lunes, 12 de octubre de 2009

Luis Carbonell cuenta... (1)




Allá por los años cincuenta yo iba a visitar al Dr. Raúl Gutiérrez Serrano, el fundador de la Organización Técnica Publicitaria Latinoamericana y del departamento de surveys de la revista Bohemia, el que le hacía la publicidad a la Casa Bacardí, que había sido profesor de mis tres hermanas en Santiago de Cuba, y ahí hacía cuentos, contaba de los santiagueros, de la ciudad, de personajes que conocíamos y que yo imitaba, y ellos se divertían, se reían mucho. A él y a su esposa, que era una mujer muy buena pero estaba obsesionada con las enfermedades, yo los entretenía contando cosas como esta:
- Cachita Candevá, Cachita Candevá…
- Ay, hija, ¿qué te pasa?
- Cachita Cadevá, que mis hijos me quieren mandar a operar a La Habana, me quieren operar allá y yo no quiero ir.
- ¿Pero será que no hay médicos buenos en Santiago de Cuba?
- Cachita Candevá eso es lo de menos. No ve usted que si me muero, me entierran en el cementerio de Colón. Y ahí yo no conozco a nadie…
Cambiaba las voces, gesticulaba, como lo haría un actor o un narrador de cuentos. Entonces él siempre decía:
- Luis Mariano, ¿por qué tú no haces esos cuentos en el escenario?? Tú tienes esa gracia, esa cosa natural del cuentero…
Y yo contestaba:
- ¡Qué va doctor, yo no tengo eso!
Llevaba muchos años recitando, era la única persona en Cuba que vivía de declamar, porque Eusebia Cosme, que era cubana, residía y trabajaba en Estados Unidos. Ella había empezado en 1933, pero no estaba aquí. Los actores, como Eduardo Martínez Casado, Raquel Revuelta y otros, recitaban, pero vivían de actuar. Mi contrato era como recitador. Así fue desde el día que debuté en el Teatro Auditorium en 1948.
No me parecía bien eso de contar cuentos. Más el Dr. Gutiérrez Serrano insistía:
- Bueno, nadie sabe si un día se te puede acabar lo de los poemas. Cuando tú quieras has los cuentos…
No le decía nada por respeto. Para mi estaba bien contar historias de mi ciudad, de su gente, pero de ahí a vivir de eso o hacerlo en público... Además, por aquella época no se contaban cuentos en los teatros. Nadie lo hacía, al menos eso me dijo, algún tiempo después, el crítico José Manuel Valdez Rodríguez. Aquí, que nosotros conociéramos, nadie lo hizo antes que yo, aunque es posible. Después mucha gente lo ha hecho, y ahora hasta se puede vivir de contar cuentos en los escenarios.
Yo me quedé con la recomendación del doctor y la vida siguió.
Por esa época también visitaba la casa de los Hernández Catá, ya el escritor había muerto, pero la viuda animaba una tertulia muy fina, muy buena. Iba mucha gente. Ahí conocí a Rómulo Betancourt, que fue presidente de Venezuela, al novelista Rómulo Gallegos, que también fue presidente, al poeta Manuel Altolaguirre, a Raúl Roa García y a su esposa Ada Kourí. Mucha gente brillante iba, y yo recitaba.
Un día en la tertulia comentan que había salido una antología de cuentos hecha por Salvador Bueno. Fui directamente a la librería y la compré.
Cuando empecé a leer aquel libro me di cuenta que no tenía nada que ver con lo que yo hacía en la casa de Raúl Gutiérrez, nada que ver con aquellos chascarrillos de personajes de Santiago de Cuba; pero me quedé deslumbrado con las narraciones, se abrió ante mí un mundo nuevo. Entonces dije, ¡voy a aprenderme uno de estos cuentos! De pronto vi la narración, vi que yo era la narración. Y me aprendí cinco de ellos e hice un recital. Fue a fines de 1956, en la sala del Conservatorio Hubert de Blanck. Estuve de diciembre de ese año hasta enero del 57, durante dos o tres semanas. No recuerdo bien. Hice mi recital con ilustraciones, hechas por varios artistas, entre ellos uno de los dibujantes de la revista Carteles, Andrés García, que me hizo la de El Baile, el cuento de Virgilio Piñera, que fue uno de los más difíciles de montar. El cuadro era precioso, rojo, cuando aparecía la gente aplaudía. Una dama antigua, con el piso de cuadros negros, blancos y rojos. El cuento es soberbio, casi un monologo. Un juego de mil palabras, un juego de ideas. De ahí, además, nació mi amistad con el escritor, que duró hasta que él murió; aunque nos conocimos de una manera un tanto divertida pues él se enteró de mi recital y de que estaba haciendo un cuento suyo, pero se molestó porque alguien le dijo que aparecían diálogos y personajes hablando que no estaban en el original. Virgilio, que era de armas tomar, ya me lo habían advertido, se me apareció en la casa a eso de las ocho de la mañana, yo vivía entonces por la calle 23, y con esa voz tan especial que tenía, sin saludar, me apartó, entró, y, sin dar las buenas horas, me preguntó si era verdad que yo le había puesto diálogos a su cuento. Me limité a invitarlo a que lo escuchara y que llevara a quien quisiera, que después hablaríamos. Y fue, en compañía nada menos que del pintor Mariano Rodríguez y del escritor Guillermo Cabrera Infante. No había tales diálogos, sólo que cada vez que cambiaba el narrador de la historia o aparecía la Gobernadora o el Gobernador yo le ponía una voz que lo identificaba. Por cierto, la Gobernadora está inspirada en una tía de Natalia Bolívar, la etnóloga, que yo había conocido diez años antes en New York, y que era una persona encantadora. Yo me quedé fascinado con Natalia Aróstegui. Tenía un acento raro al hablar. A Virgilio le gustó tanto lo que vio que regresó muchas veces, además de que nos duró la amistad.
La génesis de todo estuvo en las estampas santiagueras y en la insistencia de Gutiérrez Serrano, persona a la que venero y a la que aún recuerdo con gratitud; aunque en los años cuarenta, en New York, yo había visto algo parecido a lo que hice, pero aquello era un espectáculo donde varios actores leían fragmentos de la Biblia en un teatro de Broadway en la Avenida 42. Sonaban como una orquesta de voces y de dúos. Estaban de pie en el escenario, detrás de unos atriles, nada de memoria, leían, pero formaban una orquesta. Había música de fondo. Un espectáculo de lectura, con la palabra. Genial. El recital mío fue así. Yo no tenía conocimientos, no sabía nada de nada, pero lo hice.
Cuando tuve la antología de Salvador Bueno entre las manos, cuando me deslumbré con ella, hice lo que siempre había hecho y aún hago con los poemas: estudiar. Como cuando monté la Elegía a Jesús Menéndez de Nicolás Guillén. Todavía recuerdo que yo me erizaba cuando leía aquel poema enorme, largo. Su recitación dura unos cuarenta y cinco minutos. Y me propuse aprendérmelo. No sabía si lo iba a hacer en público alguna vez. No había triunfado la Revolución y yo le dije a Guillén – Maestro, ¿usted sabe que me estoy aprendiendo la Elegía…? Yo sé que no se puede decir pero… Entonces el poeta vaticinó: ¡Ya se podrá! Claro, en medio de aquella situación, durante la dictadura de Fulgencio Batista, no se podía. Nicolás Guillén incluso estuvo exiliado, no recuerdo si en París o si en Caracas. No recuerdo, lo que si sé es que me dijo ¡Siga estudiando que un día la podrá decir! Y en efecto la dije.
Yo tengo por ahí los periódicos que hablan de mi primer recital de cuentos. Los tengo, lo que pasa es que soy muy descuidado y nada está en orden. Pero por ahí, en sobres, están muchas y buenas crónicas de Valdez Rodríguez, de Félix Pita Rodríguez – la de él es una obra literaria, publicada en El Nacional de Caracas-, de Lisandro Otero, de otros. También en el periódico Información se publicó una del crítico Suárez Solís. Yo no la leí porque no era favorable. Si ahora soy sentimental, imagínate antes, aunque ya tengo dura la caparazón. Pero un día me mandó a buscar Luis Amado Blanco y me contó que la había leído y que no le parecía justa, y añadió luego “nosotros los críticos también nos equivocamos”. Rita Montaner fue a verme y me dijo “es un trabajo increíble, pero prepárate que ahora van a aparecer los cuenteros”(2). Vinieron también Lydia Cabrera, Rubén Vigón, Heberto Padilla, que según decía, en broma, asistía “para ver si alguna vez me equivocaba haciendo el Tobías”. Estuvo toda la intelectualidad de entonces. Así son de distintas las opiniones. Aquello era la primera vez que se veía.
En el recital del 56 narré además del cuento de Virgilio Piñera, El antecesor de Miguel Ángel de la Torre, Tobías de Félix Pita Rodríguez, Un hombre de teatro de Miguel de Marcos, y ¿Por qué cundió brujería mala? de Lydia Cabrera, que no está en la antología. El cuento de Lydia que aparece es ¿Por qué las mujeres se encomiendan al árbol dagame? Yo conocía los cuentos de ella. Alberto Alonzo fue quien me recomendó leer Cuentos negros de Cuba. Cuando fui a contarlos preferí el de la brujería, tan lleno de planos misteriosos, tan bonito, y Salvador Bueno estuvo de acuerdo conmigo, incluso en otra edición de su libro aparece el texto seleccionado por mi. Él escribió las notas al programa del recital.
Como tengo la capacidad de declamar con ritmo o la facilidad de “cuadrarme perfectamente” con la clave cubana, o, como dicen algunos, la facultad de hablar con sentido muy musical, eso lo aplico a los cuentos. Trato de encontrar la musicalidad de las palabras, de las oraciones, de los párrafos, la de todo el cuento. Yo estudio los cuentos literarios con la misma intensidad y cuidado que empleo en una partitura musical o en un poema. Todo es muy musical, y esa es la fuerza de la palabra.
Después me embullé con los cuentos e hice otro recital en mayo de 1959 en la sala Arlequín, ampliamente reseñado por Luis Amado Blanco para el periódico Información. Él publicó dos crónicas. Una de ellas la reeditó hace poco La Gaceta de Cuba, con notas de Mayra Navarro(3). En esa ocasión narré Un flirt extraño de Armando Leyva, Osaín de un pie de Lydia Cabrera, otra vez el Tobías de Pita Rodríguez, Fin de curso de Perera Soto y Sola de Luis Amado Blanco. A propósito de Sola te diré que fue un cuento difícil de resolver en el escenario, de hacerlo creíble. Es la historia de una mujer que va caminando por la calle hasta que muere, pero aparecen en la historia los pensamientos del marido, y para hacer creíble que el personaje pensaba usé una grabación, de modo que los pensamientos se escuchaban en off. Según supe después, por Valdez Rodríguez, que en Londres y por esos mismos días, el gran actor Laurence Olivier, estaba usando ese recurso en el monologo de Hamlet de Shakespeare (To be not to be…). Haber coincidido con el gran actor inglés me llenó de satisfacción.
Después hice un recital de cuentos de ciencia ficción en la sala del Guiñol Nacional en 1962, y otro en los años sesenta en el antiguo Cuartel Moncada, hasta llegar a Luis Carbonell en tres tiempos entre 1970 y 1972 (4), que fue un espectáculo con el que hice una gira por casi toda Cuba, y que mucha gente vio. Primero interpretaba algunas piezas cubanas para piano, luego contaba cuentos y por último hacía las estampas costumbristas. Yo estaba muy deprimido cuando dejé de ensayar con el cuarteto Los Cañas, nos habíamos separado después de cuatro años de trabajo, y yo aspiraba a llevarlos a Europa, porque ellos eran muy buenos y fueron los primeros en América que cantaron música clásica con ritmo cubano; así que un amigo me recomendó trabajar y tuve otra etapa de cuentos. Por el medio quedaron otras muchas presentaciones en las que fue creciendo el repertorio y hasta hice grabaciones para la televisión en las que narré cuentos ilustrados por Wilson.
Una anécdota simpática antes de seguir.
En la función del antiguo Cuartel Moncada, que ya era la Ciudad Escolar 26 de Julio, sentaron a mi madre en la primera fila. Me pidieron que hiciera cuentos para los estudiantes, los maestros, para público. Muchos esperaban poemas, estampas, y yo narré cuentos. Al lado de mi mamá estaba sentada una persona, que al verme, le dijo a otra en el oído, pero mi cuñado lo pudo escuchar perfectamente:
- Mire para lo que ha quedado el pobre Luis Mariano…
No sé si a ella o a mi cuñado les molestó aquello, lo que sé es que a mi aún me divierte.
No he podido quitarme de encima nada de lo que he hecho, y mira que mi vida ha sido larga e intensa, no he podido renunciar a los poemas, a las estampas, a los cuentos, a la música, a enseñar. Quizás lo primero que hice y que me dio mayor satisfacción fue enseñar. Yo crecí en un ambiente de magisterio. Todos en mi casa estudiaron en la Escuela Normal para Maestros. Cuando nos sentábamos a almorzar o a comer, mi papá, mi mamá, y nosotros cinco, siempre hablamos de la enseñanza. Recuerdo un día que mi hermana mayor, que todo lo consultaba con mi mamá, le habló de una alumna, una muchachita muy pobre, que quería dar clases con ella pero que no podía pagarle. Mamá le dijo que le diera clases, exactamente igual que a las otras, que el que no pudiera pagar que no lo hiciera, pero que de todas maneras ella fuera a su casa, le diera las clases y así aprendía. Que enseñar era su obligación. Eso se me grabó y, aún cuando he visto horrores, no he podido quitarme de encima el deseo de enseñar, así como tampoco nunca he cobrado. Cuando he podido enseñar lo he hecho porque para mi dar es una satisfacción. Hay quien no entiende eso. Han sido alumnos míos artistas de la talla de Pacho Alonzo, que me adoraba, Linda Mirabal, Los Papines, y muchos otros.
Yo no tengo una técnica para contar cuentos, sencillamente tengo mi propia manera, y como me nace la vocación del maestro, me gustaría describir algo del camino que recorro entre el libro y el escenario. Lo primero que hago es leer incansablemente antes de ponerme la primera frase del cuento en los labios. Leer, leerlo, leer bien todo la historia. Hasta estar metido en ella, sumergido en su mundo. Hago lo mismo que con los poemas. La Elegía a Jesús Menéndez me tomó tres años para aprendérmela bien. Yo la leí y empecé a aprenderme un pedacito ahora y otro después, y otro, así hasta el final. No altero ni un punto, ni una coma del texto. Veo el cuento, empiezo a verlo y a verme poco a poco, a medida que me lo voy aprendiendo. Pongamos por ejemplo, El Baile. Yo empecé a ver a la Gobernadora, a ver lo que pensaba, lo que dijo. Cuando vi al Gobernador lo asocié con la imagen del Profesor Pedro Cañas Abril. Era lo que vi. La Gobernadora era una mujer afeminada, muy artificial, con un tono muy raro al hablar, como lo era la tía de Natalia, de la que ya hablé, y que era una mujer muy fina, muy espiritual, que hablaba de poesía. Esos elementos salieron del mismo cuento, era como si él me los propusiera.
Lo que hago es dialogar con el texto. Nunca lo altero, nunca le cambio nada. No se puede mejorar un cuento, al menos esa es mi experiencia. Hace un tiempo escuché a un narrador hacer uno que yo quería estudiarme, el de una niña ninfómana, maravilloso. Al final cambió todo, pero no lo mejoró. Yo pienso que si la versión está a la altura o mejora el original, la puedo aceptar, pero muchas veces no es así. Pongo otro ejemplo, desde que leí La Dama o el Tigre, de Frank R. Stockton, un autor norteamericano, tengo ganas de estudiármelo, más no lo hice antes por lo complicado y lo largo que es y seguro no lo haré ya. Es muy barroco, hecho a la usanza de los tiempos bárbaros. El rey, la muchacha, la muerte… Yo he escuchado una versión de apenas unos minutos. Lo que se cuenta es la anécdota, no el cuento, además de que el narrador transformó su sentido, pues de lo se trata en él es sobre el libre albedrío y no sobre el sentido de la justicia que tenía el rey. Me quedé horrorizado.
Cuando me piden consejo de cómo trabajar el cuento, lo que hago es que regalo libros, indico el tipo de historia qué le quedaría mejor, sugiero el trabajo con las voces. Más no he dado clases de cómo contar o sobre cómo yo trabajo los cuentos.
El montaje de Tobías de Pita Rodríguez fue también complejo. No fue sólo aprendérmelo. Tuve que estudiar el vestuario, las luces, las partituras que acompañaron cada fragmento. El narrador tenía una luz blanca, sin matices, para Tobías la luz era roja, por la pasión. En el momento en que hablaba el viejito, yo me ponía en posición de humildad, me inclinaba, porque es un viejo que está acabado, agotado por la nostalgia de no recibir cartas de su hijo. La luz del viejo era rojo pálido. Cada voz era distinta, para el narrador me basé en la voz de un periodista que había conocido en España y que hablaba con todas las eses, las ce y las zetas, la voz del viejito era dulce. Cuando aparecía otro la luz se tornaba verde-azul, y la voz era metálica… Para cada uno de los cuatro hombres que aparecen usé un timbre de voz distinto. Ese trabajo fue proteico, todo se transformaba con cada personaje.
En todo el recital del 56 aparecen diecisiete personajes, todos distintos, cada uno con su personalidad, su voz. Personajes que busco. Me apoyo en una persona que conozco, o en lo que imagino, pero no lo construyo completamente, apenas doy trazos, lo insinúo. Lo que yo hago es convertir el cuento en un concierto. Cada cuento, cada parte del cuento, para que suene hay que ponerle un tono distinto, un timbre a cada personaje, a cada voz.
Yo muevo poco las manos. José Antonio Rodríguez, el actor, las mueve mucho. El tiene una bella voz pero una gestualidad hiperbólica. No lo encuentro mal porque esa es su personalidad, pero mis movimientos son más exactos que abundantes. Hay cuenteros que hacen muchos gestos, repetidos, y sin embargo no dicen nada.
En el proceso de montaje hay que tener paciencia, ir despacio, párrafo a párrafo, personaje a personaje, situación a situación. Cuando terminé la temporada del 56-57, Guillermo Cabrera Infante, que pensaba que estaba genial, me preguntó el tiempo que había empleado en montar los cuentos y se quedó boquiabierto cuando le dije que había estudiado durante ocho meses, por lo menos cuatro horas diarias, de las cuatro de la mañana a las ocho. Aún estudio todos los días. Yo no soy brillante, ni inteligente, lo que hago es estudiar con paciencia. Tengo paciencia con el estudio, en otras cosas no.
Para el recital del 56 lo primero que me estudié fue el cuento Un hombre de teatro de Miguel de Marcos. Es una historia trágica, muy melancólica, la de un señor que quiere ser actor y se pasa veinte años haciendo una estatua en un montaje del Don Juan Tenorio de Zorrilla. Cuando comencé a estudiarlo me fue muy difícil, después de años, incluso habiéndolo hecho muchas veces, es que fue adquiriendo el aplomo, la desenvoltura que requería. También noté que comenzó a salir mejor cuando adquirí la capacidad de no sólo ver el texto, la historia, los personajes, la representación, sino la de observarme a mi mismo, tanto en el ensayo como en la puesta.
Yo soy muchas cosas al unísono y todas las pongo en función de mi trabajo, ya sea un poema o un cuento lo que haga, todos mis yo, es decir, el pianista, el declamador, el maestro, el narrador de cuentos, se confabulan. Todo lo que he aprendido en la vida me sirve, me ayuda. Para dibujar un personaje me apoyé en mis conocimientos rosacruces, para un poema tuve que auxiliarme del ritmo, para otro sonar como un cuarteto. En 1956 nunca había visto a nadie hacer cuentos en un teatro, y yo lo hice, ¿basándome en qué?, en mi intuición y en las cosas que había aprendido hasta ese momento y todavía lo estoy haciendo.
Cada día me cuesta más trabajo recordar la historia de mi vida, más sin embargo aún tengo memoria de todos los cuentos, los poemas, las estampas que monté, que hice en los escenarios del mundo. A veces confundo las cosas, o las fechas, o los lugares, pero lo que vale es haberlas hecho, haber vivido, no recordarlas. Recordar no es tan importante. La vida, la vida es la que cuenta…

Notas
En el 2001 entrevisté Luis Carbonell en su casa. La transcripción, formada por casi cincuenta páginas de texto, estuvo perdida durante ocho años hasta que hace unos días apareció como por encanto. Cosa de cuentos. Reúno aquí sólo los fragmentos que tienen relación con arte de narrar.

2 En los años cuarenta del siglo XX, en la Sociedad Lyceum, a partir del trabajo de la Dra. María Teresa Freyre de Andrade, comenzó en Cuba La Hora del Cuento, espacio para contar con niños en bibliotecas; por esa misma fecha ya narraba -a la manera de los cuenteros y en espacios populares- Haydee Arteaga; en la Biblioteca Nacional; con Eliseo Diego, María del Carmen Garcini y la Dra. Freyre, en la década del sesenta, se produjo un relanzamiento de la narración con niños en bibliotecas del que salió Mayra Navarro, maestra indiscutible del Arte de Narrar; sin embargo Luis Carbonell es el precursor de lo que después sería un movimiento de artistas profesionales que comenzaron a narrar en espacios escénicos, con todos los públicos, y que fundó Francisco Garzón Céspedes en los años ochenta. Pasarían veinticinco o treinta años para que la profecía de Rita Montaner se cumpliera a plenitud.

3Navarro, Mayra. La Gaceta de Cuba,No. 4, 2007, La Habana. Páginas 48 y 49. Reproduce integro el artículo Luis Carbonell, en la sala Arlequín de Luis Amado Blanco.

4 Yo tenía nueve años cuando mi madre me llevó a escuchar a Luis Carbonell. Fue en el Teatro José Luís Tasende de Camagüey. Comenzó hablando de Bola de Nieve, de Rita Montaner, tocó el piano, y narró cuentos. Fueron varios pero yo sólo recuerdo Avisos del mexicano José Juan Arreola. Llegado el momento de las estampas fue la apoteosis del público, sin embargo a mi me impresionó el cuento, hasta hoy puedo repetir fragmentos enteros del mismo. Había olvidado el título y el autor, más no la anécdota. Luis fue quien me recordó esos detalles.

Cenizas




Voz. Voces. Palabra que arde en medio de la noche. Bajo la lámpara el libro se torna maravilla. Es una edición leve, delicada. Me la regaló Marcela Romero, la narradora de historias, la chilanga, la que un día se me perdió en medio del tumulto de la Feria del Libro de Guadalajara. La flaca trabaja ahí de campana a campana, sólo le quedaba tiempo para algún que otro café en la noche, una conversada con los amigos o visitar el Hospicio Cabañas para escuchar por última vez a Noel Nicola. Entre sus manos descubrí Seda de Alessandro Baricco. Ella creyó me podría gustar.
Debe haberse decepcionado. Mi cara indicaba que no me interesaba el libro. Y era cierto. Mi amiga me había ido dotando, poquito a poco, y no sin sobresaltos y reservas, de una enjundiosa colección de libros que prometían suplir la inalcanzable edición de las Obras Completas de Octavio Paz recogidas por el Fondo de Cultura Económica en doce tomos. Mi pasión por el poeta es pública y me ha proporcionado abundantes luces y graciosas escenas versallescas que alguna vez contaré como quien cuenta la historia del rey que andaba desnudo.
Me paseé por todos los estantes del muy nutrido festival de editores y libreros persiguiendo libros de Thomas Merton e intentando comprar algunos que me hablaran del budismo Zen y del budismo tibetano. Aunque esa operación parezca sencilla es una de las más arduas búsquedas que uno puede emprender en su vida de lector. Tanto y de tan mala calidad se publica sobre esos temas que es peligroso hasta acercarse a los catálogos de las “editoriales serias” pues ellas, ocasionalmente, también sucumben ante el encanto del gato que parece liebre. Buscando a uno encontré a los otros. En un anaquel estaban prácticamente juntos el Bardo Thodol (Editorial Kairós, 2001) y Místicos y Maestros Zen de Thomas Merton (Editorial Lumen, 2001). Por un lado el Libro Tibetano de los Muertos y por otro uno de los acercamientos más certeros a la cultura del Oriente que se pueden leer de este lado del mundo. Fray María Luis, el poeta Merton, nos introduce en el Zen, en el Tao, en el pensamiento clásico chino, para desembocar en el monaquismo ruso o protestante, ambos poco conocidos y peor valorados por la pragmática cultura contemporánea.
Mi amiga, respetuosa de tantas rarezas, no resistió la envestida de un miura que no atendió con suficiente pericia sus telas. El libro de Baricco era una llamada de atención.
Me precio de ser un buen lector de símbolos y signos, más sucumbí en la simple lectura de un libro con nombre delicado.
Estuvo durmiendo el sueño de los libros justos, es decir, amontonado por años en la fila de lo porvenir. Un día, sin saber por qué, comencé a leerlo. Me sucedió lo mismo que a una amiga al leer mi primer libro de poemas: confesó no haber entendido nada pero no pudo dejar de llorar mientras lo sostenía sobre su pecho. Yo entendí el libro, entendí la historia, pero quedé fascinado, tanto que aún ciento como me quema.
Aquel hombre escribía como los viejos contadores de historia. Se me confundían las formas de las escuelas japonesas de narrar, la intuición de lo que debe ser el arte de los contadores marroquíes en la Yemá El-Fná, o los recuerdos que tengo de la primera vez que descubrí a Emilio Salgari de la mano de mi amigo Pedro Báez Centelles, el que me regaló toda la serie de Sandokan. Baricco escribe con la precisión y el encanto con el que narran los Kouyaté, que es el de los grandes griot de África, con la emoción que debió poseer frau Catalina Viehmann mientras le contaba cuentos de hadas a Jacob y Wilhem Grimm, con la serena majestad de Marie Shedlock, Ruth Sawyer, Sara Cone Bryan, Mayra Navarro, Coralia y Ury Rodríguez, Luis Gómez, el cienfueguero, o el ciego Hermógenes, allá por los firmes de la Sierra Maestra. Baricco borra toda huella de escritura y le incorpora a la letra el fulgor de la voz.
Para nuestro autor la escritura es apenas cenizas de una voz quemada, al menos esa fue la impresión que le atribuye él a Hervé Joncour, buscador de huevos de gusanos de seda y su protagonista, cuando mira los caracteres de la escritura japonesa sobre el papel de arroz con los que una distante y enigmática mujer intenta, desesperadamente, comunicarle lo que quedó en ella de una noche, que bien pudo no haber existido, si nos atenemos a que el autor apenas dibuja trazos y susurros, insinuaciones. La técnica del italiano se remite directamente al narrador oral tradicional, que no dibuja, que no precisa, que no describe, sino que cuenta hechos, cabalga sobre el potro de los sucesos, y esta montura no se permite largas parrafadas sino atmósferas, detalles, reflejos, entreluces, que sin embargo impactan tanto en los oyentes que estos terminan por construir un mundo de situaciones y paisajes tan preciso, tan exacto, que hasta pueden percibir olores, texturas, sabores que nunca fueron mencionados o descritos. Es famosa la anécdota de la maestra argentina Dora Pastoriza de Etchebarne que después de contar una niña le dijo que a pesar de que había descrito a un personaje llamado Mercedes como “morocha de cabellos lacios” ella “siempre la iba a ver rubia con una cabellera suelta llena de rulos…” La Pastoriza se atuvo a la letra y lo morocho lo describió tal, más el sonido de la voz hizo que en la cabeza de la niña lo negro se tornara oro y hasta pudiera presentir el olor a jabón de castilla del pelo recién lavado que le golpeaba la cara. Vean que dice “siempre”, es decir, la sensación es permanente, intemporal, eterna; está aunque nunca se le anunció. Alessandro Baricco provoca reacciones similares. A estas alturas no sé si leí Seda o si lo imaginé.
Cuando está de moda el autor impío, el autor torturador, el escritor dominador, el que es incapaz de hacer ni siquiera pequeños gestos, mínimas señales que permitan una lectura placentera, el que empuja a los otros a su mundo, el que siempre coloca la sardina en su braza, el que desinforma, tergiversa, manipula, sita, asalta, plagia, retuerce, se apropia; Baricco se sale de la moda y regresa a las viejas artes, a las antiguas mañas. Aquí todo es lugar común: un héroe común, que visita lugares comunes, que como todos los protagonistas de los relatos tradicionales tiene pruebas y premios, que hay sorpresas al final y que todo está bajo el manto espeso del misterio pero facilitado por frecuentes reiteraciones que tienen el sabor de la formula, aunque con pequeños giros y variaciones, la música del texto funciona cada vez como un tema repetido pero siempre nuevo. Lo cotidiano entra en la dimensión de lo poético. El camino, reiterado hasta la saciedad, de adelante hacia atrás y de atrás hacia delante, adquiere resonancias que no se esperarían nunca de la enumeración. La simple mención del lago Bajkal, y el cambio de epíteto cada vez que se nombra, hacen del listado uno de los momentos más memorables y sugerentes de la obra. Todo lo que viene deberá ser leído desde la emoción, la sensación, que nos provoque el epíteto. En el lago está el nudo de la ruta y de la historia.
Pequeños detalles, estructura delicada y frágil como la seda, que sin embargo ofrece resistencia y amparo, seguridad. Si esta historia pudiera ser tocada, y lo es, tendría la sensación de la seda pero la consistencia y la firmeza del acero.
Aunque Alessandro Baricco repita o insinúe la idea de que la escritura es reservorio de la voz, recurso para atrapar y fijar la fugacidad, y vea a está como esencial y auténtica, como nacida del hombre sin que medien artefactos, aunque yo no esté de acuerdo con él, aunque piense que la escritura y la oralidad son dos tecnologías, dos sistemas (autónomos y autosuficientes) productores de sentido, diversos, que se rozan, que se complementan; no dejo de admirarme. Soy un ser humano lleno de sutiles o gruesas incoherencias, y caigo siempre en mi propia trampa. A Seda lo leí como si tuviera delante uno de esos manuscritos iluminados que nacían en los monasterios europeos, uno de aquellos que no tenían espacios entre palabras de manera que reproducían, o daban la sensación de hacerlo, el fluir de la palabra viva, nacida de los labios y del cuerpo de un ser humano que cuenta.