Las palabras, las muy engañosas, tienen fama de santas, de eternas, de contener, de portar, de ser vasijas de la Verdad, la Belleza y la Inmortalidad. También hay malas y putas palabras. Cuelgan sobre ellas esos sambenitos. Sin embargo, ¿cuántas veces no hablamos sin pensar antes lo que decimos, sin advertir qué es lo que se esconde detrás de los términos, las frases, las palabras de uso común?; ¿cuántas veces ellas salen de nuestra boca sin que advirtamos que la vox populi no siempre es vox dei?, porque ellas, las palabras, no son santas ni pecadoras, diestras o siniestras, sino que son lo que son, palabras, instrumentos en la lengua y la cabeza de un hombre que si tiene atributos, pasiones, seducciones y partidos. Confundimos el Logos con cualquier palabra. Las sencillas palabras de cada día adquieren potencia creadora por obra y gracia del no pensar, del no ser, del no estar. El lugar común se hace sitio en lo sagrado y las palabras adquieren, seguramente sin quererlo, la condición de pequeñas cajas de Pandora. Todos los demonios empiezan a danzar.
Podría mencionar miles de frases hechas, “comunes”, que usamos a diario y que o dicen lo contrario de lo que creemos que dicen, o esconden verdades, rémoras enquistadas en cada uno, y que, de detenernos a meditar en ellas y sobre ellas, sentiríamos vergüenza de notrosos, pena. Otras palabras son simpáticas trampas, como aquella invitación que hacía un profesor mío a ser “entusiastas ateos”, y ante quien yo siempre sonreía imaginando a los griegos que bien podían interpretar aquello como “estar llenos del Dios ateo”.
En estos días he leído un enjundioso libro. Un texto esencial pues en él hablan algunos de los poetas e intelectuales más importantes que llenan el siglo XX cubano. Uno de ellos habla de Don Fernando Ortiz, y no vacila, o aparentemente no lo hace, al repetir el más famoso de los epítetos que acompañan al sabio cubano: Tercer descubridor.
La tradición judeocristiana, cabalística, numerológica, santera, palera, brillumbera o la costumbre, hacen que disfrutemos viendo y enunciando trinidades por todas partes. Pero esta que se nos propone es una triada desigual, donde seguramente sus partes se repelen y remueven cada vez que las convocan juntas. Observen ustedes con atención. El primer descubridor es Cristóbal Colon, el segundo Alejandro de Humbolt, y el tercero ya lo mencionamos.
Descubrir, lo que se dice descubrir los tres descubren, o vuelven a cubrir, o colocan nuevos velos, que es lo mismo. Pero puestos en una balanza cada uno de los descubrimientos veremos que como se repelen entre sí, o al menos, podemos hacer varias combinaciones de contrarios repelentes o repelidos usando a cada uno de los personajes. Luego entonces la “trinidad” no es, o falla en su enunciado o es una manipulación que se mueve entre la ingenuidad y la desidia. Para que exista equilibrio y armonía en el tres, las partes deben formar una unidad estable de tal consistencia que de lugar al nacimiento de lo nuevo, de una nueva sustancia verdadera.No se trata únicamente de descubrir sino de hacer explícito que contenido acumula cada uno de los descubrimientos invocados.
Cristóbal Colon, un genovés al servicio de las Coronas de Castilla y Aragón, empeñadas en consolidar una unidad –inexistente en lo real- idiomática, religiosa, geopolítica y económica, es decir, un pacto conformado alrededor de una utopía imperial, se lanza a una aventura cuyo objetivo, como se sabe, es crear una ruta comercial que deje en el camino a la pérfida Albión y a venecianos, genoveses, franceses, portugueses, y otros, en su intento de acaparar el control de las rutas comerciales hacia el Oriente. Olor de cúrcuma y jengibre. La proeza del marino, el salto que provoca al fiarse de los relatos de Polo, de las Escrituras de Isaías y de los cálculos griegos, a contrapelo de la muy aceptada idea de la planicie terráquea, es innegable, como también lo es que el Gran Almirante de la Mar Océana creyó haber llegado a Cipango y que pronto en Catay, que estaba ahí mismo, al cantío de un gallo, se encontraría con una avanzada de soldados y comerciantes que le darían noticias del Kan, como también es cierto que buscaba oro y que estaba obsesionado con él, y que a los reyes le interesaba más acabar con los reinos moros del sur de la península o desarrollar la Contrarreforma, que se vería consagrada por obra de la “providencia” que, en un arranque de hispanidad, inclinó sus favores hacía un mundo naciente cuya misión histórica sería salvar a la Europa desangrada y moribunda, inyectándole metales preciosos, y extender una cristiandad católica romana, que no un Cristianismo, amenazada desde el centro y el norte por la Reforma luterana y calvinista, y carcomida por la corrupción de sus príncipes y potentados. Alejandro VI, el papa Borgia de infeliz memoria, terminará consagrado el despojo y dividiendo al mundo en dos, como si fuera una naranja valenciana.
Cristóbal Colon, quizás sin quererlo o sabiéndolo, abrió la puerta a los demonios de la sangre y de la usura. Él inauguró el proceso que podemos muy bien, siguiendo nuestra manía con los números, delimitar en cuatro fases: Descubrimiento, Conquista, Colonización-Saqueo y Etnocidio. Holocausto podríamos llamarle a esta última etapa, en afán unificador, y no estaríamos exagerando. Todas estas fases deben ser vistas como parte de un mismo proceso imperial, como parte de una realidad y una mentalidad, de la que el marino no deja de ser un participante conciente, un actor. No sólo reclama para sí títulos sino que cargos y dineros. ¿Qué estaba conciente el “descubridor” de lo que vendría después de sus avistamientos? Revísense sus diarios y lo sabremos. Es él el primero de los colonizadores, el primero de los saqueadores y el primero de los destructores de pueblos y culturas.
Cuando Colon llega los habitantes de esta ínsula, siempre extraña, ya sabían vivir en ella, ya tenían una Cultura, si por tener cultura entendemos la capacidad de ser y de pensar el mundo habitado, la de vivir. A saber, si quien habita es quien descubre, el titulo de primer descubridor le pertenece al tronco arauco y no al marinero genovés.
Alejandro de Humbolt ya sé sabe que fue un científico extraordinario que le permitió a Europa, y después a nosotros, reconocer la existencia de un mundo natural y social distinto. Los europeos entran con gente como Humbolt en el reino de la otredad. Pero ese mundo ya estaba de par en par abierto por los cronistas, los cartógrafos, los misioneros, y especialmente por los defensores de indios – de las Casas, Sahagún, de Acosta, Montolinea, y otros- dos siglos antes que él. Es importante, colosal, el trabajo del alemán, hoy nos sirve a nosotros. De él podríamos decir lo mismo que Martí de los padres dominicos “Buenos siempre, hasta para América buenos”. Humbolt representó el saber y la conciencia de una Europa que se recompone, pero no sirvió de adelantado a saqueos y destrucciones. La naturaleza de sus saberes y descubrimientos lo alejan de Colón y quizás lo emparienten con Ortiz, sólo que este último es la más acabada expresión de un “conocerse” que brota de Caballero, de Luz, de Varela, de Saco, de Romay, de Poey, de Finlay, y que llega hasta José Martí, para desembocar en la primera generación republicana empeñada en pensar a Cuba desde si misma, eligiendo sus instrumentos, conforme a su corta pero enjundioso tradición.
La costumbre, lo pegajoso de los epítetos –que conocemos bien desde Homero-, hacen que enunciemos, en reiteración y sin detenernos a pensar, una trinidad, que sin embargo implosiona cada vez que es convocada; sus partes ejercen entre si una fuerza tal de repulsión que sólo la costumbre, el lugar común y la repetición acrítica pueden explicar en su vigencia.
Si queremos para Don Fernando Ortiz, y hasta para Humbolt, un epíteto agradecido, una frase de uso común, debemos renunciar a su condición de tercero de una lista espuria. Pensemos en el sitio de los fundadores de patria y allí estará él, seguro sonriendo, pues le habremos quitado de encima el peso muerto del fantasma colombino, que es algo así como invocar la soga en casa del ahorcado, la Silbona, la Llorona, la Madre de agua, y cuanto espanto, espíritu maligno o burlón, meiga o bruja canaria nos acosa. ¡Solavaya!
Serán bienvenidas las palabras nuevas para los nuevos tiempos, los de la resurrección y la Gracia, los del logos cubano que ya dejó de expresarse en la futuridad y se encarnó entre nosotros, y se hizo hombre.
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