lunes, 3 de agosto de 2009
Las buenas maneras
Las buenas maneras, las pobrecitas, las tan llevadas, traídas y estrujadas buenas maneras. A pesar de que ellas sostienen la decencia y hasta a nosotros mismos, todavía insistimos en pisotearlas, en mofarnos cual si de cosa antigua se tratase; y lo que es peor, hemos terminado viéndolas como a trastos inútiles que, desde la impedimenta, retrasan la marcha triunfal del ejército de los adelantados, los postmodernos, los pioneros del porvenir. Sin embargo, yo, que soy persona del siglo pasado, insisto en convocarlas, aún cuando me refrenen en mis más legítimos fueros. Quiero escribir sobre Cuentos del Buen Humor, el espectáculo de cierre de la temporada de Narración Oral que los proyectos NarrArte, TeCUENTO, Para Contarte Mejor -con algunos invitados- y el Centro de Teatro de La Habana presentaron en la Sala Teatro El Sótano durante todos los domingos del mes de julio, siempre a las ocho de la noche. Pero no puedo.
A estas alturas ustedes se estarán preguntando ¿qué tendrán que ver las maneras y los deseos del escribano? ¿Acaso ellas le aconsejan no hacer uso de su legítimo derecho con tal de no perturbar la tranquilidad de sus congéneres? ¿No estaremos delante de una de esas raras estrategias en las que el victimario se disfraza de víctima y apela a la decencia de los moribundos mientras este le cercena el cuello con una multitud de argumentos elegantes y filosos? ¿No estaremos cayendo en la red de uno de esos escritores-araña? Puede ser, todo puede ser… pero no es. Confieso haber participado en el espectáculo y no del lado de la platea. Mea culpa, mea culpa. Estaba en la escena, con una participación discreta, pero en escena. La cosa está entonces en que la urbanidad y las buenas prácticas indican que la parte debe renunciar a ser juez. En buena ley, hay conflictos de interés. Renuncio. Debo hacerlo. No escribiré la crítica del evento, pero, y siempre hay un pero por estos lares, relataré los sucesos, me atendré a ellos y nada más que a ellos. Como si fuera un cuento de cuentacuentos, uno que nadie ha contado antes o que se ha narrado millones de veces, un cuento como el del Elefante y la hormiga, como el de la Buena pipa, como el de la Mujer chiquirritica…
Había una vez, había una vez…una mujer llamada Mayra Navarro, una mujer puente, una mujer río, una mujer huracán, una mujer sol…una mujer. Y ya se sabe que las mujeres son de armas tomar. Esta tiene las suyas, sólo que son instrumentos de una guerra fuera del tiempo o en el tiempo, a un mismo tiempo. Yo no había nacido y ya ella las había jurado. Fue alumna de Eliseo Diego, de María Teresa Freyre de Andrade y de María del Carmen Garcini. Después de Francisco Garzón. ¿Y quién con tales maestros no se pone enseguida en el camino? Ella no encontró nunca el Ungüento de la Magdalena, ni el Bálsamo de Fierabrás, ni la Piedra Filosofal, pero cuando toca a una persona, a uno que quiera ser tocado, enseguida por la boca le salen cuentos, todas las historias de un tirón. Como ella no ha dejado de aproximarse a otros seres humanos y como ellos no han dejado de buscarla, hoy puede lanzar un chasquido de sus dedos al viento, dar un pase mágico sobre una chistera o frotarles el corazón a sus amigos y enseguida arma programa, no con un solo espectáculo, sino con cuatro.
Y así fue, desde el fondo del esfuerzo y la amistad brotaron El Menú, Bar del Infierno, Rompo con la rutina y el ya mentado Cuentos del Buen Humor.
El Menú (tercera versión, a saber), dirección de Octavio Pino y esta vez, con guión de ambos –Pino y Navarro-, fue el pórtico de la temporada estival de cuentos. Es un espectáculo de larga trayectoria, primero lo hicieron en Ecuador Pino y Nubelia Leyva; después en el 2008, con músicos agramontinos, se le sumaron Lucas Nápoles y Mirta Portillo durante el Festival del Proyecto EjO, y ahora se presentó como una degustación para gourmet. El entrante fue excepcional con Por qué cundió brujería mala, de Lydia Cabrera, en la voz de Luis M. Carbonell, el primero de los cubanos que subió los cuentos a la escena teatral, y que asume el texto literario como quien interpreta una partitura musical, logrando que tras esa “lectura” se escuche una melopea que, acompañada de gestos discretos y precisos, bastan para que uno vaya descubriendo los paisajes, los personajes y los sucesos. Los ochenta y seis años de Luis fulguran. También intervino Aris Garit, trovador de fina musicalidad, mientras tras los aforos, Elhiete Manso, Ernesto Lugones, Ricardo Martínez, Nubelia Leyva, Lavinia Ascue y la Navarro, cocinaban sus historias, a la espera de ser presentados por el capitán Benny Seijo, actor sobrio y orgánico. Cada nueva versión de esos cuentos-platos se agradecen en su variedad y equilibrio, segura puerta para las “degustaciones” que tuvieron lugar.
Bar del Infierno y el espectáculo de Georgina Almanza, Rompo con la rutina, no alcancé a verlos en el Sótano. Del primero hablé en un texto publicado en este mismo espacio y que está estructurado partiendo de cuentos literariamente complejos, sólidos, que fueron presentados con una maestría que se sostiene en los años de práctica escénica y el talento excepcional de sus hacedores: Mayra Navarro y Octavio Pino. El segundo, con dirección de Simón Carlos, aún no le he disfrutado, aunque por su protagonista, se puede sospechar una corrección y experiencia que emanan de la trayectoria de esta actriz devenida narradora oral, por lo que dejo endiente un comentario al espectáculo de Georgina.
Cuentos del Buen Humor se presentó el domingo 26 de julio. Desde la escena no dejamos de preguntarnos sobre la conveniencia de hacer la función ese día, cuando sabíamos que los feriados, y más este, pueden ser días de jolgorio extenso e intenso, que alcanzan la madrugada y después requieren un sueño reparador. Pero el público estuvo ahí, fiel y agradecido.
Las primeras palabras fueron las de Mayra Navarro. Un pequeño tropezón, al introducir el espectáculo, la hizo temblar. Era una palabra, una de esas libertinas e independientes palabras que se tuercen cuando menos uno lo espera. Ella, al regresar a la pata, me miró con cara de espanto. Fue una las lecciones más impactantes que he recibido en mis días. Mayra no sufría por temor a un ridículo, que sabe que no hizo; temblaba por el público, que merecía lo perfecto. Seguidamente, había contado un cuento indio de tradición oral, simpatiquísimo, una de esas historias, complejas por la reiteración de un trabalenguas, que conectan con todos los públicos de inmediato, y lo había hecho con maestría singular, pero no le bastó. Ella quería limpieza en todo, ella hubiera querido que aquella palabra dicha para los otros saliera perfecta y luminosa. De alguna manera lo fue. Desde la platea la gente sabe, reconoce el deseo profundo de verdad y belleza de los verdaderos narradores, como también reconoce a los ególatras, a los oscuros. De modo que, como vieron la luz, olvidaron, no escucharon. No digo que perdonaran; digo que vieron la belleza esencial. No obstante, en su cuento final, el efectivo Divorcio, del mexicano Vicente Rivas Palacio, resultó un momento espléndido. Yo que he escuchado ese cuento tantas veces en los últimos treinta años, digo que para reverenciar a su público, Mayra Navarro saltó sobre sí misma y alcanzó cotos muy altos, como pocas veces uno alcanza a ver.
Entre adagio y coda, variaciones recias y seguro humor, hubo un bloque de cuentos en homenaje a Héctor Zumbado, con Octavio Pino, Lucas Nápoles, Ernesto Lugones, Nubelia Leyva, Elhiete Manso y Ricardo Martínez. Todos aportando al conjunto una nota de serena y simpática armonía. Sin embargo, quisiera destacar también los efectivos momentos de Octavio y de Ricardo, en sus apariciones independientes, que desde historias que apelan a una realidad inmediata, nunca traspasaron la barrera sutil que separa a una contada oportuna de una oportunista.
Junto a ellos estuvo también Miriam Broderman, con su ya reconocido estilo personal, y estuvo el que suscribe, ciertamente correcto a pesar de alguna que otra pausa excesiva contando Historia de un caballo que se alimentaba de jardines, de Aquiles Nazoa, quien esa noche hubiera merecido mejor suerte en mi voz. Es un poema en prosa que me acompaña desde hace más de veinticinco años, cuando aún no había aparecido en su hermoso libro Historia privada de las muñecas de trapo y lo transcribí personalmente, de uno de aquellos antiguos discos de placa de acetato, publicado en la serie Palabras de Nuestra América de la Casa de las Américas. Por aquellos tiempos todavía no era médico, ni siquiera pensaba estudiar medicina, e iba todas las tardes a escuchar esa historia a la Sala de música de la Biblioteca Provincial de Camagüey. Los encargados, Merceditas y Pimentel, tenían mucha paciencia, pero no los otros usuarios. Cuando llegaba, era como si llegara un caballo de carretón con uno de esos sacos pestilentes bajo las ancas y todos se marchaban sin decir palabra. Es que los principeños somos muy educados. No sé si alguien me regalo un cassette ORWO, de aquellos que venían de la RDA, o yo lo busqué o lo compré; lo seguro es que me grabaron el poema y ya en la cinta, pasito a paso, yo lo transcribí. Lo demás fue coser y cantar. Hasta hoy lo cuento. Unas veces mejor, otras peor, pero lo digo. Esta vez no estoy contento con lo que hice. Pero no debo hablar de mi mismo, que para algo me hicieron leer el Manual de Urbanidad y Buenas Costumbres de Carreño.
Otros proyectos continuarán en agosto, lo que será sin dudas la primera temporada estable dentro una programación especial de verano con espectáculos de narración oral que se produce en el país. Antes de estar de El Sótano, sólo se podían ver espectáculos aislados de un día o una serie de ellos, dentro de uno de los muchos festivales de este arte que hoy ocupan espacios en el calendario cultural.
En otros países, como Argentina, Italia, Francia y Colombia, existe la tradición de permanencia en cartelera de un mismo espectáculo de cuentos mientras haya público que asista a ellos. Debíamos aprovechar esta experiencia pues es ciertamente positiva. Todo el mundo sabe que un espectáculo alcanza madurez y equilibrio en la medida en que es presentado; sin embargo, en nuestro país tenemos la manía -o la desgracia- de armar espectáculos de vida efímera, con una o dos presentaciones que no dejan espacio para que el público descubra las claves y para que el narrador aprenda del público. Apelamos a la Oralidad y le cerramos las puertas a sus expresiones más exactas.
Contar un cuento es un arte efímero que se produce siempre en el aquí y ahora, frente a frente, cara a cara, y en el cual la comunicación, que es su razón de ser, se produce por la conjunción de un narrador, de un texto narrativo, de una situación de representación o espectacularidad, de un receptor y de una recepción determinada, en una circunstancia temporo-espacial única e irrepetible. Cada vez es la primera y la última. No hay segundas oportunidades, es todo o nada; aunque en cada versión aprendemos algo que seguramente será útil, porque creará un repertorio de fórmulas, de estructuras, que permitirán echarle mano en una nueva ocasión efímera, que tampoco concederá otras oportunidades sino que se concretará o no, dependiendo del modo en que se produzcan las complejas sinergias necesarias para un momento de arte en el reino de la Oralidad.
Esperemos que esta temporada de verano no sea la última y que los narradores orales, los programadores y “decisores” culturales, unan voluntades para que la buena costumbre de narrar y escuchar cuentos sea sólo leve en su esencia, pero reiterada en su presencia. Colorín colorado… He terminado.
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