domingo, 2 de marzo de 2008

No llevar al cuento donde se cansa la oreja *

Peregrinos, andarines, caminadores, viajeros, adelantados, descubridores, emigrantes, poco importa como nombremos a los seres que se lanzan más allá de sus límites, más allá de si mismos, y fundan islas o continentes, culturas y contornos nuevos para el rostro del Hombre; aunque la Palabra exacta siempre importa, pues ella contiene el olor de la explosión primera, del origen, de la desgarradura, ella nombra, define, marca el territorio. La Palabra es la patria del peregrino. Entonces él, más que fundar territorios, lo que hace es construir la patria en la Palabra, ensanchándole los límites, convirtiéndose en ella. El peregrino viaja sobre y con su patria porque él mismo es nación infinita, tierra prometida, que sin embargo nunca terminará de conocer en su extensión plena, porque no tiene bordes, fronteras, porque nunca acabará de construirse, partiendo de la voluntad y la necesidad de los seres que cabalgan sobre ella o que son ella o que la poseen, u otras veces haciéndose más allá de la necesidad, entre Eros y Thanatos.

El Amor y la Muerte son los temas del hombre que camina. Los únicos posibles para la irrupción de la Palabra. Este desplazarse en terreno bifronte no necesariamente entraña mover el cuerpo, trasladarse en el espacio o en el tiempo; como sugiere José Lezama Lima el viaje inmóvil es posible -aún cuando lo habitual sea el desplazamiento- y este compromete al hombre interior en la misma medida que al exterior, a la materia sutil como a la concreta.

El ser cubano, la cubanidad es peregrina, la Cultura Cubana es ostentosamente andariega. Pero esto es sólo una verdad a medias: tierra de promisión, destino último, Fuente de la Juventud, ruta a El Dorado, Llave del Golfo, Puerta del Nuevo Mundo, Antemural de las Indias, son mitos que definen la esencia insular, más, si nos atenemos a lo antes enunciado, la Cultura, toda ella, es resultado del peregrinaje, sólo que como la cubana emerge en cotos más recientes es posible aún identificar las huellas, los trazos de los caminantes, más que mezclados, yuxtapuestos, reconocibles en la combinación de los pueblos ibéricos, con todas las Áfricas, más China, Oriente medio y próximo, así como las tradiciones judías, tanto centroeuropeas como hispánicas, y una nada despreciable, aunque no suficientemente estudiada, presencia indígena, sobre todo en la zona oriental del país donde aún es perfectamente identificable.

Por eso, acercarnos a la Palabra desnuda de Galicia, Camerún y Guinea Ecuatorial, durante las jornadas de la Feria Internacional del Libro de La Habana 2008, ha sido uno de los sucesos más importantes en la vida cultural de la nación, a pesar del silencio mediático, que prefirió reseñar otras aristas y no incluyó al conjunto de Narradores orales que integraban la delegación gallega.

Inteligente y generosa selección la de los organizadores, que si bien hubiera sido legítimo mostrar sólo el rostro gallego, a fin de cuentas a ellos y sólo a ellos estaba dedicada la fiesta, prefirieron convocar a otros peregrinos, y juntos dar una visión más completa de la Europa y la nación gallega contemporánea. La tierra del Camino de Santiago, la ruta de andarines más importante de occidente, al reconocernos se estaba reconociendo a si misma, el origen celta, romano, el influjo de las inmigraciones y emigraciones, de los viajes y el retorno, la presencia negra, el caminar por la senda del hambre y del dolor, todo reunido en la palabra de cinco seres humanos, muy distintos los unos de los otros, más unidos en el andar.

Boniface Ofoggo Nkama, de los Yambaza, una pequeña tribu de sesenta mil habitantes, que vive en las llanuras a orillas del Río Mbam en Camerún desde antes de 1472, y que hoy gobierna su padre, Nkama Ofoggo -descendiente directo del patriarca Ofoggo Benedoue-, actual rey y líder espiritual de su pueblo, abrió el espectáculo Tres continentes para una isla el pasado 20 de febrero en la Sala Ernesto Lecuona del Gran Teatro de La Habana, sede habitual del Foro de Narración oral que dirige Mayra Navarro.

El príncipe le salió cuentacuentos al rey yambaza, de casi ochenta años, que aún se sorprende de que le paguen a su hijo por narrar cuentos. Los blancos están locos, piensa el monarca y no le falta razón. La locura del hombre moderno trafica las palabras, más no con la Palabra. Y este es un cuentero de Palabra.

Entra risueño, vestido con un hermoso traje tradicional de mangas anchísimas, por las que uno tiene la certeza de que muy bien podrían salir todas las cosas de este mundo, y comienza a hablar en su lengua, una de las más de doscientas que se hablan en el Camerún de hoy, más de pronto, se detiene, ha estado medio minuto hablando sin parar, a toda velocidad, y traduce, sólo nos ha dado la bienvenida. El público ríe a carcajadas. Desde el inicio Boniface nos regresa a la inocencia, a ese estado en el que todo se ve nuevo, donde todo aún no ha sido nombrado. El lo hará.

Los hombres necesitan el fuego y lo tiene Mulungu. Allá va uno, el elegido para traerlo, y atraviesa un mundo de hombres imperfectos, seres no acabados, puras mitades, pero asciende y al llegar al sitio donde está la divinidad esta le indica donde encontrar lo buscado. Más al ver unas calabazas relucientes escoge una, que no contiene el fuego sino riquezas y vuelve con ella, pero el tesoro no sirve para calentarse ni para cocer los alimentos. Así regresan otros con igual resultado, hasta que deciden mandar a una mujer que recorre sin miedo el sitio de los contrahechos, baila con ellos reconociéndolos diferentes, amando su condición de distintos y finalmente llega hasta el dios que le indica el lugar donde encontrar el fuego. Lo busca en una calabaza deslucida. Las mujeres, como siempre, no se dejan engañar por la apariencia. Ella acerca el fuego a los humanos y para colmo Mulungu le enseña a “hacer el ngolo ngolo”. Fuente de placer y de procreación, que los hombres aún no conocían y que pudieron disfrutar desde entonces y hasta hoy.

Un cuento no es la anécdota, es además un acto de complicidad entre la lengua y las orejas, una fiesta de todo el cuerpo, de todos los cuerpos, por lo que contada así, es una historia simple, parecida a otras, común a muchos pueblos. Sin embargo había que haber estado allí para saber como puede ser de sencilla la grandeza del Arte, como Boniface Ofoggo logra encarnar la tradición, la energía y el alma de su pueblo, para luego derramarla sobre cada uno de los espectadores, ya nunca más simples oyentes, sino cómplices y cocreadores de una historia yambaza irrepetible y a partir de ese momento se torna universal.

Sin grandes aspavientos, con recursos escénicos sencillos, centrados en la historia, logra construir para nosotros un mundo de profundas resonancias y tonalidades. Su voz y su cuerpo parecen contener una energía potente que sin embargo se derrama a trancos, en efusiones mínimas. Exactitud verbal y psicofísica, precisión, definición, concentración en la verdad, son algunas de las características del discurso del camerunés.


Lo que pudo ser un salto al vacío, se convirtió en elogio a la diversidad y la raíz, fiesta de una palabra otra que sin embargo no deja de ser Palabra. Apareció Quico Cadaval, narrador oral urbano, gallego, que nos hizo penetrar en una suerte de costumbrismo contemporáneo, que apela como herramienta fundamental a la coherencia y el carácter lúdico de la historia, en este caso la del Borrachón de Cormes. Sin separarse nunca de la línea narrativa, de la cadena de sucesos, él hizo incorporar a ella los olores, los sabores, la textura, la sonoridad, los paisajes y hasta el gesto social de una Galicia profunda, esencial, nada turística.



Manuel, el borrachón, muere y resucita dos veces a la simple mención de las comidas, y Cadaval aprovecha y habla de los manjares típicos gallegos. Tal fue su nivel de sugerencia que por delante de mi desfilaron el Pulpo á feira , la orella y el morro de cerdo, los tequeños – que tanto me recuerdan a Venezuela-, el Caldo gallego, los cogumelos sazonados con abundante perejil, el Chorizo con cachelos, el lacón con grelos, la mariscada, ¡ a la mariscada!, los chipirones, las navajas, los bogavantes, los percebes, los santiaguiños, las vieiras, las cigalas, las ostras, el pan de Cea, el queso de Arzúa, la tarta de Mondoñedo, las filloas, el vino del Ribeiro, el orujo de hierbas en la queimada con esconxuro incluido y la memoria de la meigas, y el arroz con leite. Es imposible que el cuentero mencionara toda la variopinta gastronomía de su país, sin embargo yo la recuerdo en su voz y en mis papilas. Toda Galicia allí, por debajo de ella, el sonido de la gaita, Carlos Núñez tocando junto a Eduardo Lorenzo Durán, el último de los gaiteiros que en Cuba conservaron la vieja sonoridad de su instrumento.

No confundirse con la sencillez y la desnudez de Quico Cadaval, es que el narrador pasa a un segundo plano para dejarle el protagonismo a la historia. El es sólo un instrumento por el que atraviesa la corriente de sentidos que brota del cuento.

Podría pensarse que es innecesario el instrumental de la escena, que más de dos mil años del Teatro son parafernalia inútil, que apenas se reducen a “técnicas de acompañamiento”, que no hacen más que complicar o ensuciar el discurso oral con la introducción de signos extraños que desvían la historia de su curso, pero esa es una falacia. Todo el tiempo transcurrido, la experiencia acumulada, no es vana, además de que, como hemos señalado en otra parte, en los bordes de la civilización está surgiendo un nuevo sistema generador de lenguaje, la escritoralidad, que en la Narración oral se expresa como una suerte de hibrido entre la escritura, la escena y los elementos que definen y caracterizan la Oralidad narrativa. Hay que contar, mover el carro de la historia, con el primer caballo, que nos permite ir de arriba abajo, de principio a fin, pero no hay que olvidar, como enseña Hassane Kouyaté, que el segundo caballo es también necesario, y ese es el que va a los detalles y a los destellos. Para la oralidad de estos días los lenguajes escénicos pueden ser, y de hecho son, también parte de ese segundo caballo.

Quico Cadaval gobierna el carro de su historia, no opaca ni privilegia a ninguna de sus bestias, deja que las dos tiren en armonía. Por eso, sin sobresaltos, pudo llegar después de Boniface Ofoggo y dar paso al narrador fang Marcelo Ndong, otra suerte de contador tradicional, aunque nacido a partir del silencio del mimo. Este hombre aprendió a hablar callando.


El 13 de septiembre de 1845 la Reina de España Isabel II emite una Real Orden donde autoriza la emigración voluntaria de negros emancipados cubanos a Guinea Ecuatorial, colonia suya entonces, pero todo parece indicar que la respuesta fue escasa, por lo que, y esto es pura especulación histórica con cierto basamento (psico)lógico, le sobrevino un ataque –absolutista- de furia y donde dijo digo colocó Diego, de modo que el 20 de Junio de 1861 convierte la guineana isla de Bioko en presidio, y para octubre de ese mismo año vuelve a emitir un decreto en el que ordena la deportación obligatoria de 260 negros. Después algunos cubanos emigraron por razones políticas, es decir también obligados por el “orden” español.




La palabra de Marcelo Ndong encuentra terreno fértil en las sensibilidades cubanas, hay una cierta comunión en los orígenes, y no sólo de nuestro lado, sino en la orilla de él. Una manera de hablar, de colocar la historia, una sensibilidad, un aroma, invisible pero perfectamente identificable, donde se incluye el modo de desplazarse, de colocar el cuerpo, de expresar con los gestos y las miradas, donde nos reconocemos. Algunos de ustedes dirán “es que ellos también son negros e hispano parlantes”, pero hay algo más, son el resultado también del “color cubano” que llega ya mixturado, momentos antes en que la Patria emergiera definitivamente, es decir, en los que el independentismo se logra imponer como filosofía nativa a contrapelo del reformismo o del colonialismo rampante.

Ndong contó historias de tortugas y tambores, de cabras y de leones, subrayando su carácter didáctico, especialmente en los finales, que es una característica del cuento tradicional, pero que aquí y en muchas partes, en medio de una cultura narrativa basada en lo escrito, termina asimilándose como defecto en la estructura. El cuento, según esta lógica, debería terminar de manera contundente o ingeniosa o insólita, o al menos cerrar en el punto donde todos los sucesos sean aclarados y los conflictos resueltos; pero esta es la mentalidad urbana, gráfica, para la tradición lo que importa es la cadena de los sucesos e incluso hasta llegan a interesar más las sonoridades internas de la historia, privilegiando sobre todas las cosas el mensaje o la moraleja; y es que para las culturas ágrafas los cuentos, las leyendas, los proverbios, los refranes, son la manera que tienen de conservar y trasmitir los valores y los saberes que los sustentan. Si el cuento dejara de existir dejarían de ser ellos mismos, su mundo se desplomaría, ya no tendría asidero ni futuro, e incluso el presente estaría seriamente comprometido. Conservar las formas tradicionales de narrar es una necesidad, incluso para nosotros.

Marcelo Ndong se mueve con precisión y efectividad, complementa el discurso verbal con una gestualidad elegante, y lo sustenta sobre guiños, referencias e insinuaciones. Hay que agradecerle la lección de sobriedad y el acto de fidelidad a una tradición milenaria, a una cultura, sin claudicar en lo más mínimo ante la tentación de intervenir y trasformarla en un producto de inmediato consumo, más cercano a la sensibilidad audiovisual. El narrador es sin embargo también de este tiempo, porque su cultura lo es, está viva y sigue generando signos y lenguajes que son parte de la contemporaneidad del mundo.

Avelino Gonzáles y Cándido Pazó terminarían la ronda de cuentos desde una mayor cercanía al arte teatral, al espectáculo del cabaret europeo o mejor desde la influencia del Stand-up Comedy norteamericano. Ambos son hombres de teatro, con una trayectoria reconocida en su país, además en la televisión, el cine, la dramaturgia y la dirección. Son de agradecer estas dos maneras distintas de abordar la oralidad narrativa, de presentar el discurso desde estéticas más urbanas, postmodernas, impuras, en el sentido de que mezclan códigos incluso antagónicos, transgresores. Los dos provocan, son iconoclastas, logran poner en vilo la solidez de las instituciones más sagradas: tradición, familia, maternidad, memoria colectiva, literatura, teatro. Introducen el gesto social de la ciudad desde una emisión más cercana al complejo del hit-hot, referente musical globalizado, o a la cultura marginal juvenil que se agolpa en las periferias del primer mundo.

Los dos fueron una nota distinta en el espectáculo y se agradece.

Sin embargo, cada uno por su lado, claro está, y a pesar de su experiencia escénica y dramaturgica, cae en la red de la multiplicidad y la unanimidad de discursos, que bien podría haber sido un recurso válido si hubiese sido resuelto de manera efectiva. Ambos introducen líneas narrativas que no logran sostener y mucho menos llevar hasta un final lógico o al menos pleno de sentido.

Avelino González introduce en su historia al Caballero de París, seguramente buscando la complicidad inmediata del público, pero por prisa o tratando de forzar su relación con la historia de un pintor gallego que después de jurar que sólo perdería la virginidad con una sirena encuentra el amor y pierde la susodicha en una cama de prostituta en París, entra en una serie, que pareció infinita, de elucubraciones y suposiciones sobre el conocido personaje habanero. José María López Lledín (1899-1985), el Caballero, nació en Vilaseca, provincia de Lugo, es decir era gallego, sin prosapia ni abolengo, y sobre él se tejen infinidad de anécdotas y leyendas, que forman parte de la memoria colectiva de los que vivimos en la Ciudad de La Habana; así que intentar especular sobre el origen de su “título nobiliario” y relacionarlo con los apellidos Padín o Padiño, más que lograr la complicidad deseada llevó al público a una serie infinita de interrogantes que hizo que este se apartara de la historia para dedicarse, al menos mentalmente, a refutar cada una de las hipótesis del cuentacuentos. Era válido arrimar la historia hasta el espacio en que era contada, pero eso es un ejercicio de precisión y de fidelidad, incluso de sabiduría y sentido común. He estado en contadas colectivas donde un narrador ha echado abajo todo su espectáculo por el sólo hecho de hacer una referencia equivocada, aquí recordamos a cierto bolerista español que fue abucheado cuando al intentar conectar con los cubanos nos dijo que le iba a poner un poquito de sabor a unos versos de José Martí. González no llega a tanto, pero se equivocó, y eso le hizo perder concentración y concreción.

A partir de ahí la historia, más que avanzar, se movió en círculos, hasta llegar a una serie de procacidades innecesarias e incluso de mal gusto. Aquí hemos visto a Arnau Vilardebó, el narrador catalán que presentó hace unos años parte de su serie sobre los signos zodiacales, que sostiene un discurso lleno de genitales y orgasmos cósmicos, donde los dioses griegos no dejan de copular casi en ningún momento entre ellos mismos, o con animales, o con humanos y humanas, en fin, era un discurso provocador, pero justificado, necesario, útil para la historia. González, que nos recuerda a Vilardebó en mucho, no necesitaba para contar la historia ilustrar o mostrar, bastaba la sugerencia.

Cándido Pazó narra el conocido cuento de Castelao de la niña que baña la muñeca de cartón que le trae el padre indiano a su regreso, pero lo envuelve en una catarata de anécdotas personales que no terminan de cerrarse y que en medida alguna guardan relación con la historia que debió conducirlas, o a menos que entendamos que el ambiente de pobreza y el sabor popular de ambas, pueda constituirse en un vínculo escénica y narrativamente sólido. El gracioso trabalenguas, tan gallego en su emisión, y que provocó verdaderos momentos de disfrute, tampoco estaba justificado, así como la sempiterna botella de agua en las manos de muchos cuentacuentos peninsulares que por esta vez termina integrándose a través de un recurso ciertamente ingenuo.

Estos actores-cuenteros aportaron una cuota de diversidad y momentos de relación con el público ciertamente dignos de agradecer, efectivos, que en nada empañan a un espectáculo necesario y recordable, pero que bien podría haberse estructurado exactamente al revés, es decir comenzar con Cándido Pazó, Avelino González, continuar con Marcelo Ndong y terminar con Quico Cadaval y Boniface Ofoggo, pero esa es opinión mía y no lo que sucedió en aquella noche habanera, hoy propuesta para ser inscripta en el Libro de Honor del Gran Teatro de La Habana que recoge sólo a espectáculos de muy alto nivel artístico o significación histórica.



* proverbio fang.

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