domingo, 30 de diciembre de 2007

Thomas Merton y la Isla brillante IV


El juego, el noble juego que regresa, para terminar la partida de este ajedrez sin fichas negras o blancas, compuesto sólo del entramado urbano de cuatro ciudades de la “isla brillante” frente a los ojos de un poeta que quiere visitar a Nuestra Señora de la Caridad del Cobre, él es Thomas Merton, ustedes lo saben, y durante cuatro artículos hemos rumiado sus andares. Se deslumbra, se equivoca, ve reinos, paraísos por todas partes, exulta en una ciudad, se recoge en otra, para al final salir decepcionado y mudo de la visita a la Virgen: una mujer de negro se interpone entre él y la mambisa y no lo deja hablar, y lo que es peor no lo deja escuchar. Pareció que todo el viaje hubiese perdido sentido y sustancia, que el peregrino cambió capa y cayado por la botella de agua “pura” del turista, que es la perversión contemporánea del viajero.

Si todo el viaje se reduce a comida abundante, ruidosos ómnibus, misas por doquier, un camarín de santuario y una gaseosa en el pueblo minero del Cobre, Merton fracasó. Pero el discípulo nunca es mayor que el maestro, y el joven poeta debió pasar, con amarga sorpresa, claro está, por la verdadera senda del peregrino que es el abandono y el fracaso. Sus armas, sus premios, su estandarte están ahí. Imaginemos por un instante la escena: A pesar de escuchar el Kyrie “en una de las chozas” del pueblo – aviso obvio, petición tranquila a morir- Thomas no resiste la sensación del derrumbe y a pesar de que dice “Regresé a Santiago”, una respira, intuye, que tras la lacónica frase lo que se lee es “Espantado regreso, frustrado retorno”. No fue suficiente que la Virgen de la Caridad se escondiera, no se dejara ver nunca tras los ceibos de la estrecha carretera central, no fueron suficientes los rosarios y las ganas enormes del encuentro, no bastó el esfuerzo y la elección – recuerden que Merton tuvo que decidir entre viajar a México o Cuba, y eligió la ínsula-, no bastó la exaltación ni el temblor, no fue suficiente que alterando todo realidad el peregrino transfigurara a Cuba y casi la convirtiera en la civitas dei agustiniana, no bastó el silencio. De pronto se ve almorzando en la terraza del Hotel Casagranda. Todo ha terminado. Pero…” la Caridad del Cobre tuvo algo que decirme”, exclama y regresa el tono alto el discurso, le entrega un poema, “el primer poema que jamás había escrito”, el que “señalaba el camino a otros muchos poemas”, el que “abría la puerta”, el que le “hacía tomar un rumbo cierto y directo que había de durar varios años”.

Santiago de Cuba, Cuba, un tema cubanísimo, es el manantial desde donde comienza a brotar la torrentera enorme de la obra de Thomas Merton, poeta norteamericano de los más importantes de su siglo, por muchos considerado además “un gran maestro espiritual”. Nudo que enlaza la historia de la cultura, que es la historia de un pueblo, de ese país con la nuestra. Sello pétreo. Marca indeleble. “ Canción para Nuestra Señora del Cobre” monumento alto, secuoya enorme plantada en la isla.
Desde el primer día anunciamos que hablaríamos de contemplación, de experiencia mística, de alto vuelo del espíritu. Y eso hemos hecho. El recorrido por la Cuba de 1940, el acompañamiento a Thomas Merton en su aventura literaria nunca debe alejarse de la comprensión y la aceptación de que quien nos interpela es un místico cristiano, hijo de la tradición monacal occidental. Aún cuando su visita a Cuba y el poema cubano son anteriores a su entrada a la Abadía Trapense de Gehtsemaní (Kentucky, USA), no se olvide que es allí donde el poeta escribe su autobiografía, La Montaña de los Siete Círculos, que como dijimos es la fuente más confiable desde donde se puede ver una Cuba más cercana a la que realmente era y no a la de los Diarios, hijos del improntus y la emoción de un peregrino que le urge escuchar y ser escuchado. El de La Montaña… es un joven monje que ha empezado a pasar su vida por el filtro de la experiencia monacal, que es una de las más revolucionarias a las que puede aspirar un ser humano, una experiencia de profunda transformación en la que todo toma su lugar y en la que “el hombre interior” se expresa, desborda y contagia a la “carne”, es la experiencia de aproximación del Paraíso, donde el ser humano alcanza la plenitud y la hombría verdadera, que algunos Padres Apostólicos vislumbraban como realidad futura, posterior a la parusía.

Démosle la palabra al propio Thomas, así veía él a La Montaña… en 1963, cuando se publicó la edición japonesa.

Es mi intención hacer de mi vida entera un rechazo y una protesta contra los crímenes y las injusticias de la guerra y de la tiranía política que amenazan con destruir a toda la raza humana y al mundo entero.
A través de mi vida monástica y de mis votos digo
NO
a todos los campos de concentración,
a los bombardeos aéreos,
a los juicios políticos que son una pantomima,
a los asesinatos judiciales,
a las injusticias raciales,
a las tiranías económicas,
y a todo el aparato socioeconómico que no parece encaminarse sino a la destrucción global a pesar de su hermosa palabrería en favor de la paz.
Hago de mi silencio monástico una protesta contra las mentiras de los políticos,
de los propagandistas y de los agitadores,
y cuando hablo es para negar que mi fe y mi iglesia puedan estar jamás seriamente alineadas junto a esas fuerzas de injusticia y destrucción.
Pero es cierto, a pesar de ello, que la fe en la que creo también la invocan muchas personas que creen en la guerra, que creen en la injusticia racial, que justifican como legítimas muchas formas de tiranía.
Mi vida debe, pues, ser una protesta, ante todo, contra ellas.
Si digo que NO a todas esas fuerzas seculares, también digo

a todo lo que es bueno en el mundo y en el hombre. Digo SÍ a todo lo que es hermoso en la naturaleza, y para que éste sea el sí de una libertad y no de sometimiento, debo negarme a poseer cosa alguna en el mundo puramente como mía propia.
Digo SÏ a todos los hombres y mujeres que son mis hermanos y hermanas en el mundo, pero para que este sí sea un asentimiento de liberación y no de subyugación, debo vivir de modo tal que ninguno de ellos me pertenezca ni yo pertenezca a alguno de ellos.
Porque quiero ser más que un mero amigo de todos ellos me convierto, para todos, en un extraño.

Regresemos a la estancia cubana. Thomas Merton deja Santiago de Cuba con verdaderos tonos de exaltación, tranquila eso si, de gozosa sorpresa y entra en La Habana, una ciudad de puertas abiertas, al menos para él. Ya no sólo le parece que el cafetín, la vía pública y la casa se desbordan, se confunden, se mixturan, sino que también las iglesias entran en ese trasvase. Dice: “las puertas – de las iglesias claro está- permanecen abiertas mientras se celebra la misa y, por desgracia, los asistentes perciben también todo el ruido y la actividad que se está desarrollando fuera, en la calle: el sonido de las campanadillas de los trolebús, las bocinas de los autobuses y los gritos agudos de los chicos de los periódicos y de los vendedores de billetes de lotería”.

Ciertamente la nuestra es una ciudad con demasiado ruido por todas partes, pero veremos que es lo que le depara entre la bullanga y la confusión. Una broma, uno de esos chistes en los que el sentido del humor de lo divino se expresa. Ciertamente no hay carcajada, pero si fina ironía, delicadeza en la sorna.

Thomas Merton se va a misa a la Iglesia de San Francisco, que según Cintio Vitier, no es la que conocemos hoy, sino otra que ya no existe. Es domingo y “un vendedor de lotería se paseaba arriba y abajo fuera del templo anunciando su número con la voz más fuerte y aguda que escuché en toda Cuba, y Cuba es un país en que se habla en voz alta. Era un número que sonaba muy bien:
Cuatro mil cuatrocientos CUA-TRO;
Cuatro mil cuatrocientos CUA-TRO.

Lo repetía una y otra vez, añadiendo de vez en cuando un chillido casi ininteligible que tal vez tenía algo que ver con san Francisco: probablemente que a san Francisco también le gustaba este número.

Primero bromea Merton, quizás contagiado por el choteo cubano, sólo que la “broma colosal” está por llegar. Examinemos el número o los números. En Cuba el billete de lotería, la bolita, la charada, siempre ha sido visto en sentido cabalístico, la gente busca esos números en el sueño, el accidente, la insinuación, donde quiera que pueda ver o crea ver una señal; los vendedores de billetes siempre fueron vistos como agentes del misterio, de la sombra, dotados de una rara conexión con el “más allá”. Y por ahí comienza la broma, el poeta cree que la hace en alusión al santo y su posible disfrute del número, pero la broma no está fuera sino está en el número o la combinación. La broma se la hacen a Tom, aunque piense lo contrario.

No pretendo desviarme demasiado, pero si damos una revisión al cuatro como símbolo comprenderemos que broma y de que juego se habla hoy y en las pasadas semanas. Cuatro es el número de la totalidad, pariente del cuadrado y de la cruz, que es el cruce de un meridiano y un paralelo que divide la tierra en cuatro sectores, cuatro es plenitud y universalidad, cuatro letras tiene el nombre de Dios (YHVH), cuatro los evangelistas, cuatro letras tiene el nombre del primer hombre (ADÁN), cuatro simboliza la tierra…etc. No los abrumo: en un buen Diccionario de Símbolos, como el de Chevalier, que está en la Biblioteca Nacional, podrán encontrar su amplia significación.

Regresemos a los sucesos. Thomas Merton llega a la Iglesia de San Francisco y un vendedor de billetes no se cansa de repetir esa combinación de cuatros que es el número cuatro mil cuatrocientos cuatro. Comienza la misa, durante la epístola llegan unos niños que ocupan los primeros bancos acompañados de un fraile, y terminada la consagración los infantes proclaman el Credo, es decir el símbolo de su fe, era “una gran aclamación que salía de todos aquellos niños cubanos, una gozosa afirmación de fe”.

“Luego, tan pronto como la aclamación, y tan definida, mil veces más brillante, se formó e mi espíritu una conciencia, una intelección, una comprensión de lo que acababa de celebrarse en el altar, en la consagración: de la consagración en una forma que Le hizo pertenecerme”.

En el diario hay descripciones de los objetos, de la ceremonia, en la autobiografía se centra más en la luz, en la calidad de la luz, en el deslumbramiento y termina afirmando:
- El Cielo está aquí, enfrente de mí. ¡El Cielo, el Cielo!

En medio de situaciones y luces ordinarias, de sueños despierto, en La Habana, rodeado de una ciudad exaltada y rugiente, este muchacho tiene la sensación y la certeza de la posibilidad del Paraíso, se le ha acercado un reino que hasta entonces era sólo deseo, intuición o ejercicio intelectual.

En la autobiografía, tan útil para observar la escenografía cubana, no encontramos los datos del suceso o los vemos mediados por la crítica y el error de entender que la mística o la experiencia mística es un asunto directamente proporcional a un entrenamiento de oración, por eso habla de los diferentes tipos de ella, y no se centra en la experiencia esencialmente gratuita y generosa. Vayamos al diario: “ directamente ante mis ojos, o directamente presente a cierta aprehensión u otro yo que estaba por encima del de los sentidos, estaba al mismo tiempo Dios en toda su esencia, todo su poder, Dios en la carne y Dios en si mismo y Dios rodeado por los rostros radiantes de los miles, de millones, del incontable número de santos que contemplaban su Gloria y alababan su santo Nombre. La inquebrantable certeza, el conocimiento claro e inmediato de que el cielo estaba directamente frente a mí, me sacudió como un rayo, me recorrió como un fogonazo de luz y pareció despegarme limpiamente de la tierra.”


Este “fogonazo de luz” es la broma, la divina ironía. Un hombre viene a buscar a la Caridad del Cobre, tienes cosas que hablar con ella, cosas que escuchar de ella, y camina, más no la encuentra. Regresa frustrado, quizás dolido y hasta resignado, y es entonces cuando se le muestra el verdadero sentido de su peregrinación, de su juego. Dios es quien andaba en su búsqueda, Dios es quien le hace el juego, un Dios que a parir de allí Thomas Merton entenderá que el hombre se pierde sólo para ser encontrado por Él.

Final del viaje cubano. Quizás en otra ocasión volvamos a Thomas Merton. Este es apenas el inicio de su juego. Nunca más regresa a Cuba, sin embargo sus vínculos con la isla son múltiples y sustanciosos, a través de su discípulo nicaragüense, Ernesto Cardenal, mantendrá una extensa e intensa correspondencia con Cintio Vitier, Fina García Marrúz, Eliseo Diego, Octavio Smith y otros poetas cubanos; se mantuvo pendiente de la Cuba revolucionaria, él que sería más tarde precursor del dialogo católico-marxista. Escribió mucho y bueno, pero nunca olvidó aquella canción primera escrita en la “isla brillante”.

Thomas Merton y la Isla brillante III


Hace tres semanas avanzamos, recorremos la isla, una Cuba soñada o plena de luz, prisionera, más que “rodeada de agua por todas partes” (Piñera, 1943). Metida en el centro del huracán de un hombre llamado Thomas Merton, en una espiral de contemplación, de intuiciones, que van tomando forma, preparando su alma para encuentros trascendentes y que la tienen como escenario perfecto.

Cuba es el escenario del juego del poeta.

Detengámonos unos instantes en el término juego. No estamos hablando de competencias o banalidades. Recuerden que Merton viaja a Cuba a encontrarse con Nuestra Señora de la Caridad del Cobre, a ofrecerle a ella su deseo de consagración total a Dios y para eso recorre el país: La Habana, Matanzas, Camagüey, Santiago de Cuba y otra vez La Habana. El viaje es una peregrinación en la que vamos encontrando elementos agonísticos – manifestados en los conflictos entre los protagonistas: por un lado la Cuba descrita en la impronta del diario, el país más cercano de las memorias, las esperadas visiones de los ceibos y la realidad transfigurada que termina apareciendo-; también encontramos las sombras del vértigo y la vivencia en él –illynx- , el azar que interviene como providencia – alea- , y la imitación del imposible como posible – mimesis-. Es decir, aparecen todos los principios que Caillois (1958) describe en su conocida teoría de los juegos. Iremos verificándolos en este andar con paso mertoniano. Ya lo hemos hecho en los dos artículos anteriores. Recuerden lo acontecido en La Habana, en Matanzas y en Camagüey. Ahora estamos llegando a Santiago de Cuba, apoteosis del juego cubano de poeta, que es a la vez preparación para el cierre de la partida, un final habanero en el que ocurre el verdadero “apocálypsis”, es decir, la revelación, el corrimiento de los velos y la muestra de la verdadera cara, del verdadero propósito de sus estancias.

Tengamos paciencia. La suma de pasos hacen el salto, la pirueta, y proporcionan el verdadero placer de los caminantes, que no consiste en llegar sino en avanzar, “ pasito a paso”.

Salimos de Camaguey y vamos rumbo a Santiago de Cuba. Posiblemente Merton saliera por los lados de la Terminal de Trenes de Santa María del Puerto del Príncipe, más abajo, en la calle Avellaneda, en el cuchillo que formaba un hotel y en el que se posaban los ómnibus, animales rugientes dispuestos a todo. Los chóferes serían muy parecidos a los de hoy, esa es una especie de pocos cambios: camisa de mangas largas, bajo ella la camiseta Perro blanca y de botones dorados, corbata, reloj de bolsillo y leontina de metal barato, y seguramente por algún lado Cachita o Santa Bárbara, en medallón escandaloso o estampita borrosa. A voces los auxiliares anunciaban los rumbos.

Finalmente, mi ómnibus marchó rugiendo a través de la llanura seca, hacia la muralla azul de las montañas: Oriente, el fin de mi peregrinación. Dice Thomas y la bestia avanza. La vemos, seguramente es abril o mayo de 1940. Un pequeño detalle, la realidad se burla, le hará piruetas al muchacho que se atreve, aún años después, a anunciar que oriente es el fin, cuando apenas es aperitivo de lo que vendrá después.

Dejemos a nuestro amigo avanzar. En La Montaña de los Siete Círculos nos los presenta así:

Cuando íbamos cruzando la sierra divisoria y bajábamos por los verdes valles hacia el mar Caribe, vi la basílica amarilla de Nuestra Señora de Cobre, de pie en una prominencia, sobre los tejados metálicos del pueblo minero que emergía de las profundidades de una honda concavidad de verdor, defendida por peñascos y pendientes escarpadas cubiertas de matorral.

Una pequeña, y quizás burda precisión. En 1940 no era basílica aún la iglesia, lo fue en la década del ochenta, entonces era únicamente Santuario Nacional, pero si ya era un centro de poder, un lugar de entrañable resonancia para el cubano. Recuérdese que en 1916 el papa Benedicto XV, a petición de veteranos de las guerras de independencia, reconocía como patrona de Cuba a la Virgen mambisa, coronaba una trayectoria de amor mutuo nacido en la Bahía de Nipe en pleno siglo XVII y que hasta hoy dura.

Al ver la iglesia recortada contra el verde y el cielo, el poeta exclama:

- ¡ Ahí estás, caridad del Cobre! Es a ti a quien he venido a ver; tú pedirás a Cristo me haga su sacerdote y yo te daré mi corazón, Señora; si quieres alcanzarme este sacedocio, yo te recordaré en mi primera misa de tal modo que la misa será para ti y ofrecida a través de tus manos, en gratitud a la Santa trinidad, que se ha servido de tu amor para ganarme esta gran gracia.

Merton continua: El ómnibus se abrió camino hacia abajo por la falda de la montaña, rumbo a santiago. El ingeniero de minas que había subido en lo alto de la cordillera divisoria estuvo hablando todo el camino cuesta abajo en inglés, que había aprendido en Nueva York, contándome el soborno que había enriquecido a los políticos de Cuba y de Oriente.

En la edición de los diarios que poseo, que es la 2001 de Ediciones Oniro, de Barcelona, en el tomo que recoge los de 1939 a 1960, sólo aparece una selección de ellos, y únicamente dos asiento cubanos, uno fechado en Abril de 1940. La Habana, Cuba – citado por mi in extenso en los dos artículos anteriores- y otro el 29 de abril de 1940 situado por error en Camaguey, porque describe sucesos ocurridos en La Habana, en la Iglesia de San Francisco, y que son posteriores al viaje a Santiago de Cuba, y a los que me referiré en la última entrega de esta serie. Ahora me interesa volver la mirada al asiento primero donde se describe aquella Habana “bañada en el éxito”, “analogía del reino de los cielos”, irreal, motivada por la emoción y la inmediatez, contaminada por la exaltación espiritual propia del converso, una ciudad contrapuesta a la de la autobiografía, salvada por vendedores y pordioseros, una isla continuada por apacibles y polvorientas provincias, pero que llega a Santiago de Cuba, ciudad en la que el poeta aterriza, o lo hacen aterrizar. Un hombre de tecnologías, en inglés, su lengua, para que no tenga dudas, le habla de la corrupción insular, del cáncer de los políticos que se comía a la república de sainete; porque Cuba, a pesar de la constitución del 40, no nos llamemos a engaño, era un burdel. Se escribió la carta magna con letra muerta; aquel era un país que vivía en la futuridad, era candidato a resurrección, ya lo sabemos, estaban todos los ingredientes de la gracia secular, pero estaba muerta la isla. Virgilio Piñera, por esos mismos años, en La Isla en peso, la describe así:

El rastro luminoso un sueño mal parido
un carnal que empieza con el canto del gallo,
la neblina cubriendo con su helado disfraz el escándalo
de la sabana,
cada palma derramándose insolente en un verde juego
de aguas,
perforan, con un triangulo incandescente, el pecho
de los primeros aguadores,
y la columna de agua lanza sus vapores a la cara del sol cosida
por un gallo.
Es la hora terrible.
Los devoradores de la neblina se evaporan
hacia la parte más baja de la ciénaga,
y un caimán los pasa dulcemente a ojo.
Es la hora terrible.
La última salida de la luz de Yara
empuja los caballos contra el fango.
Es la hora terrible.
Como un bólido la espantosa gallina cae,
y todo el mundo toma su café.
¿ Qué puedeel sol en un pueblo tan triste?...

Duro texto, no siempre bien entendido, que tendrá su lugar en esta columna, pero que ahora nos sirve para describir una realidad que se encuentras en las antípodas de la creación. Esa es la Cuba que Merton atraviesa y que apenas mira. El estaba atendiendo a una vocación, le apremiaban dar una respuesta, y no vio Cuba, apenas la intuyó. No es su culpa, no vino aquí a tomar lecciones, a elaborar un tratado de política o un levantamiento de la realidad cubana, vino a ver a Nuestra Señora de la Caridad del Cobre, nada más.

Llega a Santiago, se hospeda en el Hotel Casagranda, no lo nombra, pero lo describe, “frente a la catedral”, comió en la terraza, vio los estragos de uno de esos temblores de tierra, que comparados con otros más parecen estornudos que sacudidas, aunque a veces sorprendan y asusten. Va al Cobre en una guagua a la que califica como “el más peligroso de todos los furiosos ómnibus que son el terror de Cuba”, danza frenética en dos ruedas y a 160 kilómetros por hora, a punto siempre de explotar. Reza rosarios todo el camino, pero llega. Así siempre pasa en Cuba, se llega aunque sea con el credo en la boca, pero se llega.

Llega al santuario, sube hasta el camarín, y allí encuentra la “virgencita alegre y negra, cubierta con una corona y vestida de magníficos ropajes”, la llama Reina de Cuba, y lo es, claro que es la reina, señora de reino variopinto, en el que usted se puede encontrar con algunos súbditos que creen en ella pero no en Dios o a quien la llama virgen y la cree zalamera y mujer de varios hombres. En fin, cubanismos.

Trata de rezar pero “una piadosa sirvienta de mediana edad, con vestido oscuro”, “ansiosa por venderle una porción de medallas”, no lo deja, se escurre del camarín a la iglesia, pero ella lo persigue. El se va, desilusionado, “sin decir lo que quería a la Caridad ni llevar muchas noticias de ella”. Rápido aprendió Merton que esos lugares de mucha concurrencia no son buenos para el recogimiento.

Salé, compra “una botella de una especie de gaseosa” - ¿sería pru oriental?- y sucede un milagro: desde una de las casas, no desde la iglesia, escucha sonar un armonio, y tocaba el Kyrie eleison.

Alguien le pide perdón. No le habíamos dejado hablar y le pedimos perdón.

Regresa a Santiago de Cuba, y en la terraza del hotel Casagranda, almorzando, sin sonidos de armonio, quizás con piano a lo lejos y el chasquido de la suela de los zapatos de los meseros y los comensales, quizás con el fondo de las copas de cerveza Hatuey y el rozar de cubiertos contra el plato de loza inglesa, la Caridad del Cobre tuvo una palabra que decirle, “entregó la idea para un poema que se compuso tan suave, fácil y espontáneamente”, que lo escribió “casi sin una corrección”:

Así que el poema resultó ser ambas cosas: lo que tenía que decirme y lo que yo tenía que decirle. Era una canción para la Caridad del Cobre; era, por lo que a mi se refiere, algo nuevo, el primer poema verdadero que jamás había escrito o, de cualquier manera, el que me gustó más. Señalaba el camino a otros muchos poemas; abría la puerta y me hacía tomar un rumbo cierto y directo que había de durar muchos años.

El poema decía:

CANCIÓN PARA NUESTRA SEÑORA DEL COBRE (CUBA)
(versión de José Mª Valverde)

Las niñas blancas alzan la cabeza como árboles,
las niñas negras van
reflejándose como flamencos en la calle.

Las niñas blancas cantan, agudas, como el agua,
las niñas negras hablan silenciosamente como la arcilla.

Las niñas blancas abren los brazos como nubes,
las niñas negras cierran los ojos como alas:
los ángeles hacen reverencias como campanas,
los ángeles alzan la mirada como juguetes,

porque las estrellas del cielo
están en corro:
y todos los trozos del mosaico de la tierra
se levantan y escapan volando como pájaros.


Debería alguien preocuparse por poner estos versos en un lugar visible del Hotel Casagranda, o quizás, en bronce puro, dejarlos en el camarín de la Virgen, junto a la Medalla del Premio Nóbel de Ernest Heminguey, para recordarnos que la luz es posible.

Una vez más tomé más espacio del debido y me conmino a terminar el viaje. Thomas Merton regresará a La Habana y allí le serán mostradas las verdaderas razones su viaje. El saber popular puede ser, en ocasiones, chota, pero casi siempre certero, ustedes y yo estamos casados de decir “que una cosa piensa el borracho y otra el bodeguero”. Y en la peregrinación, en el juego mertoniano, esto se cumple. Pero lo veremos en otro momento.

A ustedes les queda tiempo, todo el tiempo.

sábado, 29 de diciembre de 2007

Thomas Merton y la Isla brillante II


Si usted me está siguiendo los pasos, si el mío ha logrado moverse al ritmo de los suyos, si mi bastón de ciego parlanchín le guía entre la montaña de legajos y papeles, si ha logrado liberarse del polvo y las termitas, si la poesía le está siendo familiar y gustosa, no he perdido mi tiempo. Y lo que es mejor, usted sabrá de lo que estaré tratando, porque el poeta de esta ocasión es el de la semana pasada: Thomas Merton, el mismo que viste y calza, el que pintó en su diario una Habana “analogía del reino de los cielos” y en su autobiografía otra con “ calles peligrosas y lupanares”. Ya lo explicábamos, el diario es un género de improntus, la autobiografía uno de memoria.

Hoy descubriremos además nuevas claves, que sumadas a las ya dadas, nos permitirán seguir el andar de Merton por la “isla brillante”, como él llamó a Cuba en su autobiografía, que no en su diario. Sin dejar de darle peso al improntus. Decíamos que era un católico converso, es decir un hombre que decide en conciencia aceptar la fe católica romana, uno que se bautiza adulto más por convicción que por tradición, decíamos además que este catecúmeno tiene vocación, del verbo vocare que significa llamado, y esta vocación era un llamado a la vida sacerdotal, pero que no sabe si lo están llamando a ser hermano franciscano o monje trapense. A estas alturas ustedes, ciegos pero no mudos, se están haciendo una pregunta, ¿Quién llamaba a Thomas Merton? Simple, lo llamaba Dios. Entonces las respuestas que necesitaba Tom las tenía el Otro, y había que buscarlas, y una manera de hacerlo era echarse a andar.

El llamó a su estancia aquí “vagabundeo por Cuba”, pero hay que dejarlo explicarse porque parecería que estamos delante de una “ de aquellas peregrinaciones medievales que consistían en nueve décimas partes de vacaciones y una décima parte de peregrinación”(Merton). Y no, él poeta vino a Cuba a “ hacer una peregrinación a Nuestra Señora del Cobre”, según sus propias palabras, es decir, Merton no estaba aquí de vacaciones, había venido a encontrarse con la Virgen, con la patrona que nos dimos los cubanos.

Eso explica el nivel de exaltación que se respira en su diario y la deformación que sufre La Habana de 1940 cuando él la describe, tanto es así que años después al hablar de su experiencia cubana reconoce que le acompañó cierta dosis de “inmunidad frente a la pasión o el accidente”. Aquí por accidente se puede traducir realidad y esa inmunidad viene como un don resultante de su renuncia a poseer cualquier cosa del mundo o de la expresión privada y posesiva de ese mundo que es el cuerpo.

El viaje de Thomas Merton por Cuba o se entiende en términos de peregrinación o se fracasa, es ahora que podemos descubrir por qué La Habana en él es más parecida a la visión de la tierra prometida de Moisés sobre el monte Moria que la visión que de ella tienen otros viajeros o la que se desprende de la vociferada y vociferante prensa habanera de la época. Merton no es un viajero, es un peregrino que “ a cada paso que daba se abría un nuevo mundo de gozos, gozos espirituales, placeres de la mente, la imaginación y los sentidos en el orden natural, pero en el plano de la inocencia y bajo la dirección de la gracia”.

Atiendan este final, que es significativo: nuestro poeta no vino a Cuba sino que fue traído. ¿Traído a qué? A que le contestaran ciertas preguntas pero sobre todas las cosas por la certeza de que él necesitaba de un ambiente católico, porque, sostenía, “antes de que haya alguna posibilidad de una experiencia completa y total de todos los goces naturales y sensibles que desbordan de la vida sacramental” era necesario el ambiente del catolicismo francés o italiano o español. Se desprende que esa vivencia era un imposible en la sociedad norteamericana, había que buscarla en Cuba, con un catolicismo todavía muy español, a pesar de los treinta y ocho años de “república”. Aquí describe iglesias “cargadas de impetuoso dramatismo español” en las que encuentra “en todos los rincones a cubanos en oración, pues no es verdad que los cubanos descuiden su religión…o no es tan cierto como complacientemente piensan los norteamericanos, basados sus juicios en las vidas de los jóvenes ricos y lívidos que vienen al norte desde esta isla…”


Sin cometarios. Aunque vale la pena que hagamos algunas precisiones. El cubano ciertamente “no descuida su religión”, pero ¿de cuál religión hablamos? De la suya propia, de su imaginario, de la que nace de la rara combinación del bautismo católico por tradición y el anticlericalismo por cultura. Pero eso seguramente es tema para los científicos sociales. ¡Zapatero a tus zapatos!

Hay otro elemento que le cautiva de Cuba: el idioma. A Merton el español le parece una lengua fuerte, ágil, precisa, con la cualidad del acero, que le da la exactitud que necesita el verdadero misticismo, pero que es a su vez suave, gentil, cortés, devoto, galante y suplicante. Le parece, como a Víctor Hugo, “una lengua apropiada para la oración y para hablar con Dios”. Vino a peregrinar y quiso hablarle a Dios en un idioma que le fuera grato, una lengua que “tiene algo de la intelectualidad del francés” pero que “nunca desborda en las melodías femeninas del italiano”.

Aquí fue un príncipe, un millonario espiritual, rodeado de seres humanos que resistían el ruido persistente y estridente de la ciudad. Extraño cada día esa cualidad que la visión mertoniana nos otorga: paciencia frente al vaho sonoro que nos envuelve; porque la cualidad principesca es aún abundante y empecinada. Valgo una digresión más.

De iglesia en iglesia, del parque Central a la casa, ¿qué casa, dónde estuvo, sería por los costados del parque, por Centro Habana o más cercano al Vedado? ¡ Quién sabe!! Quién supiera! “Cuando estaba saciado de oraciones, podía volver a las calles, paseando entre las luces y las sombras, deteniéndome a beber enormes vasos de jugos de fruta helados en los pequeños bares, hasta que regresaba a casa a leer a Maritain o Santa Teresa hasta la hora de almorzar”. No habla de la casa, ni del libro o los libros de Maritain, más de Santa Teresa si: lee su autobiografía.

De La Habana, va a Matanzas, a Camagüey y a Santiago de Cuba, atraviesa, en un bárbaro ómnibus, la isla, pero la ve gris aceitunada, ¿ sería acaso daltónico? Esta isla es verde, inmensamente verde, al menos así me lo cuentan los que cosas verdes ven. Yo la veo también gris aceitunada y soy daltónico.

Thomas esperaba ver a la Virgen en algún ceibo del camino, pero no la vio, bella, en ninguno de los ceibos.

En Matanzas va un parque, no dice tampoco cuál, la gente gira como manillas de reloj, mujeres a compás y hombres a contracanto. Seguramente miradas furtivas, pequeños roces, un guiño, una tos nerviosa, una sonrisa detrás del abanico. Tom convoca una pequeña multitud y en español les habla de su fe, una escena tierna y conmovedora, ciertamente infantil. Uno dice, no sé por qué lo imagino viejo y mulato, que Merton es “un católico muy bueno”. Duerme feliz en Matanzas, le gusta el elogio.


Sus pasiones, que no alborotaban, regresaron en Camagüey, despertaron, pero no tenía por qué preocuparse, Santa María del Puerto del Príncipe no era un lugar peligroso. Yo que soy de allí me limito a decirle a Tom que no ande en esa gaveta, que no toque esa tecla, que mejor dejamos las cosas como están, que pueblo chiquito es averno grande, aunque aquella, mi ciudad, no es tan pequeña como la pintan ni tan grande como hubiéramos deseado. Es gracioso su dibujo: “ ciudad muy insípida y soñolienta…en donde prácticamente todo el mundo estaba en cama a las nueve de la noche”.

En Camaguey leyó a Santa Teresa de Ávila, “bajo las palmeras grandes y magnificas de un jardín enorme que tenía enteramente” para él. Cintio Vitier, que pasó su luna de miel por esos lugares, cree que Merton se refiere al Casino Campestre, parque lleno de árboles de diversas especies, el más grande de Cuba, en el que está un ceibo, El árbol de la República, como lo llama el poeta Rafael Almanza; pero creo se equivoca. El Casino es parque no jardín, las palmas sólo guardan la avenida que actualmente conduce al stadium y que por la costumbre que han tenido las tiñosas de tomarlas por casa nada de admirable ofrecen, por debajo de ellas hay que andar en marcha apurada, no se puede leer, además bajo las palmas -flacas, pestilentes y manchadas- no hay bancos. Más parece que nuestro amigo describe los jardines del antiguo Hotel Camagüey, antes Cuartel de Caballería del Ejército español y hoy Museo Provincial. Es un jardín de palmeras enormes, con bancos y una fuente recoleta en la que un niño de mármol orina con inocente desfachatez. Rodeado de arcadas de medio punto, es un lugar solitario y silencioso, propicio para la lectura en la que uno tiene la sensación de que el mundo es suyo y sólo suyo. El casino quedaba en las afueras del Camaguey de los años 40, el Hotel quedaba a dos cuadras de la Terminal de Ferrocarriles y a unas cinco o seis cuadras del lugar desde el que llegaban y salían las guaguas de la línea Santiago-Habana en la calle Avellaneda. Además, para leer en el Casino hay que disponerse a viajar, los hoteles de la época estaban distribuidos en las calles República, Avellaneda y Maceo, y el Hotel Camaguey estaba en los inicios de la Avenida de los Mártires.

A favor de la hipótesis de Vitier esta la devoción de Merton por la Virgen de la Caridad, motivo de su peregrinar. Para ir a saludarla en Camagüey hay que atravesar una avenida y llegar a un barrio, los de la Caridad justamente. A su costado está el Casino Campestre. Era una zona bien comunicada, los tranvías, los coches, los ómnibus, todo llegaba hasta allí, en esa zona estaba la Colonia Española, un hospital de prestigio; pero el poeta no menciona esa iglesia, sino otra del centro, la de Nuestra Señora de la Soledad, advocación rarísima, que le acompañó siempre. Si Merton hubiera ido al Casino Campestre hubiera visitado al Santuario, si lo hubiera conocido lo hubiera descrito, tenía un altar mayor de plata pura y gruesa, muy barroco, dicen que hermoso, del que sólo quedan pedazos, obra de unos curas belgas a los que les urgía la entrada del Concilio Vaticano II en Camagüey.

Veamos a Thomas Merton describir mi amada parroquia: “… encontré una iglesia dedicada a la Soledad…una pequeña imagen vestida, en una hornacina sombría: apenas podía uno verla. ¡La Soledad! Una de mis mayores devociones; no se la encuentra, ni se oye nada acerca de ella en este país – se refiere a USA-, excepto una antigua misión de California que fue dedicada a ella”. Realmente la imagen no es tan pequeña, tiene unos 150 o 175 cm de altura y con el manto abierto, de terciopelo negro bordado en oro por monjas catalanas, otros tantos. Es un esqueleto de madera del que solamente vemos la cara y las manos. Por debajo, que es un busto, la Virgen tiene senos que casi nadie ha visto, pudorosamente se le cubrían con un corpiño y cuando se le iba a vestir se mandaba a salir a los intrusos. Estaba en esa época ya en un nicho bien iluminado, aunque las luces sólo se prendieran durante las misas, lo sé de cierto por el padre Miguelito Becerril y por Fausto Cornell, dos de mis amados amigos difuntos. La iglesia tenía el piso de lozas grandes de barro cocido y las paredes blancas, pintadas con cal. Merton no debió haber oído misa allí, hubiera recordado el poderoso órgano Hamont, todavía hoy famoso a pesar del tiempo, y las tres naves totalmente llenas de luz, mientras no había liturgia la penumbra y el silencio se enseñoreaban.

No más comentarios, me excedí. Apenas debe quedar tiempo y no llegamos a Santiago de Cuba. Será para el próximo artículo.

martes, 25 de diciembre de 2007

Thomas Merton y la Isla brillante I


Thomas Merton o la semilla de Fray María Louis o el proyecto del Padre Tom, estuvieron en Cuba, los tres que son uno: el poeta, el monje trapense y el místico. Roble, madera tallada, carbón ardiente. Los ojos que vieron Cuba en 1940 estaban listos para la contemplación, ya contemplaban, “atendían en toda su pureza” ( Diego).

“La vida de fe… orienta a los cristianos a vivir como si estuvieran viendo al Invisible. Pero los lleva también, y por el mismo movimiento a descubrirlo y hacerlo presente entre las cosas visibles” dice José Román Flecha en uno de sus textos sobre nuestro poeta; y es precisamente por allí por donde quiero que comencemos este viaje.

Hablemos de la contemplación. Estamos delante de un acto de supuesta quietud que entraña las más altas migraciones del espíritu; el hombre camina hacia el Uno trascendente, Dios, y El “se abaja”, se mueve al mismo son y hace suyas las miradas humanas, ahora divinas, magníficas intuiciones. Dios y el hombre arman comunidad. A solas con el Solo, dirán los cistercienses. De ahora en adelante quedará claro que cuando decimos contemplación no sólo hablamos de miradas fijas, de arrobamientos, de intensidades y silencios sino que también de un estado que se expresa en la revelación de lo no visto, de un Invisible que se ofrece a una comunidad, le muestra su faz y le cambia el rostro, se lo transforma en luz.

Los poetas, no importa su credo, son solitarios que aprenden a mirar el invisible de las cosas, son los hijos de Prometeo, dispensadores del fuego. Toda poesía es conversación en las orillas del mar primordial e ignoto del Silencio. Todo poeta es un contemplativo.

Comienza el viaje.

Thomas Merton llegó a Cuba en abril de1940, poco después de Pascua; había sido operado, le quitaron la apéndice, y quería reposar, además de encontrar rumbo a su vida, sería sacerdote católico, estaba decidido, pero se debatía entre los hijos de Francisco de Asís o los de San Benito. El dinero le alcanzaba para viajar a México o a Cuba, optó por la ínsula, y decidió bien: aquí encontró, según sus propias palabras “una isla brillante donde la bondad y solicitud que me acompañaban a donde quiera que dirigiese mis débiles pasos alcanzaron su grado máximo”.

En su diario describe una Habana “bañada de éxito, una buena ciudad, una ciudad real”, en la que él ve” abundancia de todo, inmediatamente accesible y, hasta cierto punto, accesible a todos”. El hasta cierto punto salva a Thomas de la visión indolente del turista. Recuérdese que ese es el año de la constitución de 1940 -hecha con la participación de los sectores más diversos, incluidos los comunistas, con brillante ejecutoria en la constituyente-, recuérdese que por la situación de guerra en Europa y la distante mirada de los Estados Unidos que no entraban aún en el conflicto, la industria azucarera cubana estaba en época de vacas gordas, además de la aparente estabilidad política. Eso hacía que se viera una ciudad ruidosa, llena de faroles, de negocios, de bares y cantinas, sin embargo, detrás del “progreso” estaban sus víctimas y no escaparon a los ojos de Merton: “cuando abandonaba la iglesia no faltaban mendigos”. Los mendigos hacían la diferencia.

De todas maneras la gran exaltación espiritual del futuro poeta y monje le juega una mala pasada y en su diario pinta una ciudad reconocible sólo a pedazos.

Como lo más interesante es que usted pueda conocer a los poetas por lo que dicen y no por lo que yo digo, me impondré la costumbre de citarlos in extenso, aunque con la advertencia de que ciertamente los cito a capricho, a voluntad diríamos. Ese es el único privilegio del ciego que escribe, el único que me es dado y como no es recomendable que un ciego guíe a otro, lo mejor sería que cada cual busque la fuente y beba, allí las aguas siempre son cristalinas aunque bravas.

Volvamos a La Habana y veámosla con los ojos de Tom, un joven ingenuo y apasionado, nacido en Prades – Francia- en 1915, tiene ahora 25 años, es un católico converso, que quiere seguir un camino alto. La isla es un misterio, La Habana un acertijo para él:

La animación de los bares y cafés no está secuestrada tras las puertas y los vestíbulos: todos ellos están ampliamente abiertos a la calle, la música y las risas llegan a la calle, y los peatones participan en ella, de la misma manera que los cafés participan también en el ruido, las risas y la animación callejera.

Esa es otra característica de la ciudad de tipo mediterráneo: la completa y vital compenetración de todos los ámbitos de la vida pública y comunitaria. La vida real de estas ciudades se encuentra en la plaza del mercado, en el ágora, el bazar y los soportales.

Vendedores de billetes de lotería, de tarjetas postales o de ediciones extraordinarias de periódicos vespertinos (casi a cada minuto aparece la edición de algún periódico) entran y salen de la multitud y de los bares. Bajo los soportales se instalan músicos que cantan o tocan algún instrumento para desaparecer después.

Si estás comiendo en una mesa de las terrazas de la plaza, participas de la vida de toda la ciudad. A través de los soportales puedes ver, recortada contra el cielo, una musa alada de puntillas en la parte superior de las cúpulas del Teatro Nacional. En la parte baja, los árboles del parque central: y todo el mundo parece estar circulando a tu alrededor, a pesar de que los viandantes literalmente no vienen ni van de las mesas en que se sientan los comensales, que comen sabrosos platos de judías negras o pintas.

El alimento es abundante y barato: pero es que, además, sino tienes dinero, no tienes que pagar por él, porque es de todo el mundo, se desborda e inunda las calles. Tú animación no es algo privado, pertenece a todos los demás, porque cada uno te lo ha dado a ti en primer lugar. Cuando más observas la ciudad y te mueves por ella más amor recibes de ella y más amor le devuelves y, si así lo deseas, pasas a formar parte integrante de ella, de todo el complejo abanico de alegrías y ventajas, y esto, después de todo, es el modelo mismo de la vida eterna, un símbolo de salvación. Esta pecadora ciudad de La Habana está construida de tal manera que, cualquiera que sepa vivir en ella, puede interpretarla como una analogía del reino de los cielos.

El entusiasmo exagerado, la exaltación, la vida anterior balanceándose entre la Europa de la bohemia – su padre era pintor- y el mundo académico de los Estados Unidos, país del que se hará ciudadano en 1950, y, por qué no, el pecado mortal de lo libresco, hacen que Merton vea sin ver, reconozca una Habana mítica en la que conviven el cuerno de la abundancia y el bárbaro noble, generoso, un país donde el sufrimiento y la inequidad no existen, donde todo parece oler a frijoles negros y colorados, donde la gente abreva en la Fuente de la Eterna Juventud. Más que La Habana creo ver una ciudad mezcla de la Utopía de Moro, la Ciudad del Sol de Campanella y la Civitas dei de San Agustín. No aparece nunca el olor del arroz blanco, huevo frito y plátanos de las apuradas muchachas de los Barrios de Colón y San Isidro, no aparecen la ausencia de olor a comida o el mal olor de los hacinados solares centrohabaneros, tampoco el rictus de la Timba, El Fanguito,no escuchamos el grito de Pogolotti, barrio de negros y de obreros.

De todas maneras algo se filtra, la sensibilidad del poeta y el místico están ahí esperando agazapadas. Los vendedores de periódicos entran y salen de todo sitio en busca del centavo salvador, los músicos fantasmagóricos cantan y tocan, aparecen y desaparecen, artistas del rebusque y la lucha, los vendedores de billetes se llevan la suerte tras sus pasos y voceos. Están en las páginas del diario de Merton, en su memoria y en su corazón, de modo que después limpiará sus ojos de las escamas del lujo y la apariencia logrando entender el devenir de la isla, ciertamente en peso.

Los renglones torcidos, ¡perdón Teresa!, después se convertirán en escritura derecha. Tengamos paciencia.

Por ahora vayamos a la ciudad real que pinta nuestro poeta: una urbe en la que lo público y lo privado se mixturan, se confunden con algarabía y desparpajo, una Habana en la que de balcón a balcón se lanzan piropos, improperios, ensalmos y polvos de brujería, una en la que el choteo y la risa conjuran la frustración y el dolor. Ciertamente La Habana, espacio mítico en el que bien se representa el ideario insular, es una ciudad de puertas abiertas, capaz de la acogida y la asimilación, en donde uno puede tener cualquier intercambio con cualquiera, donde se hacen pocas preguntas y se enuncian excedidas respuestas, donde nadie es huésped, extranjero, sino familia, compadre, contertuliano.

La cita larga viene de su diario, sin embargo en la autobiografía de Thomas Merton, La montaña de los siete círculos, best-seller en su época, grandioso y rebosando de sustancia, filtra otras apreciaciones:

No creo que un santo que hubiera sido elevado al estado de unión mística pudiera cruzar las calles peligrosas y lupanares de La Habana con una contaminación notablemente menor de la que parezco haber contraído yo.

El diario, escritura súbita, casi automática, generalmente más centrada en la emoción y la inmediatez que en la reflexión, entra en contradicción con la autobiografía, género en el que se habla de lo pasado, de lo sentido, pero ya en conexión con la cabeza. Es por eso que en La Montaña… se describe una Habana grata, acogedora, escenario de su “vagabundeo” místico pero que tiene calles peligrosas y lupanares que la hacen irreconocible en aquella “analogía del reino de los cielos” que aparece en el diario.

Yo pensaba que una breve estación bastaría para Thomas Merton. Pero no es así, aún no he revelado los misterios del poeta en Cuba, nos quedan sus visitas a Matanzas, Camaguey, Santiago de Cuba y su regreso a La Habana; nos queda lo mejor del viaje.

En la próxima estación encontrarán ustedes nuevos motivos para acercarse a Thomas Merton.