginario. No hay nada más hermoso que las tradiciones que vienen de Haití, de Santo Domingo, de Puerto Rico, de Jamaica y que allí se juntan.
La magia de las palabras muchas veces llega sola o nace de mi búsqueda. Soy un conversador o soy un actor porque nací así y en esos lugares.
Mas, ante todo, soy un cuentero, y contar, hablar, decir, es mi primera necesidad. Eso nació en mí mucho antes de que pudiese estudiar teatro y ser actor, titiritero o director, o que pudiera pensar sobre las artes escénicas, eso es anterior aún a que todas esas formas o ideas se incorporaran en mí para integrar un universo que me permite entregar, redimensionado, lo que quiero decir, porque para mí lo esencial es comunicarme.
He ido construyendo, sin darme cuenta, un tipo de ritual para poder enfrentarme a cualquier hecho escénico, uno que responde y es hijo de ese devenir, de esa corriente. Por ejemplo, cuando fui a narrar El caldo de piedra o La sopa de hacha, que es una historia que tiene muchos títulos y que yo descubrí en un libro de cuentos tradicionales portugueses, comencé preguntándome cómo hacer para que él fuera mío y cómo hacerlo de modo que le pudiera servir a esos campesinos o a esas personas concretas que, como yo, vienen del campo o viven en él; en las periferias urbanas o en la cuidad. Me preguntaba también cómo podría encontrar una manera de decir que les pudiese ser útil, o cómo lograr que aquella narración dejase de ser portuguesa para ser de ellos. No fue delante de un escritorio donde encontré las respuestas: fue en la naturaleza, en los espacios habitados por ellos, que son los que realmente me ayudan a contar; fueron ellos mismos los que me afirmaron, los que hicieron la estructura. Poco a poco, en la serranía, el propio público me ayudó a construirlo. Ellos me alimentaron y ya no puedo dejar de hacerlo de ese modo. Esa es una ritualidad compartida y no puedo decir que renunciaré a sus modos porque ya es imposible; forma parte de mi ser, que es también, en mucho, un ser colectivo, una manera de estar y de presentarse; una manera de entregar y recibir.
Yo he ido a contar con muchos públicos y digo que voy a hacer tal o más cuento, pero cuando llegó al lugar y me hablan de algo, o veo, cambio de historia, porque empiezo a pensar en el ritual que se va a consumar cuando estemos frente a frente, en el aquí y ahora, y en lo que esas personas y ese espacio me provocan. Le doy mucho valor a esa interrelación.
Encuentro cuentos que quisiera contar, que me gustaría contar, pero primero me pregunto si le va a interesar al que me va escuchar, si le servirá. Pienso mucho sobre lo que puede pasar cuando se enfrentan los públicos y mi necesidad. Eso es un asunto que resuelvo, a veces, con intuición. Hay ocasiones en que entre el encontrar el texto y el contarlo no pasa más de una hora porque necesito enseguida poner en contacto a esa historia con la gente o sencillamente poder confrontar mi placer y mi estímulo con el de ellos. Otras veces dejo pasar el tiempo.
Casi nunca menciono el autor de lo que cuento —sé que eso es un problema en el mundo de los escritores o del derecho de autor— porque yo lo que hago es robarme las historias para contarlas. Me otorgo a mismo una suerte de patente de corso. Las versiono, las llevo de la escritura o de la oreja hasta la lengua, la mía; luego entonces los sucesos los arrimo hasta mis recursos, mis posibilidades vocales, expresivas, técnicas, y en alguna medida dejan de ser de él para ser míos y de los públicos. A los escritores les agradezco que me den los motivos para compartir, que me regalen la alegría de encontrarme con ellos o que ellos se atraviesen en mi camino.
Por ejemplo, narro textos de Niurki Pérez, una escritora camagüeyana, y con ellos tengo una relación muy hermosa. De Cuentos papatatos —libro que me robaron y que siempre sueño fue a caer en manos de un ladrón que le da mejor uso que el que yo le di— he narrado historias en México, en Colombia, en Venezuela, en España, en Cuba, y todo el mundo se alucina con la de la lagartija que no quería su cola o con la gallina que nunca había puesto un huevo. Pero entre lo que escribió la autora, entre lo leído, y lo que yo cuento han aparecido otras construcciones que fui haciendo o que el publico me fue entregando. Me gustaría que ella me viera contar, que escuchara sus cuentos ahora que son otra cosa. Cuando conté en Venezuela la historia de la lagartija que tenía aires de Miss Universo, como ahí hay una cultura alrededor de esos concursos, se crearon enseguida códigos, guiños, complicidades y señales que sigo usando y que hacen que ese cuento, al menos yo, lo sienta más mío que de ella...
Fíjate, por ahí, con esos presupuestos, es por donde armo mis ritos, por donde me siento más cómodo, donde le hago homenaje a la palabra, porque yo vivo en ella, no de ella.
La ritualidad, que podríamos llamar cotidiana, la del hombre de a pie, en circunstancias cotidianas, hace la recepción de la historia, como se sabe, pero en mi caso, ella, además, la construye. Por eso algo que viene de un autor, de una sensibilidad, se transforma y me transforma; se estructura y me estructura.
Claro, también hay otra ritualidad que sazona mi palabra, así como el culantro, el apio, o la cebolla de mi caldo. Yo crecí en una familia donde la conexión con las religiones, no así con lo sagrado, no estaban. Descubro ese mundo después en las comunidades, ricas y diversas, que van del espiritismo – cruzado o de caridad- al vodú y uno empieza a intercambiar con ellas y termina también metiéndose dentro su mundo espiritual, que se expresa a través de los bailes, los cantos, la veneración a las deidades - el Varón Samedí, Ercilí, Ochún o la Caridad del Cobre-, que también nos hacen caribeños, tanto como nos pueden distinguir la exuberancia en la gestualidad, la musicalidad al hablar o la inquietud.
Si me ves sobre la escena enseguida descubres estos elementos. Soy muy inquieto mientras actúo o narro, pero también me los puedes ver en los distintos registros de mi voz, en la armonía de los gestos y los desplazamientos. Todos esos elementos, que también se dan en las expresiones religiosas, los incorporo. No soy un fanático, ni siquiera practico alguna de ellas en específico; sin embargo tomo de todas, y a todas las puedes reconocer en mí. Vivir en ese contexto te hace, aunque a veces ni si siquiera uno se da cuenta de que está siendo moldeado.
Algunos se extrañan que yo pueda cantar o saber de religión, que yo sea diferente, pero es que soy guantanamero. Mi palabra tiene esas marcas, esos sonidos, que a veces son sacados nada más que usando una lata y un palo y que de algún modo son nuestras esencias o las representan, y que a pesar de ser cubanas tienen aires distintos, particulares. Si quieres confirmar eso, escucha los acentos diversos que tenemos incluso entre los orientales, dependiendo de la región en la que vivamos, sin que dejemos de ser unos y otros orientales y cubanos. No todos los de por aquí hablamos igual. Tenemos esa musicalidad, ese cantao, pero desde diferentes visiones, maneras. Cuando yo descubro esa música en mi voz, vibro.
Mis raíces fluyen en mí como el manantial, como el cielo.
Yo no he contado aún lo que quiero contar o todavía no he encontrado la historia que me hará feliz por el resto de mi vida. Me falta por construirla; quiero hacerla, pero sé que eso viene en el camino, que puede ser que pasito a paso ya la esté contado, porque uno se da cuenta del cuento que eligió pero pocas veces descubre al que te eligió o al que está por llegar.
A veces un cuento se me cuela, me selecciona, pero no hay que ignorar nunca que después de esa elección quien escoge es el público, que él es quien determina no sólo qué quiere escuchar sino cómo lo quiere. Uno termina acomodándose en el triángulo hermoso que forman el autor o la fuente, el cuentero y los receptores, porque ellos, como ya dije, forman parte de la historia. El público cuenta a la par de uno y el espacio cuenta y te transforma.
Por ejemplo, yo no puedo narrar Francisca y la muerte, el cuento de Onelio J. Cardoso, en un teatro, en una sala donde el público va a disfrutar, de la misma manera que lo hago rodeado de cafetales o en la Punta de Maisí donde la gente tiene otras expectativas, otra ubicación. El cuento asume formas diferentes. Este que es, además, el primer cuento que conté cuando aún era un niño, cambia especialmente. Una maestra camagüeyana, que se fue a vivir a Guantánamo, me lo puso en las manos y cuando me fue a preguntar qué pensaba de él, se lo conté de un tirón. Desde entonces he vivido múltiples versiones y emociones con ese mismo cuento, tan es así que cuando escucho a otro contarlo no puedo dejar de pensar ¿por qué hace mi cuento? ¿él no sabe que es mío? ... aunque sepa que ese cuento no lo escribí yo ni que esa Francisca sea la misma.
II
Llevo diecinueve años subiendo a lo alto, subiendo lomas, contando en lugares hermosos. Si cuento en Santa Catalina o en el Alto de Cotilla, por allá por Baracoa, donde hay un sitio en el que se ven las dos costas de la Isla, si cuento en los lugares donde está el campesino, descubro que he tenido la posibilidad de subir, de llegar lejos, pero también que no he llegado aún a lo que realmente está más alto. Yo y la Cruzada Teatral Guantánamo-Baracoa lo que realmente queremos es subir hasta las alturas de esas personas.
He visto allí los rostros más bellos que un ser humano puede ver. He visto venir a un señor mayor, a un campesino, con su jolongo al hombro, con el machete a la cintura, subir del conuquito que tiene abajo, desde su sembrado de maíz o desde su finca enorme, y llegar porque se enteró de que alguien de la Cruzada iba a actuar. Lo he visto llegar rígido, porque el campo es duro, y he palpado las marcas en su rostro, que también son duras, y, de pronto, cuando yo arranco a contar una historia o varias he podido ver como él se relaja de tal manera que se convierte en algo angelical.
Lo realmente extraordinario es que un hombre que viene con la rigidez del trabajo duro, de pronto, gracias a la palabra o la música de la palabra o no sé si gracias al encanto o la magia o a la energía que fluye, y que sólo se puede sentir frente a frente, se va relajando de tal manera que el saco se va al suelo, sus manos se cruzan con ingenuidad y se queda mirándote y haciendo gestos de asentimiento con la cabeza, queriendo decir que así, que exactamente así fue como ocurrió, de que así es la historia. Eso es lo más hermoso porque en ese momento un ser humano dejó de pensar, por un instante, en que acaba de venir del trabajo y se ha detenido ha vivir otras historias, otros mundos, que alguien le ha llevado.
La belleza está en el amanecer, en el despertar, en la vida misma en las montañas, pero… esos rostros, ésos, esas gentes tan ingenuas; esas personas que te ofrecen la vida en un momento y a las que uno puede cambiar, enamorar, ilusionar, son lo realmente más hermoso. Esa es una de las satisfacciones más altas que una persona puede desear.
Creo que los públicos más agradecidos y más nobles están en las alturas, o los campesinos que viven en las llanuras, hombres y mujeres de campo que se entregan sin miedo, que no temen al ridículo, porque tienen un sentido de la cultura muy distinto al nuestro.
Una vez en la Cruzada llevamos un espectáculo teatral a un lugar que se llama Patana, que está en la tercera terraza, yendo desde Punta de Maisí a La Máquina en Gran Tierra, que es un lugar muy distante —para llegar a él hay que atravesar zonas de diente de perro— y en el que viven muy pocas familias. Presentamos un espectáculo titiritero, pero allá hay pocos niños y van los adultos también a las funciones. Dos títeres dialogaban, cuando de pronto un hombre dice “¡A mi nadie me jode, a ese muñeco lo tienen aguantao!” Hasta ese momento, con toda la ingenuidad del mundo, él pensaba que el títere era un actor, hasta que descubre que es un objeto animado, sostenido, por una persona. En ese momento se le rompió todo el encanto, más lo hermoso es que ellos tienen la libertad, sin temor alguno, de decir lo que creen o lo que sienten.
Esas son las cosas que enamoran y dan ganas de trabajar para ellos. No estoy diciendo que en las ciudades no me han pasado cosas hermosas y conmovedoras. Sólo digo que son otra cosa.
III
Uno de los de allí se quejó porque habían talado el árbol que guardaba la memoria de muchas familias.
Aquello realmente fue algo malo para la gente. Era un jagüey, uno de los muchos que hay en Guantánamo, y que siguen sirviendo para la costumbre afrocaribeña de sentarse bajo la sombra de los árboles a conversar, como antes lo hicieron y aún lo hacen sus ancestros africanos que se reúnen bajo el árbol de las palabras o de las conversaciones sencillamente para hablar, no importa de qué.
Yo he contado debajo de esos árboles y las raíces grandísimas que salen sirven de asiento. Allí yo he visto los rostros más angelicales del mundo.
IV
No hay nada mejor que tener conciencia, saber, para poder reconocer lo que miras. Digamos, estás en La Caridad de los Indios, y llegas, y los escuchas cantar en un Altar de Cruz, que es una de las tradiciones más hermosas que existen, un ritual que se hace en honor de la Virgen de la Caridad para pagar una promesa que se le ha hecho, por cualquier motivo, una tradición que tiene que ver con otras como la de la Cruz de Mayo, que es española, pero en la que se le canta especialmente a la Virgen, a la Cruz, a través de varios bandos que compiten por obtener los atributos que están en él, como pueden ser la bandera cubana, un barco, una paloma, las estrellas o los ramos de flores.
En el altar, que tiene siete escalones, encima está la Cruz y abajo la Virgen y en los siete escalonas hay velas. Hay una madrina que abre el Altar, con todos los rezos tradicionales, como los Gozos y los Perdones, pero los bandos, con un guía y un coro, después empiezan a cantar improvisando para poder ganarse los atributos que están en cada escalón del altar. Esta poesía improvisada narra la historia de la promesa, es decir, del por qué están ahí reunidos agradeciéndole a la Caridad del Cobre. Los sucesos, la vida de un individuo se transfieren a la comunidad, se hacen patrimonio común a través de la celebración, del canto, del rito, del contar.
La madrina es quien determina al final quién se va ganando los premios y el premio mayor es la bandera cubana. Después está la paloma, que es preciosa, hecha de algodón, está además el barco, que cuelga, las velas...
Van de lugares distantes a competir y después cuentan de sus éxitos, pero el premio mayor es la patria, la bandera.
El Altar dura entre las seis de la tarde y la medianoche. Una vez entregados los premios comienza la fiesta. La gente come, baila, bebe, hasta la madrugada.
Escuchar cantar los Gozos y los Perdones, con aquellas voces tan agudas y bellas, con aquellos rostros marcadamente indígenas, en medio del lomerío, lo hacen a uno levitar, pues se tiene la certeza de estar ante lo más alto de nuestra cultura.
Pero vas a otro lugar y te encuentras con el changüí, el quiribá, el nengón, o te encuentras expresiones muy mezcladas pero que aún hablan de un origen indígena, como podrían ser en los bailes, en los ritos del Espiritismo de Cordón, pero más que estudiar detalles, ver o comprobar, lo que sucede es que uno siente, recibe, sabe.
Allá arriba todo es mágico y distinto. El changüí de Yateras es más lento, más cadencioso que el que se toca en la ciudad. Ellos se pasan toda la noche bailando, entonces su baile no puede ser tan veloz, o las comidas tienen otro sabor, como en Baracoa, donde se come el bollo al aire o el bacán perdido, a partir de la leche de coco, o el frangollo, que es un dulce delicioso hecho con plátano verde.
Hasta esos lugares no hemos subido a conquistar, sino a compartir saberes, a hacer trueque, pero sobre todo, hemos subido a aprender de ellos.
Por allí he perdido hasta el nombre.
Para ellos soy Heliotropo, soy Miseria, soy el Negrito, soy el Chino…
Un día en Los Naranjos, en Felicidad de Yateras, que es uno de los antiguos cafetales franceses donde hubo una enorme casa de tres pisos, y en el que viven todavía los descendientes de una familia de colonos que vino después de la revolución haitiana, va con nosotros el grupo Batida Teatro de Dinamarca, y, cuando vamos llegando, leen unos carteles, colgados a lo largo de los cercados que conducen al pueblo, que decían “Viva Miseria”. Ellos se espantaron, ¿cómo era posible que en un pueblo le dieran vivas a la miseria?
Entonces tuve que contarles que Miseria fue un personaje que yo hice y que cuando representamos la obra allí me presenté diciendo: “Yo soy Miseria, de Los Naranjos”. Y eso fue suficiente para que ellos me adoptaran, sintieran que era uno de los suyos y que por eso me recibían dando vivas.
Desde entonces no puedo dejar de ir. Con ellos tengo un pacto de sangre. Un año no pude. Al siguiente, cuando fui, me recibieron llorando. Miseria no había estado, uno de los suyos faltó.
V
Yo cuento con todas las ganas, porque esta es mi necesidad, porque no sé ni quiero aprender a hacer otra cosa o si podría hacerla, porque mi felicidad está en poder mirarles a los ojos a la gente, en decirle las cosas que tengo guardadas, sin ningún tipo de vanidad.
Uno tiene sueños y quiere contarlos. Yo cuento los míos, y encontrar a alguien dispuesto a escucharlos es maravilloso.
Yo cuento lo que necesito y de cada sitio guardo muchos recuerdos.
Contar cuentos me ha hecho más noble.
Si alguna vez pude hacerlo para que me aplaudieran hoy creo que lo único que necesito es una mirada y un silencio reflexivo. No pido ni quiero más.
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